—Bueno —dijo Austin y, sin mirar a Alex se dirigió a otros miembros del consejo director—. Me limito a repetir que conozco bien a George Quartermain, y también a la Supranational. Como la mayoría de ustedes saben, yo fui responsable del encuentro entre Roscoe y el Gran George en las Bahamas, donde se arregló esta línea de crédito. Teniéndolo todo en cuenta repito que es un acuerdo excepcionalmente bueno para el banco.
Hubo un silencio momentáneo que quebró Philip Johannsen.
—¿No será acaso, Alex —preguntó el presidente de la Mid Continent Rubber— que está usted envidioso porque fue Roscoe y no usted el invitado a jugar un partido de golf en las Bahamas?
—No. El punto que señalo no tiene que ver con nada personal.
Alguien dijo, escéptico.
—La verdad es que no parece.
—¡Señores, señores! —Jerome Patterton golpeó agudamente con el martillo.
Alex ya se había esperado algo parecido. Manteniendo la frialdad, persistió:
—Repito que el préstamo es un compromiso demasiado grande con un solo cliente. Por otra parte, pretender que no es para un único solicitante es una tentativa artera para contravenir la ley, y todos los aquí presentes lo sabemos— lanzó una mirada provocativa alrededor de la mesa.
—Yo no lo sé —dijo Roscoe Heyward— y digo que su interpretación es torcida y basada en el error.
En ese momento era ya evidente que estaban en una sesión extraordinaria. Las reuniones de la Dirección generalmente eran asuntos de práctica corriente o, en el caso de algún leve desacuerdo, los directores intercambiaban comentarios corteses y caballerescos. Las discusiones agrias y ácidas eran prácticamente desconocidas.
Por primera vez habló Leonard L. Kingswood. Su voz era conciliadora.
—Alex, reconozco que hay alguna verdad en lo que usted dice, pero el hecho es que, lo que aquí se ha sugerido, se hace a cada momento entre los grandes bancos y las corporaciones amplias.
La intervención del presidente de la Northam Steel fue significativa. En la reunión de la Dirección, en diciembre, Kingswood había sido el jefe de la facción que quería el nombramiento de Alex como presidente del FMA. Ahora prosiguió:
—Francamente, si hay algo culpable en esa clase de financiación, mi propia compañía también es culpable.
Apenado, comprendiendo que iba a perder un amigo, Alex movió la cabeza.
—Lo lamento, Len. Pero sigo creyendo que la cosa es incorrecta, del mismo modo que creo que nos expondremos a una acusación de conflicto-de-intereses si Roscoe entra en la Dirección de la Supranational.
La boca de Leonard Kingswood se apretó. No dijo nada más.
Pero Philip Johannsen habló. Dijo con acritud a Alex:
—Si tras la última frase quiere hacernos creer que no hay nada personal en su oposición está loco.
Roscoe Heyward procuró ocultar una sonrisa, pero no lo logró.
La cara de Alex se puso sombría. Se preguntó si aquella sería la última reunión de la Dirección del FMA a que iba a asistir pero, fuera así o no, tenía que terminar con lo que había empezado. Ignorando el comentario de Johannsen, declaró:
—Como banqueros no hemos aprendido. En todas partes, en el Congreso, los consumidores, nuestros clientes, la prensa, nos acusan de perpetuar un conflicto-de-intereses por medio de trenzas de consejos directores. Si somos sinceros con nosotros mismos, deberemos reconocer que la mayoría de las acusaciones dan en el blanco. Todos los presentes saben cómo están ligadas entre sí las grandes compañías petroleras, cómo trabajan juntas en las directivas de los bancos, y éste es sólo un ejemplo. Sin embargo seguimos y seguimos con este tipo de intercambio:
Yo estoy en tu Directiva, tú estás en la mía
. Cuando Roscoe sea director de la Supranational, ¿qué intereses defenderá primero? ¿Los de la Supranational? ¿O los del First Mercantile American? Y aquí, en nuestra Dirección, ¿no es posible que favorezca a la SuNatCo en lugar de otras compañías, porque es allí director? Los accionistas tienen derecho a conocer la respuesta a estos interrogantes; y también los legisladores y el público. Lo que es más, si no damos pronto algunas respuestas convincentes, si no cesamos de actuar desde arriba como lo hacemos, todos los bancos tendrán que enfrentarse con duras leyes restrictivas. Y las merecemos.
—Si habla usted lógicamente —objetó Forrest Richardson— vendría a resultar que la mitad de los miembros de esta Dirección pueden ser acusados de conflicto de intereses.
—Precisamente. Y ha llegado el momento de que el banco enfrente la situación y termine con ella.
Richardson gruñó:
—Puede haber otras opiniones sobre el punto —su propia compañía de carne envasada, como todos sabían, era gran deudora del FMA, y Forrest Richardson había participado en reuniones de Dirección en las que se habían aprobado préstamos para su compañía.
Sin prestar atención a la creciente hostilidad, Alex clavó el dardo:
—Otros aspectos del préstamo a la Supranational también me inquietan. Para disponer del dinero tendremos que cortar los préstamos hipotecarios y los préstamos menores. En sólo esos dos puntos, el banco estará en falta como servicio público.
Jerome Patterton dijo, malhumorado:
—Se ha establecido claramente que esos cortes serán temporales.
—Sí —reconoció Alex—. Pero nadie sabe hasta cuándo se prolongará esa temporalidad, ni lo que pasará con los negocios y la buena voluntad que perderá el banco cuando la cosa se publique. Y está también la tercera zona de cortes, que todavía no hemos tocado… los bonos municipales… —abrió su portafolio y consultó una segunda hoja de notas—. En las próximas seis semanas serán licitadas once series de bonos del distrito, para escuelas. Si nuestro banco no participa, la mitad de esos bonos quedarán sin ser vendidos —la voz de Alex se agudizó—: ¿Es intención del banco prescindir,
tan pronto, después de la muerte de Ben Rosselli
, de una tradición que abarca varias generaciones de este nombre?
Por primera vez desde que se había iniciado la reunión los directores cambiaron miradas inquietas. La política impuesta desde hacía mucho tiempo por el fundador del banco, Giovanni Rosselli,
establecía
que el First Mercantile American fuera el primero en respaldar y vender bonos de las pequeñas municipalidades estatales. Sin esa ayuda del banco más poderoso del estado, tales bonos —nunca grandes, importantes o bien conocidos— pasarían de largo en el mercado, dejando en descubierto las necesidades financieras de las comunidades. La tradición había sido fielmente seguida por el hijo de Giovanni, Lorenzo, y por el nieto, Ben. El negocio no era especialmente beneficioso, aunque tampoco representaba una pérdida. Pero era un servicio público significativo, y también devolvía a las pequeñas comunidades algo del dinero que los ciudadanos depositaban en el FMA.
—Jerome —sugirió Leonard Kingswood—, me parece que debería usted revisar otra vez la situación.
Se oyeron murmullos de asentimiento.
Roscoe Heyward hizo una rápida intervención:
—Jerome… si me permite…
El presidente del banco asintió.
—En vista de lo que parece ser un sentimiento general de la Dirección— dijo Heyward con suavidad— estoy seguro de que podemos examinar el asunto de nuevo, y tal vez devolver parte de los fondos para bonos municipales sin estorbar ninguno de los acuerdos con la Supranational. Sugiero que la Dirección, expresando claramente sus sentimientos, deje que los detalles sean considerados por Jerome y por mí… señaladamente no incluyó a Alex.
Asentimientos y voces expresaron aprobación.
Alex objetó:
—Éste no es un compromiso total ni hace nada para establecer las hipotecas para viviendas y los préstamos menores.
Los otros directores guardaron un significativo silencio.
—Creo que hemos escuchado todos los puntos de vista —sugirió Jerome Patterton—. Tal vez convenga ahora votar la propuesta en su conjunto.
—No —dijo Alex—, todavía hay otro punto.
Patterton y Heyward cambiaron miradas de divertida resignación.
—Ya ye señalado que hay un conflicto de intereses —afirmó Alex sombríamente—. Ahora quiero prevenir a la Dirección sobre un conflicto aún mayor. Desde la negociación del préstamo de la Supranational, y hasta ayer por la tarde, nuestro departamento de depósitos ha comprado… —consultó sus notas— ciento veintitrés mil acciones de la Supranational. En ese tiempo, y siguiendo a las compras sustanciales hechas con el dinero depositado por nuestros clientes, el precio de la acción de la SuNatCo ha subido siete puntos y medio, cosa que estoy seguro es intencionada y ha sido puesta como condición…
Su voz fue ahogada por gritos de protesta de parte de Roscoe Heyward, Jerome Patterton y otros directores.
Heyward estaba otra vez de pie, con los ojos llameantes.
—¡Eso es una deliberada distorsión!
Alex replicó:
—La compra no es una distorsión.
—Pero
lo es
su interpretación. La SuNatCo es una excelente inversión para nuestras cuentas de depósitos.
—¿Por qué se ha vuelto
súbitamente
tan buena?
Patterton protestó con calor:
—Alex, las transacciones específicas del departamento de depósitos no están en discusión aquí.
Philip Johannsen interrumpió:
—Estoy de acuerdo.
Harold Austin y otros gritaron:
—¡Yo también!
—Que estén o no estén —persistió Alex— les prevengo que todo lo que está pasando puede estar en contravención con la Ley GlassSteagall de 1933, y que los directores pueden ser considerados responsables de…
Media docena de voces enojadas estallaron de nuevo. Alex comprendió que había tocado un nervio sensible. Aunque los miembros de la Dirección estaban enterados de que la clase de duplicidad que él describía se llevaba a cabo, preferían ignorarlo específicamente. El conocimiento involucraba compromiso y responsabilidad. Y no querían ninguna de las dos cosas.
Bueno, pensó Alex, les guste o no, ahora lo saben. Por encima de las otras voces continuó con firmeza:
—Prevengo a la Dirección que, si ratifica el préstamo a la Supranational con todas sus ramificaciones tendrá motivo para lamentarlo —se echó hacia atrás en la silla—. Eso es todo.
Cuando Jerome Patterton golpeó con el martillo, el tumulto se acalló.
Patterton, más pálido que antes, anunció:
—Si no hay mas discusiones procederemos a votar.
Unos momentos después las propuestas de la Supranational fueron aprobadas, y Alex Vandervoort fue el único miembro en disidencia.
La frialdad hacia Vandervoort se hizo evidente cuando los directores continuaron la reunión después del almuerzo. Normalmente bastaba una reunión de dos horas por la mañana para disponer de todos los asuntos. Pero hoy se habían concedido un tiempo extra.
Percibiendo el antagonismo de la Dirección, Alex sugirió durante el almuerzo a Jerome Patterton que su presentación fuera demorada hasta la reunión del mes siguiente. Pero Patterton le dijo brevemente:
—No hay nada que hacer. Los directores están malhumorados, es culpa suya, y tiene usted que arriesgarse.
Era una declaración extraordinariamente vigorosa para un hombre de modales tan suaves como Patterton, pero demostraba la marea de descontento que corría en contra de Alex. También sirvió para convencerle de que la próxima hora iba a ser un ejercicio de futilidad. Sus propuestas iban a ser seguramente rechazadas por mera perversidad, si no por otros motivos.
A medida que los directores se acomodaban, Philip Johannsen estableció el tono consultando marcadamente su reloj.
—Ya he tenido que cancelar una cita esta tarde —rezongó el jefe de la Mid Continent Rubber— y tengo otras cosas que hacer, de manera que abreviemos.
Varios otros asintieron con un gesto.
—Seré lo más breve posible, señores —prometió Alex cuando Jerome Patterton le otorgó formalmente la palabra—. Quiero sólo señalar cuatro puntos —los marcó con los dedos al hablar.
—Uno: nuestro banco pierde un negocio importante y beneficioso al no aprovechar mejor las oportunidades para que aumenten los ahorros. Dos: una expansión de los depósitos de ahorros aumentaría la estabilidad del banco. Tres: cuanto más nos demoremos, más difícil será ponernos a la par con nuestros competidores. Cuatro: hay margen para tomar la dirección… que ejercerán otros bancos… en un regreso a las costumbres de economía personal, nacional y corporada, descuidada por tanto tiempo.
Describió los métodos por los cuales el First Mercantile American podría ganar raspando a otros competidores: un alto interés en los ahorros, hasta el límite legal; términos más atractivos para depósitos entre uno y cinco años; facilidades de cheques para depositantes de ahorros, dentro de lo que lo permitiera la ley bancaria; regalos para los que abrieran nuevas cuentas; una campaña de publicidad masiva comprendiendo el programa de ahorros y las nuevas sucursales.
Para la presentación, Alex había dejado su asiento habitual para plantarse ante la cabecera de la mesa. Patterton había movido su silla a un lado. Alex también había traído al principal economista del banco, Tom Straughan, que había preparado informes colocados sobre caballetes para que los vieran los miembros de la Dirección.
Roscoe Heyward se había adelantado en su asiento y escuchaba, con un rostro sin expresión.
Cuando Alex hizo una pausa, Floyd LeBerre aprovechó para intervenir:
—Tengo que hacer una observación inmediata.
Patterton, que había recobrado su acostumbrada cortesía, preguntó:
—¿Quiere usted que se hagan preguntas de paso, Alex, o prefiere dejarlas para el final?
—Escucharé ahora a Floyd.
—No es una pregunta —dijo el presidente de la General Cable, sin sonreír—. Es una cuestión primordial. Estoy en contra de la expansión de los ahorros porque, si lo hacemos, será como abrirse las tripas. Ahora mismo tenemos grandes depósitos de bancos corresponsales…
—Dieciocho millones de dólares de las instituciones de ahorro y préstamo —dijo Alex. Había esperado la objeción de LeBerre y era válida. Pocos bancos existían solos; la mayoría tenía vínculos financieros con otros y el First Mercantile American no era una excepción. Varias instituciones de ahorro y préstamo locales tenían grandes depósitos en el FMA, y el miedo a que esas sumas fueran retiradas había disuadido otras propuestas de actividades de ahorros en el pasado.