Cuando Miles empezó a hablar, el más profundo instinto de Juanita había sido de desconfianza. A medida que él hablaba, no toda la desconfianza desapareció; la vida la había engañado y golpeado con demasiada frecuencia para que pudiera creer totalmente en algo. Sin embargo, su razón la inclinaba a aceptar lo que Miles decía como algo genuino, y un sentimiento de piedad la invadió.
Empezó a comparar a Miles con Carlos, su marido ausente. Carlos había sido débil; y también Miles. Pero, en cierto modo, la decisión de Miles de verla y enfrentarse con ella, arrepentido, le daban una fuerza y una virilidad que Carlos nunca había tenido.
Bruscamente vio el humor de toda la situación: los hombres en su vida —por uno u otro motivo— eran imperfectos y fugaces. También eran perdedores, como ella. Estuvo a punto de reír pero decidió no hacerlo. Miles nunca hubiera entendido.
Él preguntó ansioso:
—Juanita, quiero pedirle una cosa: ¿me perdona?
Ella le miró.
—Y si lo hace… ¿quiere decírmelo?
La risa silenciosa murió en ella; sus ojos se llenaron de lágrimas. Podía entender
eso
. Había nacido católica y, aunque hoy en día raras veces se preocupaba por la iglesia, conocía el solaz de la confesión y la absolución. Se puso de pie.
—Miles —dijo Juanita—; póngase de pie. Míreme.
Obedeció y ella dijo, con suavidad:
—
Ha sufrido bastante
. Sí, lo perdono.
Los músculos de la cara de él se contrajeron y se torcieron. Y ella tuvo que sostenerlo mientras lloraba.
Cuando Miles se repuso y nuevamente estuvieron sentados, Juanita habló prácticamente:
—¿Dónde va a pasar la noche?
—No lo sé. Encontraré algún sitio.
Ella lo pensó, y dijo:
—Puede quedarse aquí, si quiere —y, al ver la sorpresa de él, añadió, rápida—. Por esta noche puede dormir en este cuarto. Yo estaré en el dormitorio, con Estela. Nuestra puerta quedará cerrada —no quería malentendidos.
—Si de verdad no le molesta —dijo él— me gustaría quedarme. Y no tiene por qué preocuparse.
No le dijo el verdadero motivo por el que no debía preocuparse: que había dentro de él otros problemas… psicológicos y sexuales… que todavía no había enfrentado. Todo lo que Miles sabía por el momento era que, debido a repetidos actos homosexuales entre él y Karl, su protector en la cárcel, su deseo por las mujeres se había evaporado. Se preguntaba si volvería a ser un hombre, sexualmente, otra vez.
Poco después, cuando el cansancio les agotó a los dos, Juanita fue a reunirse con Estela.
Por la mañana, tras la puerta cerrada, oyó a Miles desde temprano. Media hora después, cuando ella salió del cuarto él ya se había ido.
Había una nota sobre la mesa de la salita:
«Juanita:
De todo corazón, gracias.
Miles.»
Mientras preparaba el desayuno para ella y Estela, le sorprendió lamentar que Miles hubiera partido.
En los cuatro meses y medio desde la aprobación de su plan de expansión de ahorros y de nuevas sucursales por la Dirección del FMA, Alex Vandervoort se había movido rápidamente. Se habían realizado casi diariamente sesiones de progreso y planeamiento entre el personal del banco y consultantes y contratistas del exterior. El trabajo proseguía por las noches, en los fines de semana y durante las vacaciones, aguijoneado por la insistencia de Alex de que el programa estuviera en marcha antes del fin del verano y a todo vuelo para mediados de otoño.
La reorganización de los ahorros fue más fácil de realizar en aquel tiempo. La mayoría de lo que Alex quería hacer —incluso el lanzamiento de cuatro nuevos tipos de cuentas de ahorros, con intereses incrementados y tomando en cuenta diversas necesidades— había sido objeto de tempranos estudios iniciados por él. Bastaba con trasladar las cosas a la realidad.
Las zonas que iban a ser cubiertas implicaban un fuerte programa de publicidad para atraer a nuevos depositantes y esto —conflicto de intereses o no— era proporcionado por la agencia Austin con velocidad y competencia. El tema de la campaña de ahorros era:
EN EL FIRST MERCANTILE AMERICAN
LE PAGAMOS PARA QUE SEA AHORRATIVO.
A principios de agosto, anuncios a doble página en los diarios proclamaban las virtudes de ahorrar en el FMA. También mostraban la situación de ochenta sucursales del banco donde se ofrecían regalos, café «y un consejo financiero amistoso» para cualquiera que abriera una nueva cuenta. El valor del regalo dependía de la cuantía del depósito inicial, junto con el acuerdo de no disponer de él durante un tiempo determinado. Anuncios rápidos en la televisión y la radio martilleaban en los hogares una campaña similar.
En cuanto a las nueve sucursales nuevas —«nuestras tiendas de dinero» como las llamaba Alex— dos se habían abierto en la última semana de julio, otras tres en los primeros días de agosto, y las cuatro restantes iban a estar abiertas antes de septiembre. Como todas estaban en locales alquilados, lo que suponía conversión en lugar de construcción, había sido posible obrar con rapidez.
Eran las tiendas de dinero —nombre que atrapó pronto a la gente— las que atrajeron el máximo de atención desde el principio. También provocaron una publicidad mucho mayor de la que Alex Vandervoort, el Departamento de Relaciones Públicas del Banco o la Agencia de Publicidad Austin habían previsto. Como portavoz de todo esto —elevándose a la cima como un cometa ascendente— estaba Alex.
Que no había intentado que las cosas fueran de esa manera. Simplemente habían sucedido.
Una periodista del matutino «Times Register», designada para escribir sobre la apertura de las nuevas sucursales, se sumergió en el depósito del periódico en busca de antecedentes, y descubrió la tenue conexión de Alex con la «toma del banco» en favor del Forum East en el mes de febrero. Una discusión con el editor provocó la idea de que Alex era buen material para un extenso artículo. La cosa demostró ser cierta.
«Cuando piensen ustedes en un banquero moderno —escribió la periodista— no piensen en solemnes y cautelosos funcionarios, en tradicionales trajes azul oscuro cruzados, que fruncen los labios y dicen: "No." Piensen en Alexander Vandervoort.
Vandervoort, que es un importante ejecutivo en nuestro First Mercantile American, no parece en modo alguno un banquero. Sus trajes provienen de la sección de modas de
Esquire
, sus modales son sencillos y, cuando se trata de préstamos, especialmente préstamos menores, está autorizado —con leves excepciones— a decir: «Sí.» Pero también cree en el ahorro y dice que la mayoría de nosotros no somos tan sabios, en lo que a dinero se refiere, como nuestros padres y nuestros abuelos.Otro rasgo de Alexander Vandervoort es que es un líder de la moderna tecnología bancaria, y algo de esa técnica ha llegado a nuestros suburbios justamente esta semana.
Lo más moderno en bancos está representado por sucursales que no tienen la apariencia de bancos, cosa bastante apropiada, porque Vandervoort (que, como hemos dicho, no parece un banquero) es la fuerza local que las impulsa.
Quien esto escribe ha hecho esta semana un recorrido con Alexander Vandervoort para echar una ojeada a lo que él llama "banco para consumidores del futuro, que está ya aquí".»
El jefe de relaciones públicas del banco, Dick French, había arreglado la entrevista. La periodista era una mujer de mediana edad, una rubia de pelo caído de nombre Jill Peacock, en modo alguno ganadora de premios Pulitzer, pero la historia le había interesado y se portó amistosamente.
Alex y miss Peacock visitaron juntos una de las nuevas sucursales, situada en una plaza suburbana. Era casi del mismo tamaño que un almacén cercano, brillantemente iluminada y agradablemente diseñada. El mobiliario principal consistía en dos cajas automáticas de acero inoxidable
Docutel
que los clientes manejaban ellos mismos, y un circuito cerrado de televisión sobre una consola, en una casilla. Las cajas automáticas, explicó Alex, estaban enlazadas directamente a computadoras en la Casa Central del FMA.
—Hoy en día —prosiguió él— el público está condicionado para esperar servicios, motivo por el cual hay una demanda para que los bancos permanezcan más tiempo abiertos, y a horas más convenientes. Tiendas de dinero como éstas deben estar abiertas las veinticuatro horas del día, en una semana de siete días.
—¿Con personal todo ese tiempo? —preguntó miss Peacock.
—No. Durante el día tendremos un empleado para que conteste las preguntas. El resto del tiempo no habrá aquí nadie, fuera de los clientes.
—¿No tiene miedo de los robos?
Alex sonrió.
—Las dos cajas están construidas como fortalezas, con todos los sistemas de alarma conocidos. Y los aparatos de televisión uno en cada tienda de dinero— están conectados con un centro de control de la ciudad. Nuestro problema inmediato no es la seguridad… es lograr que los clientes se adapten a las nuevas ideas.
—Parece —dijo miss Peacock— que algunos ya se han adaptado.
Aunque era temprano, las 9,30, el pequeño banco ya tenía una docena de personas y otras estaban llegando. Casi todas eran mujeres.
—Los estudios que hemos hecho —explicó Alex— demuestran que las mujeres aceptan con más rapidez los cambios en el comercio, y probablemente por esto las tiendas minoristas siempre han innovado. Los hombres son más lentos, pero al final las mujeres logran convencerles.
Se habían formado unas pequeñas colas ante las cajas automáticas, pero prácticamente no había demora. Las transacciones se completaban rápidamente después que cada cliente introducía una tarjeta plástica de identificación y apretaba una sencilla línea de botones. Algunos depositaban dinero al contado o en cheques, otros retiraban dinero. Uno o dos habían venido a pagar tarjetas de banco o cuentas de utilidades. Sea cual fuera el propósito, la máquina se tragaba papel y dinero al contado, o los vertía con la velocidad del rayo.
Miss Peacock señaló las cajas automáticas.
—¿La gente ha aprendido a usarlas con más rapidez o más lentamente de lo que usted esperaba?
—Mucho, mucho más rápido. Hay que hacer un esfuerzo para convencer a la gente de que use las máquinas la primera vez. Pero, una vez que lo ha hecho, queda fascinada y se enamora de ellas.
—Uno siempre oye decir que los seres humanos prefieren tratar con seres humanos y no con máquinas. ¿Por qué es distinto en los bancos?
—Los estudios que le he mencionado demuestran que se debe al secreto del trato.
«Aquí realmente
hay
secreto —reconoció Jill Peacock en su artículo de la edición dominical— y no es como con esos cajeros que parecen el monstruo de Frankenstein.Sentada en una casilla, en la misma tienda de dinero, frente a una combinación de cámara y pantalla de televisión, abrí una cuenta y negocié un préstamo.
Otras veces, al pedir dinero a un banco, me he sentido avergonzada. Esta vez no ha sido así, porque la cara que tenía ante mí en la pantalla era impersonal. El dueño de ella… un hombre sin cuerpo, de nombre desconocido, estaba a millas de distancia.»
—A diecisiete millas para ser exacto —dijo Alex—. El funcionario del banco con quien usted habló está en la sala de control de nuestra Torre Central. Desde allí él, y otros, pueden ponerse en contacto con cualquier sucursal equipada con un circuito cerrado de TV.
Miss Peacock meditó.
—¿A qué velocidad están cambiando los bancos?
—Tecnológicamente nos desarrollamos a más velocidad que los inventos aeroespaciales. Lo que usted ha visto aquí es el desarrollo más importante desde la introducción de las cuentas con cheques y, dentro de diez años o menos, la mayoría de las transacciones bancarias se harán de este modo.
—Pero habrá siempre
algunos
cajeros humanos…
—Por un tiempo, pero la raza desaparecerá rápidamente. Muy pronto la noción de que un individuo cuente el dinero con la mano, y después lo entregue sobre el mostrador, parecerá antediluviana… tan pasado de moda como el antiguo almacenista que acostumbraba a pesar el azúcar, las judías y la manteca y después las ponía él mismo en bolsitas de papel.
—Es más bien triste —dijo miss Peacock.
—El progreso frecuentemente lo es.
«Luego pregunté a una docena de personas, al azar, si les gustaban las nuevas tiendas del dinero. Sin excepción todos fueron entusiastas.
A juzgar por la gran cantidad de gente que las usa, el punto de vista se ha extendido y su popularidad, según me ha informado Vandervoort, ayuda al impulso de los ahorros corrientes.»
El que las tiendas de dinero dieran impulso a los ahorros o viceversa, nunca quedó enteramente en claro. Lo que sí quedó en claro es que las metas de ahorro más optimistas del FMA fueron pronto alcanzadas y se sobrepasaron a una velocidad fenomenal. Parecía, como dijo Alex a Margot Bracken, que el estado de ánimo del público y el del First Mercantile American coincidían de manera mágica.
—Deja de darte aires y bebe tu zumo de naranja —dijo Margot. El domingo por la mañana era un placer en el apartamento de Margot. Todavía en pijama y bata, ella había estado leyendo, por primera vez, la serie de artículos de Jill Peacock en el «Times Register» dominical, mientras preparaba un desayuno de huevos a la benedictina.
Alex estaba radiante mientras comían. Margot leyó personalmente la historia del «Times Register» y concedió:
—No está mal —se inclinó y le besó—. Me alegro por ti.
—Es mejor propaganda que la que me hiciste últimamente, Bracken.
Ella dijo con alegría:
—Nunca se puede saber. La prensa da y la prensa quita. Tal vez mañana tú y tu banco seáis atacados.
Él suspiró.
—Sueles tener tantas veces razón…
Pero esta vez ella se había equivocado.
Una versión condensada de los artículos originales fue sindicada y usada por diarios de otras cuarenta ciudades. La AP, al percibir el amplio interés general, hizo su propio informe por el telégrafo nacional; y lo mismo hizo la UPI. El «Wall Street Journal» envió a un periodista redactor y pocos días después, aparecían en una primera columna de análisis de los bancos automatizados Alex Vandervoort y el First Mercantile American. Una filial de la NBC envió un equipo de televisión para entrevistar a Alex en una de las tiendas de dinero, y el
video-tape
fue pasado por la red de las noticias nocturnas de la National Broadcasting Corporation.