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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (43 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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—Ya lo habíamos identificado por las impresiones digitales. No eran de las más claras, pero bastaron —el detective sacó una libreta y la abrió—. Su verdadero nombre, si es que puede creerse, era Clarence Hugo Levinson. Había usado varios nombres, y tiene numerosos antecedentes, en su mayoría cosas menores.

—El artículo del diario dice que murió como consecuencia de unas puñaladas, no por haberse ahogado.

—Es lo que mostró la autopsia. Antes fue torturado.

—¿Cómo lo sabe?

—Tenía los testículos aplastados. El informe del patólogo dice que deben haber sido puestos en alguna especie de aparato que los apretó hasta reventarlos. ¿Quiere verlos?

Sin esperar que le respondiera, el empleado retiró el resto de la hoja de papel.

Pese al encogimiento de los genitales por inmersión, la autopsia había expuesto bastante como para mostrar la verdad de la afirmación de Timberwell. Wainwright tragó saliva.

—¡Por Cristo! —Se volvió hacia el viejo—. ¡Tápelo!

Después urgió a Timberwell:

—Salgamos de aquí.

Mientras bebía un fuerte café negro en un pequeño restaurante a media manzana del depósito, el sargento detective Timberwell hablaba solo:

—¡Pobre bestia! Haya hecho lo que haya hecho, no merecía eso —sacó un cigarrillo, lo encendió y tendió el paquete. Wainwright movió la cabeza—. Adivino lo que usted siente —dijo Timberwell—. Uno se endurece ante estas cosas. Pero hay algunas que hacen pensar.

—Sí —Wainwright recordaba su propia responsabilidad por lo que le había pasado a Clarence Hugo Levinson, alias Vic.

—Necesito una declaración suya, míster Wainwright. Un resumen de las cosas que me ha dicho acerca de su acuerdo con el muerto. Si usted no se opone quisiera que fuéramos al destacamento cuando terminemos aquí.

—Conforme.

El policía lanzó un círculo de humo y sorbió su café.

—¿Qué cantidad hay de tarjetas de crédito falsificadas… en estos momentos?

—Se usan más y más. A veces, algunos días, son como una epidemia. Los bancos como el nuestro perdemos con ellas mucho dinero.

Timberwell dijo escéptico:

—Querrá usted decir que cuestan dinero al público. Los bancos como el de ustedes pasan por alto esas pérdidas. Por eso a la gente de arriba no le importa tanto como debiera importarle.

—No puedo discutir eso con usted —Wainwright recordó sus propios e inútiles argumentos pidiendo mayor presupuesto para combatir los crímenes relacionados con el banco.

—¿Es buena la calidad de las tarjetas?

—Excelente.

El detective rumió.

—Es exactamente lo que el Servicio Secreto nos ha dicho sobre el dinero falsificado que circula en la ciudad. Hay mucha cantidad. Supongo que lo sabe.

—Sí, lo sé.

—Entonces tal vez el pobre tipo tenía razón al suponer que ambas cosas provienen de la misma fuente.

Ninguno de los dos hombres habló, después el detective dijo bruscamente:

—Quiero prevenirle de algo. Tal vez usted ya haya pensado en ello.

Wainwright esperó.

—Cuando lo torturaron, ante quien fuera, él habló. Usted ya lo ha visto. No podía dejar de hacerlo. Por lo tanto puede usted imaginar que lo ha contado todo, incluso el trato que había hecho con usted.

—Sí, he pensado en eso.

Timberwell asintió.

—No creo que esté usted personalmente en peligro, pero, para la gente que mató a Levinson, usted es veneno. Si cualquiera de los que
ellos
tratan, respira el mismo aire que usted, el tipo puede darse por muerto… de mala manera.

Wainwright estaba a punto de hablar, cuando el otro lo hizo callar.

—No estoy sugiriendo que no mande otro espía encubierto. Es asunto suyo y no me interesa saberlo… al menos por ahora. Pero le digo esto: si lo hace, tenga más que cuidado, y no se meta usted en el asunto. Es lo menos que le debe a ese pobre tipo.

—Gracias por el aviso —dijo Wainwright. Seguía pensando en el cuerpo de Vic, tal como lo había visto, cuando levantaron el papel—. Pero dudo mucho que vuelva a haber otro tipo.

TERCERA PARTE
Capítulo
1

Aunque la cosa continuaba siendo difícil con su salario de 98 dólares semanales como cajera del banco (83 dólares deducidos los descuentos), de alguna manera Juanita se las arreglaba, semana tras semana, para vivir junto con Estela y pagar la guardería de la niña. Incluso —a mediados de agosto— había reducido un poco la deuda con la compañía financiera que Carlos, su marido, le había echado encima antes de abandonarla. La firma financiera, como correspondía, había vuelto a redactar el contrato, reduciendo los pagos mensuales, aunque ahora los habían extendido —con intereses mayores— hacia un futuro de tres años.

En el banco, aunque Juanita era tratada con consideración luego de las falsas acusaciones contra ella, en octubre pasado, y aunque los miembros del personal hacían todo lo posible por ser cordiales, ella no había establecido amistades íntimas. La intimidad no era fácil para ella. Tenía una natural desconfianza hacia la gente, en parte heredada, en parte condicionada por la experiencia. El centro de su vida, el apogeo hacia el que progresaba en cada día de trabajo, eran las horas nocturnas que pasaban juntas ella y Estela.

Ahora estaban juntas.

En la cocina del diminuto pero cómodo apartamento del Forum East, Juanita preparaba la comida, ayudada —y a veces molestada— por su niñita de tres años. Ambas habían estado amasando y dando forma a una mezcla para hacer bizcochos, Juanita con el propósito de usarla en un pastel de carne, y Estela manoseando un trozo de la masa con los deditos, según le indicaba la imaginación.

—¡Mamá, mira! ¡He hecho un castillo mágico!

Juntas rieron.

—¡
Qué precioso, mi cielo
! —dijo Juanita con cariño—. Pondremos el castillo en el horno junto con el pastel. Entonces los dos se volverán mágicos.

Para rellenar el pastel, Juanita había usado carne guisada con cebollas, una patata, zanahorias frescas y una lata de judías verdes. Los vegetales aumentaban el volumen de la escasa cantidad de carne, que era todo lo que Juanita podía permitirse. Era instintivamente una cocinera imaginativa, y el pastel iba a ser sabroso y nutritivo.

Llevaba ya veinte minutos en el horno, y todavía faltaban otros diez para que estuviera listo, y Juanita leía a Estela una traducción al castellano de Hans Andersen, cuando llamaron a la puerta del apartamento. Juanita dejó de leer y escuchó, dudosa.

Los visitantes eran raros a esa hora; era muy desusado que alguien la fuera a ver tan tarde. Tras unos momentos volvieron a llamar. Algo nerviosa, haciendo un gesto a Estela para que se quedara donde estaba, Juanita se levantó y se dirigió con lentitud a la puerta.

Su apartamento era único en el entrepiso, en lo alto de lo que una vez había sido una única vivienda que hacía tiempo había sido dividida en apartamentos que se alquilaban. Los promotores del Forum East habían mantenido las divisiones del edificio, aunque modernizadas y reparadas. Pero aquello no impedía que el Forum East estuviera situado en una zona notoria por el elevado promedio de criminalidad, especialmente ataques y asaltos. Por eso, aunque los bloques de apartamentos estaban muy poblados, por la noche la mayoría de los ocupantes cerraban las puertas con cerrojos y se encerraba dentro. Había una robusta puerta exterior, útil como protección, en la planta baja del edificio que ocupaba Juanita, aunque otros inquilinos la dejaban abierta con frecuencia.

Inmediatamente fuera del apartamento de Juanita había un estrecho rellano, en lo alto de unas escaleras. Con la oreja apretada contra la puerta, ella preguntó:

—¿Quién es? —No hubo respuesta, pero nuevamente el golpe, suave pero insistente, volvió a repetirse.

Juanita se aseguró de que la cadena de protección interna estuviera en su lugar, después quitó los cerrojos y abrió la puerta unos centímetros… lo que permitía la cadena.

En el primer momento, en la luz confusa, no pudo ver nada, después se perfiló una cara y una voz preguntó:

—Juanita, ¿puedo hablar con usted? ¡Tengo que hacerlo, por favor! ¿Me deja pasar?

Ella quedó atónita. Miles Eastin. Pero ni la voz ni la cara eran las del Miles Eastin que ella había conocido. La cara que ahora podía ver mejor era pálida, consumida; la voz insegura y suplicante.

Se detuvo un momento a pensar:

—Creí que estaba preso.

—He salido. Hoy… —se corrigió en seguida—. En libertad condicional.

—¿Para qué ha venido aquí?

—Recordé su dirección.

Ella movió la cabeza, sin quitar la cadena de la puerta.

—No es eso lo que le he preguntado. ¿Por qué ha venido a
verme
?

—Porque lo único en lo que he pensado estos meses, todo el tiempo que estuve dentro, fue en verla, hablarle, explicarle…

—No hay nada que explicar.

—¡
Lo hay
! Juanita, se lo ruego. No me eche. Por favor.

Detrás de ella la clara voz de Estela preguntó:

—Mamá, ¿quién es?

—Juanita —dijo Miles Eastin—, no tiene por qué tenerme miedo… ni por usted ni por su hijita. No llevo nada encima como no sea esto… —mostró una pequeña maleta usada—. Nada más que las cosas que me devolvieron cuando salí.

—Bueno… —Juanita vaciló. Pese a sus temores, la curiosidad era fuerte. ¿Por qué
quería
verla Miles Eastin? Preguntándose si iba a arrepentirse, cerró un poco la puerta y retiró la cadena.

—Gracias —él avanzó tímidamente, como si todavía temiera que Juanita cambiara de idea.

—Hola —dijo Estela—, ¿eres amigo de mamá?

Por un momento Eastin pareció desconcertado, después contestó:

—No siempre lo he sido. Desearía que hubiese sido así.

La chiquita de pelo oscuro le miró.

—¿Cómo te llamas?

—Miles.

Estela rió.

—Eres flaquito.

—Sí, ya lo sé.

Ahora que podía verle claramente, Juanita quedó aún más sorprendida del cambio en Miles. En los ocho meses que no le veía había perdido tanto peso que tenía las mejillas hundidas, el cuello y el cuerpo eran huesudos. Su arrugado traje pendía flojo, como hecho para un individuo del doble de su talla. Parecía cansado y débil.

—¿Puedo sentarme?

—Sí —Juanita indicó un sillón de mimbre, pero ella siguió de pie, mirándolo. Dijo, acusando de manera ilógica—. No le han dado bien de comer en la cárcel.

Él movió la cabeza y, por primera vez, sonrió levemente.

—No se vive allí exactamente como un
gourmet
. ¿Se nota?


Sí, me doy cuenta
. Se nota.

Estela preguntó:

—¿Te quedas a cenar? Mamá ha hecho un pastel.

Él vaciló.

—No.

Juanita preguntó súbitamente.

—¿Ha comido hoy?

—Esta mañana. Tomé algo en la estación de autobuses —el aroma del pastel casi hecho, salía de la cocina. Instintivamente Miles volvió hacia allí la cabeza.

—Entonces puede acompañarnos —empezó a poner otro cubierto en la mesita donde comían ella y Estela. El gesto fue natural. En cualquier hogar de Puerto Rico, incluso en el más pobre, la tradición requiere compartir la comida que se tenga.

Mientras cenaban, Estela charlaba y Miles contestaba a sus preguntas: algo de la primera tensión empezaba evidentemente a dejarlo. Varias veces miró alrededor, el apartamento, agradable y sencillamente amueblado. Juanita tenía sentido para crear un ambiente hogareño. Le gustaba coser y decorar. En la modesta salita había un viejo sofá usado que ella había enfundado con algodón de brillantes colores rojos, blancos y amarillos. El sillón de mimbre en el que se había sentado Miles en el primer momento era uno de los dos que compró en una liquidación y repintó de un rojo intenso. Para las ventanas usaba unas cortinas de gruesa tela de arpillera amarilla, poco costosa. Un cuadro primitivo y varios
posters
de viajes adornaban las paredes.

Juanita escuchaba la charla de los otros dos, pero casi no hablaba, y dentro de sí misma seguía llena de dudas y desconfianza. ¿Por qué había venido Miles? ¿Acaso iba a provocarle tantas dificultades como antes? La experiencia le prevenía de que esto era probable. Sin embargo, por el momento, parecía desarmado… evidentemente débil físicamente, un poco asustado, quizá derrotado. Juanita tuvo la sabiduría práctica de reconocer esos síntomas.

Pero no sentía enemistad hacia él. Aunque Miles había querido echarle la culpa del robo del dinero que él había escamoteado, el tiempo había convertido aquella traición en algo remoto. Incluso originalmente, cuando él quedó en descubierto, el principal sentimiento de ella había sido de alivio, no de odio. Ahora lo único que Juanita quería, para ella y para Estela, era que las dejaran en paz.

Miles Eastin suspiró al apartar su plato. No había dejado nada.

—Gracias. Es la mejor comida que he probado en mucho tiempo.

Juanita preguntó:

—¿Qué va a hacer ahora?

—No sé. Mañana empezaré a buscar trabajo —aspiró profundamente y pareció a punto de decir algo más, pero ella le hizo señas de que esperara.

—¡
Estelita, vamos, amorato
! ¡A acostarse!

Poco después, lavada, con el pelo cepillado y llevando un pijama rosado, Estela vino a despedirse. Sus grandes ojos líquidos miraron con gravedad a Miles.

—Papá se fue. ¿Tú te vas también?

—Sí, muy pronto.

—Eso me parecía —y tendió la cara para que la besara.

Después de acostar a Estela, Juanita salió del único dormitorio del apartamento y cerró la puerta tras ella. Se sentó frente a Miles, con las manos cruzadas sobre el regazo.

—Bueno, ahora puede hablar.

Él vaciló, se mojó los labios. Ahora que había llegado el momento estaba indeciso, no encontraba las palabras. Después dijo:

—Todo este tiempo desde que fui… desde que me cogieron… he deseado pedirle perdón. Perdón por todo lo que hice, pero, principalmente, por lo que le hice a usted. Estoy avergonzado. En cierto modo no sé cómo sucedió. Otras veces creo saberlo.

Juanita se encogió de hombros.

—Lo pasado, pasado. ¿Qué importa ahora?

—Importa para mí. Por favor, Juanita, deje que le cuente lo demás, cómo fueron las cosas.

Y entonces, como un torrente incontenible, brotaron las palabras.

Habló del despertar de su conciencia, de sus remordimientos, de la locura del juego el año anterior y de las deudas, y de cómo estaba poseído por una fiebre que distorsionaba los valores morales y la percepción. Al recordarlo, dijo a Juanita, era como si otra persona hubiera poseído su mente y su cuerpo. Proclamó su culpabilidad al robar en el banco. Pero, lo peor de todo, confesó, era lo que le había hecho a ella, o lo que le había procurado hacer. La vergüenza por eso, declaró emocionado, le había perseguido diariamente en la cárcel, y nunca iba a dejarle.

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