Margot argumentó:
—Debes haber tenido suerte, porque eres mujer. Desde que todos recordamos, los bancos han sido un exclusivo club de hombres… sin el menor motivo.
—¿Acaso la experiencia no puede ser un motivo? —preguntó Alex.
—No. La experiencia es una cortina de humo, que han echado los hombres para mantener alejadas a las mujeres. No hay nada de masculino en ser banquero. Lo único que se necesita es inteligencia… que a veces las mujeres tienen… con más abundancia que los hombres. Y todo lo demás está en el papel, en la cabeza, en la charla, de manera que la única tarea física es meter y sacar dinero de camiones blindados, cosa que también podrían hacer sin duda las mujeres guardianas.
—No discuto nada de eso —dijo Edwina—. Pero estás anticuada. La exclusividad masculina ya ha sido quebrada… por gente como yo… y se extiende continuamente más y más. ¿Quién necesita del movimiento de liberación femenina? ¡Yo no!
—No has penetrado ese frente a fondo —replicó Margot—. De otro modo ya estarías en la Torre Central, y no hablando de ello como lo hacemos esta noche.
Lewis D'Orsey canturreó:
—¡
Touché
, querida!
—Otras en el oficio bancario necesitan del movimiento de liberación femenina —terminó Margot— y lo necesitarán, por mucho tiempo.
Alex se echó hacia atrás, disfrutando, como siempre, de una discusión en la que Margot estaba metida.
—Se diga lo que se diga de nuestras cenas juntos —observó—, nadie podrá decir que son aburridas.
Lewis asintió.
—Dejadme que diga… por ser quien ha iniciado esto… que me alegro que tengas esas intenciones con respecto a Edwina.
—Bien —dijo con firmeza su mujer—, y yo también te lo agradezco, Alex. Pero con eso basta. Dejemos ahí la cosa.
Y así lo hicieron.
Margot habló de un juicio que había iniciado contra una gran tienda que sistemáticamente falseaba las cuentas de los clientes. Los totales impresos en las cuentas mensuales, explicó Margot, eran siempre de unos dólares más de lo que se debía. Si alguien se quejaba, la diferencia se explicaba como un error, pero rara vez lo hacía alguien.
—Cuando la gente ve un total impreso supone que no puede haber error. Lo que ignoran, u olvidan, es que las máquinas pueden estar arregladas para
incluir
un error. —En este caso, una lo estaba, y Margot añadió que la tienda se había beneficiado con varios miles de dólares, como iba a probarlo ante el tribunal.
—Nosotros no planeamos errores en el banco —dijo Edwina— pero suceden, máquinas o no. Por eso pido a la gente que compruebe sus declaraciones.
En la investigación de la tienda, dijo Margot a los otros, había sido ayudada por un detective privado de nombre Vernon Jax. Había sido diligente y lleno de recursos. Lo elogió ampliamente.
—Lo conozco —dijo Lewis D'Orsey—. Ha hecho investigaciones para el Servicio Secreto… algo que yo les hice hacer una vez. Es un buen tipo.
Cuando salían del comedor, Lewis dijo a Alex:
—Liberémonos. ¿Por qué no vienes conmigo a fumar un cigarro y beber un coñac? Vamos a mi despacho. A Edwina no le gusta el humo de los cigarros.
Disculpándose, los hombres bajaron un piso, el
pent-house
de los D'Orsey era en dos niveles, hacia el sancta sanctorum de Lewis. Ya dentro, Alex miró con curiosidad alrededor.
El cuarto era espacioso, con estanterías de libros a ambos lados y, en otro, rejillas para revistas y periódicos. Los estantes y las rejillas desbordaban. Había tres escritorios, uno con una máquina de escribir eléctrica, y todos llenos de papeles, libros y carpetas apiladas.
—Cuando ya no se puede trabajar en un escritorio —explicó Lewis— sencillamente me traslado a otro.
Una puerta abierta revelaba lo que, durante el día, era la oficina de una secretaria y un archivo. Lewis se metió dentro y volvió con dos vasos de coñac y una botella de Courvoisier, de donde sirvió.
—A veces me he preguntado —murmuró Alex— cuál es la base de un periódico financiero de éxito.
—Yo sólo puedo hablar del mío, considerado por jueces competentes como lo mejor que hay —Lewis tendió a Alex un coñac y señaló una caja abierta de cigarros—. Sírvete… son
Macanudos
, no hay nada mejor. Libres también de impuestos.
—¿Cómo has logrado eso?
Lewis tuvo una risita.
—Mira la banda alrededor de cada cigarro. Por un costo ínfimo hice retirar las bandas originales y les hice poner una banda especial que dice «D'Orsey Newsletter». Es un anuncio… un gasto de negocios, de manera que, cada vez que fumo un cigarro, tengo la satisfacción de saber que lo hago en honor del Tío Sam.
Sin comentarios Alex tomó un cigarro y lo olfateó apreciativamente. Hacía tiempo que había cesado de pronunciar juicios morales sobre la manera de evitar impuestos. El Congreso la había convertido en ley del país y, ¿quién podía echarle en cara a un individuo que escamoteara la cosa?
—Contestando a tu pregunta —dijo Lewis— no es secreto el propósito del «D'Orsey Newsletter» —encendió el cigarro de Alex, después el suyo y aspiró sensualmente—. Es para ayudar a que los ricos sean más ricos, o, en el peor de los casos, para conservar lo que tienen.
—Ya me he dado cuenta.
Cada número, como Alex sabía muy bien, contenía consejos para hacer dinero: seguridades para comprar o vender; monedas extranjeras a las que convenía precipitarse o eludir; comodidades para comerciar; mercados extranjeros para favorecer o evitar; trampas para que los ricos escabulleran impuestos; cómo manejarse con las cuentas suizas; situaciones políticas que podían afectar el dinero; próximos desastres que, aquellos que los vieran desde dentro, podían evitar ganancias. La lista era siempre larga, el tono del periódico autoritario y absoluto. Rara vez se escamoteaba algo.
—Desgraciadamente —añadió Lewis— hay muchos tramposos y charlatanes en el negocio de los periódicos financieros, que dañan a los periódicos serios y sinceros. Algunos de esos periódicos son la flor y nata de los diarios y, por lo tanto, no tienen valor; otros reciben coimas y mercancías de los bolsistas y promotores, aunque, finalmente, esa clase de chanchullos se hace evidente. Hay por lo menos media docena de periódicos financieros que valen algo, con el mío a la cabeza.
En cualquier otra persona, pensó Alex, el continuo autoelogio hubiera sido ofensivo. Pero, de algún modo, no pasaba esto con Lewis, quizá porque él tenía la manera de mantener la cosa. En cuanto a la política de extrema derecha de Lewis, Alex percibió que podía dejarla pasar, y recibir de él sólo un claro destilado financiero… como el que pasa por un colador.
—Creo que eres uno de mis suscriptores —dijo Lewis.
—Sí… por intermedio del banco.
—Aquí tienes un ejemplar del último número. Llévatelo… aunque recibas el tuyo el lunes por correo.
—Gracias —Alex aceptó la hoja impresa color celeste, de tamaño carta cuando estaba doblada y apariencia poco llamativa. El original había sido escrito apretadamente a máquina, después fotografiado y reducido. Pero lo que el periódico no tenía en cuanto a estilo visual, lo compensaba en valor monetario. Lewis se alababa de que, cualquiera que siguiera sus consejos financieros, podía aumentar el capital que tuviera en un cuarto o la mitad en un año y, en algunos años, doblarlo o triplicarlo.
—¿Cuál es tu secreto? —preguntó Alex—. ¿Por qué tienes razón con tanta frecuencia?
—Tengo una mente como una computadora con treinta años de actuación —Lewis aspiró su cigarro, después se golpeó la frente con su dedo huesudo—. Cada brizna de conocimiento financiero que he aprendido está aquí almacenada. También puedo relacionar un punto con otro y el futuro con el pasado. Además, tengo algo que no tiene una computadora… genio instintivo.
—¿Por qué te preocupas entonces en hacer un periódico? ¿Por qué no haces fortuna para ti?
—No me daría satisfacción. No hay competencia. Además —Lewis hizo una mueca— no me va tan mal.
—Según creo, tu promedio de suscripciones…
—Es de trescientos mil dólares anuales por el periódico. Dos mil dólares por hora por consultas personales.
—A veces me he preguntado cuántos suscriptores tienes.
—También otros. Es un secreto que guardo cuidadosamente.
—Perdón. No he querido entrometerme.
—No hay motivo para que no lo hagas. En tu lugar, yo tendría curiosidad.
Esta noche, pensó Alex, Lewis parecía más comunicativo que nunca.
—Tal vez comparta contigo el secreto —dijo Lewis—. A todos nos gusta darnos un poquito de aires. Tengo más de cinco mil suscriptores.
Alex hizo una aritmética mental y silbó apenas. Aquello representaba una renta anual de más de un millón y medio de dólares.
—Al mismo tiempo —confió Lewis— publico un libro al año y recibo unas veinte consultas al mes. Lo que me pagan los consultantes y los derechos del libro pagan todos los costos, de manera que el periódico es enteramente beneficioso.
—¡Es sorprendente! —Y, sin embargo, pensó Alex, quizá no lo fuera tanto. Cualquiera que siguiera el consejo de Lewis podía recuperar su desembolso centenares de veces. Además, tanto la suscripción como las consultas estaban libres de impuesto.
—¿Hay algún punto general de guía —preguntó Alex— que darías a la gente que tiene dinero para invertir o ahorrar?
—Absolutamente sí… «ocúpese usted del asunto»…
—Supongamos que se trata de alguien que no sabe…
—Entonces que averigüe. Aprender no es tan difícil, y cuidar de nuestro propio dinero puede ser divertido. Hay que escuchar los consejos, lógicamente, pero mantenerse escéptico y desconfiado, y hay que seleccionar mucho el consejo que se sigue. Después de un tiempo se aprende en quién debemos confiar, y en quién no. Hay que leer mucho, incluidos los periódicos como el mío. Pero nunca hay que dejar que nadie tome las decisiones por nosotros. Especialmente esto incluye a los agentes de bolsa que representan la manera más rápida de perder que existe, y los departamentos de depósitos de los bancos.
—¿No te gustan los departamentos de depósitos?
—Caramba, Alex, sabes perfectamente que el informe de tu banco y de otros es atroz. Las grandes cuentas de depósitos proporcionan servicios individuales… de cierto tipo. Las pequeñas y las medianas están en la canasta general o están manejadas por incompetentes con escasos salarios, que no distinguen el papel moneda de la mierda.
Alex hizo una mueca, pero no protestó. Sabía demasiado bien que, con algunas excepciones honorables, lo que Lewis decía era verdad.
Mientras bebían el coñac lleno de humo, ambos hombres guardaron silencio. Alex pasó las páginas del último «Newsletter», revisando por encima su contenido, que pensaba más tarde leer en detalle. Como siempre, había algunos artículos técnicos.
Sabiamente parecemos estar fuera de la 3ra. tanda en el mercado.
Los 200 días planeados se han quebrado en 3 niveles, en perfecta sincronización. La línea se quiebra.
Más simple era:
Mezcla recomendada de monedas:
Franco suizo | 40,00% |
Guilder holandés | 25,00% |
Marco alemán | 20,00% |
Dólar canadiense | 10,00% |
Chelín austríaco | 5,00% |
Dólar norteamericano | 0,00% |
También Lewis aconsejaba a sus lectores que continuaran manteniendo el 40
%
de la totalidad de sus bienes en oro metálico, monedas de oro y acciones de minas de oro.
Una columna regular presentaba los valores internacionales con los que se podía comerciar o que convenía guardar. Los ojos de Alex recorrieron la lista de «Compre» y «Guarde», y después la de «Venda». Se detuvo bruscamente ante el anuncio: «Supranational… venda inmediatamente en el mercado.»
—Lewis, este asunto de la Supranational… ¿por qué aconsejas vender acciones de la Supranational? ¿E «inmediatamente en el mercado»? Durante años las has calificado como «acciones a largo plazo».
El anfitrión meditó antes de contestar.
—Estoy inquieto con la SuNatCo. Estoy recibiendo fragmentos de informaciones negativas de diversas fuentes. Algunos rumores acerca de grandes pérdidas que no han sido informadas. También historias de prácticas arriesgadas entre las subsidiarias. Un informe no confirmado de Washington dice que el Gran George Quartermain busca un subsidio. Lo que significa que… tal vez sí… tal vez no… las aguas bajan turbias. Como precaución prefiero que mis clientes se aparten.
—Pero todo lo que dices son rumores y sombras. Se puede decir de cualquier compañía. ¿Qué hay de serio en esto?
—Nada. Por instinto aconsejo «vender». A veces me guío por instinto. Esta vez, por ejemplo… —Lewis D'Orsey dejó la punta de su cigarro en un cenicero y su vaso vacío—. ¿Quieres que volvamos junto a las señoras?
—Sí —dijo Alex, siguiendo a Lewis. Pero su mente seguía en la Supranational.
—No imaginaba —dijo Nolan Wainwright—, que tuviera usted el valor de venir aquí.
—Yo tampoco creía tenerlo —la voz de Miles Eastin traicionaba su nerviosismo—. Pensé venir ayer, después me di cuenta de que no podía. Hoy he pasado fuera una media hora, haciendo acopio de ánimo para entrar.
—Usted dirá que es ánimo, yo lo llamo atrevimiento. Y ahora que está aquí, ¿qué quiere?
Los dos hombres estaban de pie frente a frente en el despacho privado de Nolan Wainwright. Formaban un contraste agudo: el severo, negro y hermoso vicepresidente de Seguridad del banco, y Miles Eastin, el expresidiario, consumido, pálido, inseguro, muy lejos del brillante y afable ayudante de contador que había trabajado hacía once meses en el FMA.
Lo que les rodeaba era espartano comparado con otros departamentos del banco. Las paredes estaban sencillamente pintadas y había muebles de metal gris, incluido el escritorio de Wainwright. En el suelo había una alfombra, pero era delgada y económica. El banco gastaba dinero y arte en las zonas productivas. Y la Seguridad no se contaba entre éstas.
—Bueno —repitió Wainwright—, ¿qué desea?
—He venido a ver si usted podía ayudarme.
—¿Y por qué voy a hacerlo?
El joven vaciló antes de contestar, luego dijo, siempre nervioso: