Traficantes de dinero (4 page)

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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
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Mientras esperaban junto a la puerta de la cámara para que abriera el reloj minutero, Tottenhoe dijo sombríamente:

—Corren rumores de que míster Rosselli se está muriendo. ¿Es verdad?

—Mucho me lo temo —y le contó brevemente la reunión del día anterior.

La noche anterior, en su casa, Edwina apenas había pensado en otra cosa, pero esta mañana estaba decidida a concentrarse en los asuntos del banco. Era lo que Ben habría deseado.

Tottenhoe murmuró algo desalentador, que ella no entendió.

Edwina miró el reloj: 8,40. Unos segundos después un débil clic en la maciza puerta de acero cromado anunció que el reloj minutero nocturno, puesto antes que el banco se cerrara la noche antes, se había apagado por sí mismo. Ahora las cerraduras de combinación de la cámara podían ser usadas. Hasta ese momento no hubiera podido hacerse.

Usando otro timbre oculto, Edwina señaló a la habitación de Seguridad Central que la cámara estaba a punto de ser abierta —una apertura normal, no bajo presión.

De pie al lado de la puerta, Edwina y Tottenhoe giraron combinaciones separadas. Uno no sabía el juego de combinación del otro; de este modo ninguno podía abrir la cámara a solas.

Un funcionario ayudante del contador, Miles Eastin, había llegado ya. Era un hombre joven, hermoso, bien parecido e invariablemente alegre —en agradable contraste con la segura tristeza de Tottenhoe. Edwina simpatizaba con Eastin. Con él estaba un contador antiguo de la cámara del tesoro que supervisaba la transferencia del dinero, cuando entraba y salía de la cámara, durante el resto del día. Sólo en dinero al contado, cerca de un millón de dólares en billetes y monedas, iban a estar bajo su control en las próximas seis horas de operación.

Los cheques que pasaban por la gran sucursal del banco durante el mismo período representaban otros veinte millones.

Cuando Edwina retrocedió, el antiguo contador y Miles Eastin abrieron juntos la enorme puerta de la cámara, hecha con ingeniería de precisión. Iba a permanecer abierta hasta esa noche, cuando se cerraran los negocios.

—Acabo de recibir un mensaje telefónico —informó Eastin el funcionario de operaciones—. Faltan hoy dos nuevos cajeros.

La expresión de melancolía de Tottenhoe se acrecentó.

—¿Es la gripe? —preguntó Edwina.

Una epidemia castigaba la ciudad en los últimos diez días, dejando al banco sin empleados, especialmente entre los cajeros.

Tottenhoe se quejó.

—Si yo pudiera cogerla podría irme a casa, acostarme y dejar a otro para que se ocupe de los pagos… —se volvió hacia Edwina.

—¿Insiste en que abramos hoy?

—Creo que es lo que se espera de nosotros.

—Entonces vaciaremos una o dos sillas de otros funcionarios. Usted es el primer elegido —dijo a Miles Eastin— así que saque una caja y prepárese a enfrentarse con el público. ¿Recuerda cómo se cuenta?

—Hasta veinte —dijo Eastin—. Siempre que pueda trabajar sin medias.

Edwina sonrió. No le inspiraba temores el joven Eastin: todo lo que tocaba lo hacía bien. Cuando Tottenhoe se jubilara el año siguiente seguramente Miles Eastin iba a ser escogido por ella como contador principal.

Él le devolvió la sonrisa.

—No se preocupe, mistress D'Orsey. Aunque de fuera, no soy malo en esto. Además, anoche jugué a la pelota y me las arreglé para mantener el tanteo.

—¿Pero ganó?

—¿Cuando mantuve el tanteo? ¡Claro!

Edwina estaba enterada, lógicamente, del otro
hobby
de Eastin, que había resultado útil al banco: el estudio y coleccionamiento de billetes y monedas. Era Miles Eastin quien daba charlas de orientación a los nuevos empleados de la sucursal, y le gustaba revolver preciosidades históricas, como el hecho de que el papel moneda y la inflación habían sido inventados en China. El primer caso recordado de inflación, explicaba, tuvo lugar en el siglo XIII, cuando el emperador mongol Kublai Kan no pudo pagar a sus soldados en monedas, y, por esto, usó un trozo de madera impreso para producir moneda militar. Desgraciadamente se imprimió tanto, que pronto la moneda perdió valor. «Alguna gente —añadía el joven Eastin— cree que el dólar se está mogolizando en este momento.» Debido a sus estudios, Eastin se había convertido también en experto permanente en dinero falsificado, y los billetes dudosos que aparecían eran sometidos a su opinión.

Los tres —Edwina, Eastin, Tottenhoe— subieron las escaleras desde el sótano del tesoro hasta la planta baja.

Bolsas de lona conteniendo dinero eran descargadas afuera desde un camión blindado, y el dinero iba escoltado por dos guardias armados.

El dinero al contado en grandes cantidades siempre llegaba temprano por la mañana, y había sido transferido todavía más temprano desde la Federal Reserve hasta la cámara central del tesoro del First Mercantile American. Desde allí era distribuido en las sucursales del sistema del FMA. Los motivos para que la distribución se hiciera en el mismo día eran simples. El exceso de dinero en efectivo en las cámaras no producía, por supuesto, ganancias; también había peligro de pérdidas o robos.

El ideal, para cualquier gerente de sucursal, era no quedarse nunca sin dinero en efectivo, pero tampoco tener demasiado.

Una gran sucursal de banco, como la central del FMA, mantenía un flotante en efectivo de medio millón de dólares. El dinero que llegaba ahora —otro cuarto de millón— era la diferencia requerida en un día normal de banco.

Tottenhoe gruñó a los guardias que entregaban el dinero:

—Espero que nos hayan traído dinero más limpio del que hemos recibido últimamente.

—Ya les he hablado a los tipos de la Caja Central sobre su protesta, míster Tottenhoe —dijo un guardia. Era joven, con largo pelo oscuro que desbordaba su gorra y su cuello de uniforme. Edwina miró hacia abajo, preguntándose si llevaba zapatos. Los llevaba.

—Dicen también que usted ha telefoneado —añadió el guardia—. Por mí, yo tomaría dinero, limpio o sucio.

—Desgraciadamente —contestó el contador— algunos de nuestros clientes no son de su opinión.

Los billetes nuevos, recién llegados de la oficina de impresión y grabados por intermedio de la Federal Reserve, eran ávidamente disputados en los bancos. Un número sorprendente de clientes, denominados «los que van y vienen» rechazaban los billetes sucios y pedían que les dieran nuevos o, por lo menos, algunos bastante limpios, que los banqueros llamaban «apropiados». Por suerte había otros a quienes la cosa no les importaba y los cajeros tenían instrucciones de pasar la moneda sucia cuando pudieran, conservando los billetes frescos, crujientes, para quienes los solicitaran.

—Oiga, hay una gran cantidad de dinero falso de primera calidad. Tal vez podamos darle un paquete… —el segundo guardia guiñó el ojo a su compañero.

Edwina le dijo:

—Para eso no necesitamos su ayuda. Ya hemos recibido de esos billetes falsos en cantidad.

No hacía más de una semana que el banco había descubierto casi mil dólares en billetes falsos —dinero depositado, aunque la fuente era desconocida. Era más que probable que hubiera llegado a través de distintos depositantes, algunos que habían sido defraudados y pasaban su pérdida al banco; otros que no tenían idea que los billetes fueran falsos, cosa no sorprendente, ya que la calidad era notablemente elevada.

Agentes del Servicio Secreto de los Estados Unidos, que habían discutido el problema con Edwina y Miles Eastin, estaban francamente preocupados.

—Los billetes falsos que tenemos delante nunca han sido tan buenos, y nunca ha habido tantos en circulación —reconoció uno—. Un cálculo restringido era que treinta millones de dólares falsos se habían producido el año anterior. Y muchos más no han sido descubiertos.

Inglaterra y Canadá eran las principales fuentes de moneda falsa de los Estados Unidos. Los agentes también informaron que una increíble cantidad circulaba en Europa.

—No se descubre allí tan fácilmente, de manera que prevenga a los amigos que vayan a Europa para que nunca acepten billetes norteamericanos. Hay muchas posibilidades de que no valgan nada.

El primer guardia armado echó las bolsas sobre sus hombros.

—A no preocuparse, amigos. ¡Éstos son buenos de verdad, con el lomito verde! ¡Todo parte del servicio!

Ambos guardias bajaron las escaleras en dirección a la cámara del tesoro.

Edwina se dirigió a su escritorio en la plataforma. En todo el banco la actividad crecía. Las puertas principales estaban abiertas, los primeros clientes se precipitaban.

La plataforma donde, por tradición, trabajaban los funcionarios mayores, estaba un poco por encima del nivel de la planta baja y tenía una alfombra roja. El escritorio de Edwina, el mayor y más importante, estaba flanqueado por dos banderas: detrás de ella y a la derecha, la bandera de franjas y estrellas, la insignia de los Estados Unidos y, a la izquierda, la bandera de la ciudad. Algunas veces, allí sentada, se sentía como ante la televisión, lista para hacer algún anuncio solemne, mientras la enfocaban las cámaras.

La gran sucursal del centro era moderna. Reconstruida hacía uno o dos años, cuando se erigieron los colaterales de la Torre principal, la estructura había sido diseñada expertamente y se había gastado en ella una fortuna. El resultado, donde predominaban el rojo y la caoba, con un adecuado toque de oro, era una combinación de comodidad para el cliente, excelentes condiciones de trabajo y simple opulencia.

A veces, como la misma Edwina reconocía, la opulencia parecía tener sentido.

Al sentarse, su alta y esbelta figura se deslizó familiarmente en el sillón giratorio de respaldo elevado, y se alisó el corto pelo, innecesariamente, ya que, como de costumbre, estaba impecablemente peinada.

Edwina buscó un grupo de carpetas que contenían pedidos de préstamos por cantidades mayores de las que otros funcionarios en la sucursal tenían derecho a autorizar.

Su autorización para prestar dinero se extendía a un millón de dólares en cualquier caso personal, siempre que estuvieran de acuerdo dos funcionarios de la sucursal. Invariablemente lo estaban. Las cantidades mayores eran trasladadas a la unidad de política de créditos en la Oficina Central.

En el First Mercantile American, como en cualquier sistema bancario, un símbolo del status reconocido era la cantidad del préstamo que un funcionario del banco tenía poder para sancionar. También determinaba la situación del funcionario o la funcionaria en el polo «tótem» de la organización, y se hablaba de esto como de «la calidad de la inicial» porque la inicial de un individuo suponía la aprobación final en cualquier propuesta de préstamo.

Como gerente, la calidad de la inicial de Edwina era desusadamente alta, aunque reflejaba su responsabilidad al dirigir la importante sucursal del centro del FMA. El gerente de una sucursal menor podía aprobar préstamos desde diez mil hasta medio millón de dólares, y esto dependía de la habilidad y antigüedad del gerente. Edwina siempre se sentía divertida de que la calidad de una inicial apoyara un sistema de castas, con gente que se pavoneaba y tenía privilegios. En la unidad de créditos de la Casa Central, un inspector ayudante de préstamos, cuya autoridad estaba limitada a unos meros cincuenta mil dólares, trabajaba ante un escritorio poco importante, junto con otros en una gran oficina abierta. Venía después, en el orden, un inspector de préstamos cuya inicial valía por un cuarto de millón de dólares y que disponía de un escritorio más grande y de un cubículo con paneles de vidrio.

Una oficina sencilla, con puerta y ventana, era el recinto de un supervisor ayudante de préstamos, cuya inicial valía más, hasta medio millón de dólares. Este funcionario disponía de un amplio escritorio, de un cuadro al óleo en la pared y del memorándum impreso con su nombre; recibía además un ejemplar gratis del «Wall Street Journal» y un lustrado de zapatos complementario todas las mañanas. Compartía una secretaria con otro supervisor ayudante.

Finalmente un funcionario vicepresidente de préstamos, cuya inicial valía un millón de dólares, trabajaba en una oficina en un rincón, con
dos
ventanas,
dos
cuadros al óleo, y una secretaria para él solo. El nombre estaba
grabado
en el memorándum. También disfrutaba de una limpieza gratis de zapatos y del periódico, además de revistas y diarios, del uso de un coche de la compañía cuando los negocios lo requerían y tenía acceso al comedor de los funcionarios principales para almorzar.

Edwina disfrutaba de casi todas las atribuciones de los importantes. Pero nunca había utilizado la limpieza de zapatos.

Esa mañana estudió dos pedidos de préstamos, aprobó uno y puso con lápiz algunos interrogantes en el otro. Un tercer pedido la interrumpió de golpe.

Sorprendida, y consciente de una rara coincidencia tras la experiencia de ayer, leyó otra vez completamente el informe.

El funcionario de préstamos que había preparado el informe contestó el zumbido del teléfono interno de Edwina.

—Habla Castleman.

—Cliff, venga, por favor.

—En seguida —el funcionario de préstamos, a la distancia de sólo una docena de escritorios, miró directamente a Edwina—. Y me parece que adivino para qué me necesita.

Unos momentos después, sentado junto a ella, contemplaba la carpeta abierta.

—No me equivocaba. Tenemos algunos chiflados, ¿verdad?

Cliff Castleman era pequeño, preciso, con una redonda carita rosada y una sonrisa suave. Los que pedían préstamos simpatizaban con él, porque sabía escuchar, y era comprensivo. Pero también era un maduro funcionario en la rama de préstamos, con un juicio certero.

—Esperaba —dijo Edwina— que este pedido fuera una especie de broma de locos, aunque sea una broma siniestra.

—«Cadavérica» sería más apropiado, mistress D'Orsey. Y, aunque todo el asunto parezca loco, le aseguro que es real —Castleman hizo un gesto hacia la carpeta—. He incluido todos los hechos porque sé que usted quiere conocerlos. Evidentemente usted ha leído el informe. Y mi recomendación.

—¿Seriamente considera usted que se preste tanto dinero con
ese
propósito?

—He sido mortalmente serio —el funcionario de préstamos se detuvo bruscamente—. Perdón. No he querido hacer chistes funerarios. Pero creí que usted iba a aprobar el préstamo.

Todo estaba allí, en la carpeta. Un vendedor de productos de farmacia de cuarenta y tres años, llamado Gosburne, con un empleo local, pedía un préstamo de veinticinco mil dólares. Estaba casado —un primer matrimonio que duraba desde hacía diecisiete años, y los Gosburne eran propietarios de su casa en los suburbios, gravada por una pequeña hipoteca. Tenían una cuenta conjunta en el FMA desde hacía ocho años… sin problemas. Un primer préstamo, aunque más pequeño, había sido pagado. El informe de los empleados de Gosburne y otros detalles financieros eran buenos.

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