Eventualmente el robo de tarjetas de crédito enviadas por correo se redujo, pero ya entonces los criminales habían recurrido a otras tretas, más ingeniosas. La falsificación era una de ellas. Las primeras tarjetas falsas eran toscas y fácilmente reconocibles, pero la calidad había seguido mejorando —como había demostrado Wainwright— y se necesitaba ser un experto para descubrir la diferencia.
En cuanto se inventaba alguna medida de seguridad para las tarjetas la habilidad criminal la esquivaba o atacaba algún otro punto vulnerable. Como ejemplo, un nuevo tipo de tarjeta de crédito ahora en el mercado llevaba una foto «mezclada» del propietario. Para los ojos ordinarios la foto era una mancha indistinguible, pero, colocada bajo una máquina adecuada, podía verse claramente y el propietario de la tarjeta podía ser identificado. Por el momento el plan parecía prometedor, pero a Alex no le cabía duda que el crimen organizado iba a encontrar pronto la manera de duplicar las fotos mezcladas.
Periódicamente se realizaban detenciones y condenas de personas que usaban tarjetas falsas o robadas, pero representaban una pequeña porción del tráfico total. El problema principal, en lo que a los bancos se refería, era la carencia de investigadores y de personal represivo. Simplemente no eran bastantes.
Alex dejó de pasearse.
—En estas últimas falsificaciones —preguntó— ¿es posible que haya una especie de «círculo» detrás?
—No sólo es posible, es una certeza. Para que el producto final sea tan bueno, debe haber una organización. Y hay dinero detrás, máquinas, especialistas para hacer las cosas, un sistema de distribución. Además, hay otras cosas que lo indican.
—¿Por ejemplo?
—Como usted sabe —dijo Wainwright— estoy en contacto con las agencias legales. Recientemente ha habido un gran aumento en todo el Midwest de dinero falsificado, cheques de viajero, tarjetas de crédito… otras tarjetas además de las nuestras. También hay mucho más tráfico que de costumbre en los valores robados y falsificados, en los cheques forjados y robados.
—¿Y usted cree que todo eso y nuestras pérdidas por las tarjetas clave fraguadas, tienen relación?
—Digamos que es probable.
—¿Y qué hace para remediar esto el Departamento de Seguridad?
—Hacemos todo lo que podemos. Cada tarjeta clave que falta o se pierde está controlada y, cuando es posible, se busca su origen. Las tarjetas recobradas y los juicios por fraude han aumentado todos los meses de este año; las cifras están en los informes. Pero algo como esto requiere una investigación en gran escala, y no tengo ni personal ni presupuesto para hacerla.
Alex Vandervoort sonrió tristemente.
—Creo que lo del presupuesto puede arreglarse.
Presintió lo que venía después. Sabía los problemas bajo los que trabajaba Nolan Wainwright.
Wainwright, como vicepresidente del First Mercantile American, estaba encargado de todo lo referente a la seguridad en la Torre Principal y en las sucursales. La sección de tarjetas de crédito era sólo una de sus responsabilidades. En años recientes el status de Seguridad dentro del banco había avanzado, los fondos para operaciones habían aumentado, aunque la cantidad otorgada seguía siendo inadecuada. Todos los que estaban en la dirección lo sabían. Pero, como la Seguridad no daba ganancias, su posición en la lista de prioridades para fondos adicionales era baja.
—Supongo que tiene usted propuestas y cifras. Usted siempre las tiene, Nolan.
Wainwright sacó una agenda de cuero, que había traído consigo.
—Todo está aquí. Lo más urgente son dos investigadores más, para trabajar permanentemente en la sección de tarjetas de crédito. También necesito fondos para un agente encubierto, cuya tarea será localizar la fuente de las tarjetas falsificadas, y también descubrir dónde se produce la merma dentro del banco.
Vandervoort lo miró sorprendido.
—¿Cree usted poder conseguir a alguien?
Esta vez Wainwright sonrió.
—Bueno, no se puede empezar poniendo un aviso en la columna de empleos vacantes. Pero estoy dispuesto a intentarlo.
—Examinaré con cuidado lo que usted sugiere y haré todo lo que pueda. Es todo lo que puedo prometerle. ¿Puedo quedarme con estas tarjetas?
El jefe de Seguridad asintió.
—¿Alguna otra cosa?
—Sólo esto: no creo que ninguno aquí, incluido usted, Alex, tome muy en serio el problema de las tarjetas de crédito falsas. Bien, nos felicitamos de haber mantenido las pérdidas en tres cuartos del uno por ciento del total de los negocios, pero los negocios han crecido enormemente, y el porcentaje ha permanecido quieto, incluso ha aumentado. Según entiendo, el volumen de tarjetas clave de crédito para el año próximo será, según se espera, de tres mil millones de dólares.
—Eso esperamos.
—Entonces… con el mismo porcentaje… las pérdidas por fraude serán de más de veintidós millones.
Vandervoort dijo secamente:
—Es preferible hablar de porcentajes. De ese modo no parece tanto, y los directores no se alarmarán.
—Me parece bastante cínico.
—Sí, eso creo.
Y sin embargo, razonó Alex, era una actitud que los bancos, todos los bancos, tomaban. Aceptaban, deliberadamente, el crimen en las tarjetas de crédito, y también las pérdidas, a costa de hacer negocios. Si cualquier otro departamento del banco mostraba una pérdida de siete millones y medio de dólares en un año, el escándalo estallaba en la Dirección. Pero, en lo referente a las tarjetas de crédito, «tres cuartos del uno por ciento» en la criminalidad era aceptado, o convenientemente ignorado. Las alternativas —una lucha de frente contra el crimen— serían mucho más costosas. Podía decirse, naturalmente, que la actitud de los banqueros era indefendible, porque al fin eran los clientes —los dueños de las tarjetas de crédito— los que pagaban el fraude con aumento de los costos. Pero, desde el punto de vista financiero, la actitud era consecuente para los negocios.
—Hay veces —dijo Alex— en las que el sistema de tarjetas de crédito se me atraganta, o por lo menos, en parte. Pero vivo dentro de los límites de lo que creo poder realizar en cuanto a un cambio, y sé lo que no puedo hacer. Lo mismo ocurre con las prioridades del presupuesto.
Tocó la agenda de cuero que Wainwright había puesto en el escritorio.
—Déjeme intentarlo. Ya he prometido hacer lo que pueda.
—Si no tengo noticias iré a golpear a su escritorio.
Alex Vandervoort se fue, pero Nolan Wainwright fue demorado por un mensaje. Pedían al jefe de Seguridad que se pusiera en contacto con mistress D'Orsey, gerente de la sucursal principal, inmediatamente.
—He hablado con el FBI —informó Nolan Wainwright a Edwina D'Orsey—. Enviarán mañana dos agentes especiales.
—¿Por qué no hoy?
Él hizo una mueca.
—No tenemos el cuerpo del delito; ni siquiera ha habido tiroteo. Además, tienen sus problemas. Carecen de personal.
—¿Acaso no nos pasa a todos lo mismo?
—Entonces, ¿puedo dejar que los empleados vuelvan a sus casas? —preguntó Miles Eastin.
Wainwright contestó:
—Todos menos la muchacha. Quiero hablar otra vez con ella.
Empezaba a anochecer y hacía dos horas que Wainwright había respondido a la convocatoria de Edwina y se había encargado de la investigación por la pérdida de caja. Entretanto había recorrido el mismo camino recorrido antes por los funcionarios de la sucursal, interrogando a la pagadora, Juanita Núñez, Edwina D'Orsey, al contador Tottenhoe y al joven Miles Eastin, contador ayudante.
También había hablado con otros cajeros, que trabajaban cerca de la muchacha Núñez.
No queriendo llamar la atención en la plataforma, Wainwright había elegido una sala de conferencias en la parte trasera del banco. Estaba allí ahora con Edwina D'Orsey y Miles Eastin.
Nada nuevo había surgido, fuera de la presunción de robo; por lo tanto, de acuerdo con la ley federal, había que llamar al FBI. La ley, en tales ocasiones, no siempre se aplicaba estrictamente, como Wainwright sabía muy bien. El First Mercantile American y otros bancos, con frecuencia calificaban los robos de dinero como «desapariciones misteriosas» y, de este modo, tales incidentes podían manejarse internamente, evitando los juicios legales y la publicidad. De este modo si algún empleado del banco era sospechoso de robo, era únicamente despedido, ostensiblemente por algún otro motivo. Y como los culpables no estaban inclinados a hablar, un sorprendente número de robos quedaba en secreto, incluso dentro del mismo banco.
Pero la pérdida presente —suponiendo que fuera un robo— era demasiado grande y flagrante para que pudiera quedar oculta.
Tampoco era buena idea aguardar, esperando nuevas informaciones. Wainwright sabía que el FBI iba a enojarse si lo llamaban varios días después del hecho, para investigar en una huella fría. Hasta que llegaran los agentes del FBI, él iba a hacer todo lo que pudiera hacer.
Cuando Edwina y Miles Eastin dejaron la pequeña oficina, el ayudante contador dijo, para cooperar:
—Mandaré a mistress Núñez.
Un momento después la figura pequeña, delgada de Juanita Núñez apareció en la puerta de la oficina.
—Adelante —dijo Nolan Wainwright, y ordenó—: Cierre la puerta. Siéntese.
Su tono era oficial y directo. El instinto le decía que una amistad fingida no iba a engañar a la muchacha.
—Quiero oír de nuevo toda la historia. Vayamos paso a paso.
Juanita Núñez parecía enfurruñada y desafiante, como había estado antes, aunque ahora había en ella huellas de fatiga. Con un súbito relámpago de ira, objetó sin embargo:
—Por tres veces he hecho esto. Lo he dicho todo.
—Tal vez haya olvidado algo las tres veces.
—No he olvidado nada.
—Entonces esta vez será la cuarta y, cuando llegue el FBI será la quinta, y tal vez haya una sexta —siguió mirándola a los ojos y mantuvo la autoridad en la voz, pero no la levantó. Si yo fuera un funcionario policial, pensó Wainwright, tendría que prevenirle de cuáles son sus derechos. Pero no lo era, y no iba a hacerlo. A veces en una situación como ésta, las fuerzas de Seguridad privadas tenían ventajas de las que no disponía la policía.
—Ya sé lo que piensa —dijo la muchacha—. Usted cree que voy a decir algo diferente, para poder probar que estoy mintiendo.
—¿Y
está
mintiendo?
—No.
—¿Entonces por qué se preocupa?
La voz de ella tembló.
—Porque estoy cansada. Quisiera irme.
—Yo también quisiera. Y si no fuera porque faltan seis mil dólares… que usted reconoce haber tenido antes en su poder… terminaría hoy el trabajo y me iría a casa. Pero el dinero
falta
y queremos encontrarlo. Por eso debe contarme otra vez lo que pasó esta tarde… cuando vio por primera vez que algo andaba mal.
—Es como le he dicho… sucedió veinte minutos después del almuerzo.
Él leyó el desprecio en los ojos de ella. Más temprano, al empezar a interrogarla, había sentido que la actitud de la muchacha era más dócil hacia él que hacia los otros. Sin duda porque él era negro y ella era portorriqueña y, por esto, suponía que podían ser aliados o, quizá que él sería más blando. Pero ella no sabía que, cuando se trataba de una investigación, él era ciego para los colores. Tampoco le importaban los problemas personales que la muchacha pudiera tener. Edwina D'Orsey los había mencionado, pero ninguna circunstancia personal, ante los ojos de Wainwright, justificaba jamás el robo o la deshonestidad.
Naturalmente, la muchacha Núñez no se había equivocado al pensar que él quería cogerla en alguna variante de la historia. Y podía suceder, pese a su obvia precaución. Se había quejado de estar cansada. Como investigador experimentado, Wainwright sabía que la gente culpable cuando estaba cansada, solía cometer errores en el interrogatorio, un pequeño error primero, después otro y otro, hasta quedar atrapados en una red de mentiras e inconsistencias.
Preguntándose si esto iba a pasar ahora, apremió.
Pasaron tres cuartos de hora en los cuales la versión de los hechos dada por Juanita Núñez siguió siendo idéntica a la que había dado antes. Aunque quedó desilusionado por no haber descubierto nada nuevo, Wainwright no se impresionó abiertamente con la coherencia de la muchacha. Su origen policial le hizo comprender que tal exactitud sólo podía tener dos interpretaciones: o bien ella decía la verdad, o bien había ensayado tan cuidadosamente el relato que lo repetía a la perfección. Lo último parecía más probable, porque la gente inocente generalmente cometía alguna leve variación entre uno y otro relato. Era un síntoma que los detectives habían aprendido a buscar.
Al fin Wainwright dijo:
—Bien, por ahora esto es todo. Mañana haremos la prueba con un detector de mentiras. El banco se ocupará de arreglarlo.
Lo dijo casualmente, aunque esperaba una reacción. Pero no había esperado que fuera tan brusca y feroz.
La carita morena de la muchacha se puso colorada. Se irguió en la silla.
—No lo haré. No acepto esa prueba.
—¿Por qué no?
—Porque es un insulto.
—No es un insulto. Mucha gente se somete a esa prueba. Si usted es inocente la máquina lo probará.
—No confío en esa máquina. Ni en usted. ¡
Basta con mi palabra
!
Él ignoró el castellano, sospechando que podía ser insultante.
—No tiene usted motivo para no confiar en mí. Lo único que me importa es conocer la verdad.
—¡Ya ha oído la verdad! ¡Y no la reconoce! Usted, igual que los otros, cree que yo he cogido el dinero. Es inútil decirle que no lo he hecho.
Wainwright se puso de pie y abrió la puerta del pequeño despacho para hacer pasar a la muchacha.
—Entre hoy y mañana —aconsejó— le sugiero que reconsidere su actitud acerca de la prueba. Si rehúsa hacerla, las cosas se presentarán mal para usted.
Ella le miró directamente a la cara.
—No estoy obligada a someterme a esa prueba, ¿verdad?
—No.
—Entonces no lo haré.
Se alejó del despacho con pasitos breves y cortos. Un momento después, sin prisa, Wainwright la siguió.
En la zona de trabajo del banco, aunque algunas personas estaban todavía ante sus escritorios, la mayoría de los empleados se había ido, y las luces de arriba eran menos intensas. Afuera la oscuridad había descendido sobre el crudo día de otoño.