—Nos hace falta una hoguera —declaró Thoros—. La noche es oscura y alberga cosas aterradoras. Y húmeda, ¿eh? De lo más húmeda.
Jack-con-Suerte cogió madera seca de uno de los pesebres mientras Notch y Merrit reunieron paja para la incendaja. El propio Thoros se encargó de hacer saltar la chispa, y Lim abanicó las llamas con la gran capa amarilla hasta que crepitaron y rugieron. La temperatura subió y pronto incluso se estaba caliente en el interior del establo. Thoros se sentó ante la hoguera con las piernas cruzadas y escudriñó las llamas igual que había hecho en la cima de Alto Corazón. Arya lo observó con atención, en un momento dado le vio mover los labios y le pareció que susurraba «Aguasdulces». Lim paseaba de un lado a otro entre toses, la larga sombra que proyectaba imitaba cada una de sus zancadas, mientras que Tom Siete se quitaba las botas y se frotaba los pies.
—Es una locura que vuelva a Aguasdulces —se quejó el bardo—. Los Tully no le han dado nunca buena suerte al pobre Tom. Fue la tal Lysa la que me envió por el camino alto, donde los hombres de la luna me quitaron el oro, el caballo y por si fuera poco la ropa. Hay caballeros del valle que todavía cuentan cómo llegué a la Puerta de la Sangre con sólo la lira para que no se me vieran las vergüenzas. Me obligaron a cantar «El niño del día del nombre» y «El rey cobarde» antes de dejarme pasar. Mi único consuelo es que tres de ellos murieron de la risa. Desde entonces no he vuelto a poner el pie en el Nido de Águilas, y no cantaría «El rey cobarde» ni por todo el oro de Roca Casterly...
—Los Lannister —dijo Thoros—. Un rugido rojo y dorado.
Se puso en pie y fue hacia donde estaba Lord Beric. Lim y Tom se reunieron con ellos enseguida. Arya no alcanzaba a oír qué decían, pero el bardo no dejaba de echar miradas en su dirección, y en un momento dado Lim se enfadó tanto que dio un puñetazo contra la pared. Fue entonces cuando Lord Beric le hizo una señal para que se acercara. Era lo que menos quería en el mundo, pero Harwin le puso la mano en la espalda y le dio un empujoncito hacia delante. Avanzó dos pasos y se detuvo titubeante, temerosa.
—Mi señor. —Aguardó a la espera de lo que le quisiera decir Lord Beric.
—Cuéntaselo —ordenó el señor del relámpago a Thoros.
—Mi señora —empezó el sacerdote rojo acuclillándose junto a ella—, el Señor me ha concedido una visión de Aguasdulces. Parecía una isla en un mar de fuego. Las llamas eran leones que saltaban, con largas garras color escarlata. ¡Y cómo rugían! Un mar de hombres de los Lannister, mi señora. No tardarán en atacar Aguasdulces.
—¡No! —Arya se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
—Las llamas no mienten, pequeña —dijo Thoros—. A veces las entiendo mal porque soy un imbécil y estoy ciego. Pero no es el caso. Los Lannister van a empezar un asedio contra Aguasdulces.
—Robb los derrotará —dijo Arya, testaruda—. Les ganará la batalla, siempre gana.
—Puede que tu hermano ya no esté —dijo Thoros—. Y tu madre tampoco. No los he visto en las llamas. Esa boda que la anciana mencionó, una boda en Los Gemelos... Esa mujer sabe muchas cosas. Los arcianos le susurran al oído mientras duerme. Si dice que tu madre se ha ido a Los Gemelos...
—Si no me hubierais cogido ya estaría allí —les reprochó Arya volviéndose hacia Tom y Lim—. Ya estaría en casa.
—Mi señora —dijo con cansada cortesía Lord Beric sin hacer caso del exabrupto—, ¿conocerías de vista al hermano de tu abuelo? ¿A Ser Brynden Tully, apodado Pez Negro? ¿O te conocería él a ti?
Arya sacudió la cabeza con gesto triste. A menudo había oído hablar a su madre de Ser Brynden Pez Negro, pero si lo había llegado a conocer en persona era demasiado pequeña para recordarlo.
—Dudo mucho que el Pez Negro pague bien por una niña que no sabe quién es —dijo Tom—. Esos Tully son gente desconfiada, pensarán que les intentamos vender mercancía falsa.
—Los convenceremos —se empecinó Lim Capa de Limón—. Los puede convencer ella o Harwin. Aguasdulces está más cerca. Yo voto por que la llevemos allí, cojamos el oro y acabemos con este asunto de una puñetera vez.
—¿Y si los leones nos atrapan dentro del castillo? —preguntó Tom—. Nada les gustaría más que colgar a su señoría de una jaula en lo más alto de Roca Casterly.
—No tengo la menor intención de dejarme atrapar —dijo Lord Beric. La última palabra no la pronunció, pero todos la entendieron. «Vivo». Todos la oyeron, incluso Arya, aunque no llegó a salir de sus labios—. Pero preferiría no meterme allí a ciegas. Quiero saber dónde están los ejércitos, tanto los lobos como los leones. Shama tendrá alguna noticia, y el maestre de Lord Vance aún más. El Torreón Bellota no está lejos. Lady Smallwood nos dará cobijo mientras enviamos exploradores y esperamos su regreso...
Aquellas palabras le resonaron en los oídos como golpes en un tambor. De repente, ya no podía soportarlo más. Quería ir a Aguasdulces, no al Torreón Bellota; quería ir con su madre y con su hermano Robb, no con Lady Smallwood ni con un tío al que no conocía de nada. Se dio media vuelta y salió corriendo hacia la puerta y, cuando Harwin trató de agarrarla por el brazo, lo esquivó rápida como una serpiente.
Fuera de los establos la lluvia seguía cayendo, y un relámpago lejano iluminó el cielo hacia el oeste. Arya corrió tan deprisa como pudo. No sabía adónde iba, sólo sabía que quería estar sola, lejos de todas las voces, lejos de sus palabras vanas y sus promesas rotas.
«Yo sólo quería ir a Aguasdulces. —Era culpa suya por haberse llevado a Gendry y a Pastel Caliente cuando huyó de Harrenhal. De estar sola le habría ido mejor. Si hubiera estado sola los bandidos no la habrían atrapado, y a aquellas alturas ya estaría con Robb y con su madre—. No eran mi manada, nunca fueron mi manada. Si lo hubieran sido no me habrían abandonado. —Los pies le chapotearon en un charco de agua embarrada. Alguien la llamaba a gritos, seguramente Harwin o Gendry, pero el trueno acallaba sus voces al retumbar contra las colinas, un instante por detrás del relámpago—. El señor del relámpago —pensó, furiosa—. Tal vez no pueda morir, pero mentir se le da de maravilla.»
A su izquierda, un caballo relinchó. Arya no se habría alejado más de cincuenta metros de los establos, pero ya estaba empapada hasta los huesos. Dobló la esquina de una de las casas derruidas con la esperanza de que las paredes cubiertas de musgo la refugiaran de la lluvia, y casi chocó de bruces contra uno de los centinelas. Una mano enfundada en un guantelete se le cerró en torno al brazo.
—¡Me estás haciendo daño! —gritó al tiempo que se retorcía—. Suéltame, iba a volver, iba a...
—¿A volver? —La risa de Sandor Clegane era como el arañazo del hierro contra la piedra—. Y una mierda, niña lobo. Eres mía.
No le costó nada izarla por los aires y llevarla hasta su caballo. La lluvia fría los azotó y ahogó sus gritos, y Arya sólo podía pensar en la pregunta que le había hecho aquel hombre.
«¿No sabes qué le hacen los perros a los lobos?»
Aunque la fiebre persistente no lo abandonaba, el muñón se le estaba curando bien, y según Qyburn el brazo ya no corría peligro. Jaime estaba ansioso por dejar atrás Harrenhal, a los Titiriteros Sangrientos y a Brienne de Tarth. Una mujer de verdad lo esperaba en la Fortaleza Roja.
—Voy a enviar a Qyburn con vos para que os cuide durante el camino hasta Desembarco del Rey —le dijo Roose Bolton la mañana de su partida—. Acaricia la esperanza de que vuestro padre, como muestra de gratitud, obligue a la Ciudadela a devolverle la cadena.
—Todos acariciamos esperanzas. Si consigue que me salga una mano, mi padre lo nombrará Gran Maestre.
Walton Patas de Acero iba al mando de la escolta de Jaime. Era franco, brusco, brutal... en el fondo, un simple soldado. Jaime había cabalgado toda su vida con aquel tipo de hombres. Los que eran como Walton podían matar por orden de su señor, podían violar cuando la sangre les hervía después de la batalla y podían saquear si se presentaba la ocasión, pero cuando terminaba la guerra regresaban a sus hogares, cambiaban las lanzas por azadas, se casaban con las hijas de sus vecinos y criaban camadas de niños berreantes. Eran hombres que obedecían sin preguntar, pero en cuya naturaleza no estaba la crueldad despiadada de los Compañeros Audaces.
Los dos grupos salieron de Harrenhal la misma mañana, bajo un frío cielo gris que auguraba lluvia. Ser Aenys Frey había partido tres días antes hacia el noreste por el camino real. Bolton iba a seguir sus pasos.
—El Tridente baja muy crecido —le dijo a Jaime—. Nos va a costar cruzarlo hasta por el Vado Rubí. ¿Me haréis el favor de transmitir mis más respetuosos saludos a vuestro padre?
—Cómo no, siempre que transmitáis los míos a Robb Stark.
—Así lo haré.
Algunos de los Compañeros Audaces se habían congregado en el patio para verlos partir. Jaime trotó hacia donde estaban.
—Vaya, Zollo, qué amable por tu parte venir a despedirme. Y Pyg y Timeon. ¿Me vais a echar de menos? ¿No me cuentas un último chiste, Shagwell, para que me vaya riendo por el camino? Ah, hola, Rorge, ¿vienes a darme un beso de despedida?
—Vete a tomar por culo, tullido —bufó Rorge.
—Como quieras. Pero tranquilo, volveré. Un Lannister siempre paga sus deudas. —Jaime hizo girar al caballo y volvió a reunirse con Walton Patas de Acero y sus doscientos hombres.
Lord Bolton lo había equipado como a un caballero que se dirigiera a una batalla, haciendo caso omiso de la mano amputada que convertía la vestimenta en una parodia. Jaime cabalgaba con la espada y la daga colgadas del cinturón; y el escudo y el yelmo, de la silla. Llevaba la cota de mallas cubierta por un jubón color castaño oscuro. No era tan estúpido como para lucir el blasón del león de los Lannister en sus armas, ni tampoco el blanco al que tenía derecho como Hermano Juramentado de la Guardia Real. En la armería encontró un escudo viejo, abollado y astillado, cuya pintura saltada todavía permitía ver buena parte del gran murciélago negro de la Casa Lothston sobre un campo de plata y oro. Los Lothston habían sido dueños de Harrenhal antes que los Whent, en sus tiempos se trató de una familia poderosa, pero se había extinguido hacía siglos, de manera que ninguno se opondría a que luciera sus armas. No sería primo de nadie, ni enemigo de nadie, ni espada juramentada de nadie... En resumen, no sería nadie.
Salieron de Harrenhal por la pequeña puerta este y se despidieron de Roose Bolton y de su ejército unas leguas más adelante, cuando se desviaron hacia el sur para seguir durante un tiempo el camino del lago. Walton tenía intención de esquivar el camino real tanto como le fuera posible, prefería los senderos de los campesinos y del ganado que había en los alrededores del Ojo de Dioses.
—Por el camino real iríamos más deprisa. —Jaime estaba ansioso por volver con Cersei lo antes posible. Si se daban prisa, tal vez llegara a tiempo para la boda de Joffrey.
—No quiero problemas —replicó Patas de Acero—. Sólo los dioses saben con quién nos podríamos encontrar por el camino real.
—Con nadie de quien tengáis nada que temer. Contáis con doscientos hombres.
—Sí. Pero otros pueden contar con más. Mi señor me dijo que os llevara sano y salvo con vuestro señor padre, y eso es lo que pienso hacer.
«Yo he pasado ya por aquí», pensó Jaime pocos kilómetros más adelante, al pasar junto a un molino abandonado a la orilla del lago. Los hierbajos crecían allí donde la hija del molinero le había sonreído con timidez y donde el propio molinero le había gritado: «¡El torneo es por el otro camino, ser!».
«Como si yo no lo hubiera sabido.»
El rey Aerys montó un gran espectáculo con la investidura de Jaime. Pronunció los votos ante el pabellón del rey, arrodillado en la hierba verde, con su armadura blanca, ante los ojos de la mitad del reino. Cuando Ser Gerold Hightower lo ayudó a ponerse en pie y le colocó la capa blanca sobre los hombros, el rugido de la multitud fue tal que Jaime lo seguía recordando pese a los años transcurridos. Pero aquella misma noche Aerys se puso de mal humor y declaró que no necesitaba a los siete de la Guardia Real allí, en Harrenhal. A Jaime le ordenó regresar a Desembarco del Rey para guardar a la reina y al pequeño príncipe Viserys, que habían quedado allí. El Toro Blanco se ofreció a encargarse de aquella tarea para que Jaime pudiera quedarse y competir en el torneo de Lord Whent, pero Aerys se negó.
—Aquí no va a ganar gloria —había dicho el rey—. Ahora me pertenece a mí, no a Tywin. Me servirá como considere conveniente. Soy el rey. Yo mando y él obedece.
Fue entonces cuando Jaime empezó a comprender. No había ganado la capa blanca por su habilidad con la espada y con la lanza, ni por las hazañas valerosas que había llevado a cabo contra la Hermandad del Bosque Real. Aerys lo había elegido para insultar a su padre, para arrebatarle el heredero a Lord Tywin.
Pese a los años transcurridos seguía recordando la amargura de aquel momento, mientras cabalgaba hacia el sur, con su nueva capa blanca, para guardar un castillo casi desierto. Casi había sido más de lo que podía soportar. De haber podido se habría arrancado la capa al instante, pero era demasiado tarde. Había pronunciado el juramento delante de medio reino, y un Guardia Real lo era de por vida.
—¿Os molesta la mano? —le preguntó Qyburn al ponerse a su altura.
—Me molesta la falta de mano.
Lo peor eran las mañanas. En sueños, Jaime estaba entero, y cada amanecer yacía aún medio dormido y sentía cómo movía los dedos. Todo fue una pesadilla, le decía una parte de su mente que seguía negándose a aceptarlo, nada más que una pesadilla. Pero, entonces, abría los ojos.
—Tengo entendido que ayer recibisteis una visita —dijo Qyburn—. Espero que disfrutarais de ella.
—No me dijo quién la enviaba. —Jaime le lanzó una mirada gélida.
—Ya casi no teníais fiebre, y pensé que os apetecería un poco de ejercicio. —El maestre sonreía con modestia—. Pia es muy habilidosa, ¿no os parece? Y muy... dispuesta.
De eso no cabía duda. Se había colado en su habitación y despojado de la ropa tan deprisa que Jaime pensó que aún estaba soñando.
No se empezó a excitar hasta que la mujer no estuvo debajo de las mantas, le cogió la mano buena y se la puso sobre el pecho. Además, era muy atractiva.
—Yo era apenas una niña cuando acudisteis al torneo de Lord Whent y el rey os puso la capa —confesó—. Qué guapo estabais, todo de blanco, y la gente decía lo valiente que erais, caballero. A veces, cuando estoy con un hombre, cierro los ojos para imaginarme que a quien tengo encima es a vos, con la piel tan suave y los rizos dorados. Pero jamás pensé que os tendría de verdad.