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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (11 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Fue durante todo ese tiempo —la idea le avergonzaba ahora— cuando sugirió que se divorciaran. Celia había parecido trastornada y él había dejado caer la sugerencia, esperando que las cosas mejoraran, pero no mejoraron.

Sólo al fin, cuando se le ocurrió casualmente que Celia podía necesitar un psiquiatra, y cuando lo había buscado, se reveló la verdad de la enfermedad. Por un momento la angustia y la preocupación reavivaron su amor. Pero, para entonces, era demasiado tarde.

A veces reflexionaba: tal vez siempre había sido tarde. Quizá ni una mayor bondad, ni la comprensión hubieran servido. Pero nunca iba a saberlo. Nunca podría albergar la convicción de haber hecho todo lo posible y, a causa de esto, nunca podría librarse de la culpa que le perseguía.

—Todo el mundo parece pensar sólo en el dinero… en gastarlo, pedir prestado, prestarlo a su vez, aunque me parece que no es tan raro y que los bancos están para eso. Con todo, ayer pasó algo triste. Ben Rosselli, nuestro presidente, nos dijo que se está muriendo. Convocó a una reunión y…

Alex prosiguió describiendo la escena en la sala del Directorio y las reacciones posteriores. Después se interrumpió de golpe.

Celia había empezado a temblar. Su cuerpo se bamboleaba a un lado y a otro. Un lamento, casi un gemido, escapó de ella.

¿Acaso la mención del banco le había hecho daño…?
El banco, al que había consagrado sus energías, ampliando el abismo entre ellos. Entonces había sido otro banco, el Federal Reserve, pero, para Celia, todos los bancos eran iguales
. ¿O acaso era su referencia a la muerte de Ben Rosselli?

Ben Rosselli iba a morir pronto.
¿Cuántos años faltarían para que muriera Celia? Muchos, quizás
.

Alex pensó: fácilmente podía sobrevivirlo, seguir viviendo así.

¡
Parecía un animal
!

Su piedad se evaporó. La rabia se apoderó de él; la impaciencia furiosa que había echado a perder su matrimonio.

—¡Por el amor de Dios, Celia, domínate!

Los temblores y los gemidos continuaron.

La odiaba. Ya no era un ser humano y, sin embargo, seguía siendo el estorbo para que él pudiera llevar una vida plena
.

Poniéndose de pie, Alex apretó salvajemente un timbre en la pared, pidiendo ayuda. En el mismo movimiento dio una zancada hacia la puerta para irse.

Y se volvió a mirar. A Celia, su mujer, a la que antes había amado, a lo que se había convertido; al abismo entre ellos, que nunca podría zanjarse. Se detuvo y lloró.

Lloró por piedad, tristeza, culpa; y apaciguándose su ira momentánea, el odio se desvaneció.

Volvió al diván y, poniéndose de rodillas ante ella, suplicó:

—Celia, perdóname, oh, por Dios, perdóname…

Sintió una mano que se apoyaba suavemente en su hombro, oyó la voz de la enfermera.

—Míster Vandervoort, creo que es mejor que se vaya.

—¿Agua o soda, Alex?

—Soda.

El doctor McCartney sacó una botella de una pequeña nevera en su sala de consultas y usó un destapador para abrirla. La vertió en un vaso que ya contenía una generosa cantidad de whisky, y añadió hielo. Llevó el vaso a Alex, después sirvió el resto de la soda, sin whisky, para él.

Para ser un hombre tan grande —Tim McCartney tenía un metro ochenta y cinco, el pecho y los hombros de un jugador de rugby, y unas manos enormes— sus movimientos eran notablemente hábiles. Aunque el director era joven, a mitad de la treintena, calculaba Alex, su voz y sus maneras parecían de una persona de más edad, y su pelo castaño peinado hacia atrás empezaba a ponerse gris en las sienes. Probablemente debido a muchas sesiones como esta, pensó Alex. Sorbió agradecido el whisky.

El cuarto de paneles estaba suavemente iluminado, los tonos de color eran más apagados que en los corredores y otras habitaciones. Estanterías de libros y cremalleras para diarios llenaban la pared, donde se destacaban las obras de Freud, Adler, Jung y Rogers.

Alex estaba todavía trastornado como resultado de su encuentro con Celia y, sin embargo, de alguna manera, el horror de haberla visto en esa forma parecía irreal.

El doctor McCartney volvió a la silla junto a su escritorio y la hizo girar para ponerse de cara al sofá donde Alex estaba sentado.

—Primero debo decirle que el diagnóstico general de su mujer sigue siendo el mismo… esquizofrenia de tipo catatónico. Recordará que hemos discutido ya el caso.

—Recuerdo toda la palabrería, así es.

—Procuraré ahorrársela ahora.

Alex hizo girar el hielo en su vaso y bebió de nuevo; el whisky le animó.

—Hábleme de la actual condición de Celia.

—Le resultará difícil aceptarlo, pero su mujer, pese a lo que parece, es relativamente feliz.

—Sí —dijo Alex—, me resulta difícil creerlo.

El psiquiatra insistió con paciencia:

—La felicidad es relativa para todos nosotros. Lo que Celia tiene es una seguridad de cierto tipo, una total ausencia de responsabilidad o de la necesidad de relacionarse con otros. Puede sumergirse en sí misma en la medida que quiera, o necesite. La postura física que ha estado tomando últimamente, y que usted ha visto, es la clásica posición fetal. La consuela asumirla aunque, para su bien físico, procuramos disuadirla de que lo haga, cuando podemos.

—Que se consuele o no —dijo Alex— la verdad es que, después de haber tenido durante cuatro años el mejor tratamiento posible, la condición de mí mujer sigue empeorando —miró directamente al otro— ¿Tengo o no tengo razón?

—Desgraciadamente la tiene.

—¿Hay alguna posibilidad razonable de que se cure, alguna vez, para que pueda llevar una vida normal… o casi normal?

—En la medicina siempre hay posibilidades.

—He dicho una
posibilidad razonable

El doctor McCartney suspiró y movió la cabeza.

—No.

—Gracias por una respuesta tan directa… —Alex hizo una pausa, después prosiguió—: Tal como lo entiendo Celia se ha vuelto… creo que la palabra es «institucionalizada». Se ha apartado de la raza humana. Ni conoce ni le importa nada fuera de sí misma.

—Tiene razón en eso de que está «institucionalizada» —dijo el psiquiatra— pero se equivoca en cuanto al resto. Su mujer no se ha alienado del todo, por lo menos por el momento. Todavía se da un poco cuenta de lo que pasa a su alrededor. También sabe que tiene un marido, y hemos hablado de usted. Pero cree que usted es perfectamente capaz de arreglárselas sin ayuda de ella.

—Entonces: ¿no se preocupa por mí?

—En general, no.

—¿Qué sentiría si supiera que su marido se ha divorciado y se ha vuelto a casar?

El doctor McCarthey vaciló, después dijo:

—Representaría un derrumbamiento total del escaso contacto exterior que todavía conserva. Puede llevarla al borde de un estado totalmente demente.

En el silencio que siguió Alex se inclinó hacia adelante, cubriéndose la cara con las manos. Después las retiró. Levantó la cabeza. Con una huella de angustia, dijo:

—Si pide una respuesta directa, se la daré.

El psiquiatra asintió, con expresión grave.

—Le hago un elogio, Alex, al suponer que habla usted en serio. No sería tan sincero con otra persona. También, debo añadir, puedo estar equivocado.

—Tim:
¿qué recurso me queda?

—¿Es retórica o una pregunta?

—Es una pregunta. Puede anotarla en mi cuenta.

—No habrá cuenta esta noche —el joven médico sonrió brevemente, después meditó—. Me ha preguntado:
¿qué recurso le queda a un hombre en una circunstancia como la suya?
Bueno, primero debe hacer todo lo que pueda… como usted lo ha hecho. Después debe tomar decisiones basadas en lo que considera justo y mejor para todos, incluso para sí mismo. Pero, para decidirse, debe recordar dos cosas: una es que, si es un hombre decente, sus propios sentimientos de culpa estarán probablemente exagerados a causa de una conciencia bien desarrollada, que tiene la costumbre de castigarse a sí misma más de lo que es necesario. La otra es que pocas personas pueden llegar a la santidad; la mayoría de nosotros no ha nacido equipado para ello.

Alex preguntó:

—¿No quiere ir más lejos? ¿No quiere ser más explícito?

El doctor McCartney movió la cabeza.

—La decisión sólo usted puede tomarla. Tras dar unos pasos, los dos debemos marchar solos.

El psiquiatra miró su reloj y se levantó de la silla. Unos momentos después se dieron la mano y se desearon las buenas noches.

Fuera del Remedial Center la
limousine
y el chófer de Alex —el motor del coche estaba en marcha, el interior era caliente y cómodo— esperaban.

Capítulo
10

—No cabe duda —declaró Margot Bracken— que todo es una colección de sucias argucias y malditas mentiras.

Miraba, con los codos hacia afuera, las manos en su delgada cintura, la cabeza pequeña y resuelta echada hacia atrás. Era provocativa físicamente, pensó Alex Vandervoort, «una pequeña preciosidad», con agradables rasgos agudos, un mentón saliente y agresivo, labios delgados, aunque la boca fuera totalmente sensual. Los ojos de Margot eran su mejor rasgo: eran grandes, verdes, moteados de oro, con pestañas largas y tupidas. En ese momento los ojos llameaban. Su rabia y su decisión lo conmovieron sensualmente.

El motivo de la censura de Margot eran las pruebas de anuncios para las tarjetas claves de crédito, que Alex había traído a casa desde el FMA, y que estaban extendidas ahora sobre la alfombra de la sala del apartamento. La presencia y la vitalidad de Margot eran también un contraste necesario para lo que Alex había soportado hacia unas horas.

Le dijo:

—Se me ocurre, Bracken, que no te gusta el tema de los anuncios.

—¿Que no me gustan? ¡
Los desprecio
!

—¿Por qué?

Ella echó hacia atrás su largo pelo castaño en un gesto familiar aunque inconsciente. Hacía una hora Margot había tirado lejos los zapatos y ahora estaba, en toda su estatura de un metro cincuenta y ocho, calzada sólo con medias.

—Está bien, mira eso… —señaló el anuncio que decía: ¿PARA QUE ESPERAR? HOY PUEDE PAGARSE EL SUEÑO DE MAÑANA… No es más que una indecente porquería… una agresiva, intensa manera de vender deudas… hecha para atrapar a los incautos. El sueño de mañana, para todos, será sin duda costoso. Por eso es un sueño. Y
nadie
puede pagárselo a menos que tenga ahora el dinero… o la certeza de tenerlo rápidamente.

—¿No te parece que es la gente quien debe decidir eso por sí misma?

—¡No!… No la gente en la que vais a influir con una propaganda pervertida, la gente en la que tratáis de influir. Es la gente no sofisticada, esa que se convence fácilmente, los que creen que es verdad lo que ven impreso. Yo sé. Tengo muchos clientes como esos en mi trabajo de abogado. En el trabajo que no cobro.

—Tal vez no sea ésa la clase de gente que tiene nuestras tarjetas clave.

—¡Caramba, Alex, sabes que no dices la verdad! La gente más increíble tiene ahora tarjetas de crédito, porque vosotros la habéis empujado a ello. Lo único que no habéis hecho es distribuir tarjetas en las esquinas, y no me sorprendería que empezarais pronto.

Alex hizo una mueca. Disfrutaba de aquellos debates con Margot, y atizaba el fuego.

—Le diré a nuestra gente que piense el asunto, Bracken.

—Lo que me gustaría que pensara la gente es en ese tímido dieciocho por ciento de interés que cobran todas las tarjetas de crédito bancario.

—Ya hemos discutido eso.

—Sí, ya lo sé. Y nunca me has dado una explicación satisfactoria.

Él replicó con agudeza:

—Tal vez no has escuchado… —que la discusión fuera divertida o no, Margot sabía cómo metérsele bajo la piel. A veces las discusiones terminaban en peleas.

—Te he dicho que las tarjetas de crédito son mercancía de consumo empaquetada, que ofrecen un amplio margen de servicios —insistió Alex con vehemencia—. Si sumas atentamente todos esos servicios, nuestro promedio de interés no te parecerá sin duda demasiado excesivo.

—¡Al diablo si es excesivo para quien tiene que pagarlo!

—Nadie
tiene
que pagar. Porque nadie
tiene
que pedir prestado.

—Te oigo. No necesitas gritar.

—Bien.

Tomó aliento, decidido a que la discusión no se le escapara de las manos. Además, al discutir con Margot algunos puntos de vista sobre economía, política y demás, aunque las ideas de ella estaban fuera de centro, él descubría que su propio pensamiento era ayudado por la rectitud de ella y su nítida mente de abogado. El trabajo de Margot también le proporcionaba contactos de los que él carecía directamente… entre los pobres y no privilegiados de la ciudad, para quienes realizaba ella la mayoría de sus trabajos legales.

Preguntó:

—¿Otro coñac?

Ella contestó:

—Sí, por favor.

Era cerca de medianoche. Un fuego de leña, que había ardido poco antes, se consumía ahora en brasas en la chimenea del cómodo cuarto del pequeño y suntuoso apartamento de soltero.

Hacía una hora y media habían comido ahí, tarde, unas viandas servidas por un restaurante de la planta baja del edificio. Un Burdeos excelente —elegido por Alex, un
Château Gruaud Larose '66
— había acompañado la comida.

Fuera de la zona en la que habían sido desplegados los anuncios de las tarjetas de crédito, las luces del apartamento estaban bajas.

Cuando volvió a llenar las copas de coñac, Alex reanudó la discusión.

—Cuando la gente paga al recibir la cuenta de las tarjetas de crédito
no
se les cobra interés.

—Quieres decir si pagan todo de una vez.

—Así es.

—Pero ¿cuántos lo hacen? La mayoría de los usuarios de las tarjetas de crédito paga ese «balance mínimo» conveniente, que se muestra en los informes, ¿no?

—Muchos pagan ese mínimo, es verdad.

—Y los demás les queda como deuda… que es lo que realmente vosotros, los banqueros, queréis que suceda. ¿Es verdad o no?

Alex concedió:

—Sí, es verdad. Pero los bancos tienen que obtener beneficios de alguna manera.

—A veces me paso las noches en vela —dijo Margot— preocupada con la idea de que los bancos no ganan lo suficiente.

Él rió y ella siguió, seriamente:

—Oye, Alex, millares de personas que no deberían tenerlas están apilando deudas a largo plazo por el uso de las tarjetas de crédito. A veces es para pagar trivialidades… cosas de almacén, discos, juegos de porcelana, libros, comidas, otras cosas menores; en parte lo hacen por desconocimiento y, en parte, porque el crédito en pequeñas cantidades es ridículamente fácil de obtener. Y esas pequeñas cantidades, que deberían pagarse al contado, se suman y estropean las deudas, cargando a la gente imprudente durante años y años.

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