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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (21 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Los Heyward también conocían las respuestas de la misa, de manera que sus voces dominaban a las otras, a las de quienes no las conocían.

Alex Vandervoort, con un traje gris pizarra, estaba sentado dos filas detrás de los Heyward, y se contaba entre los que no contestaban. Como agnóstico se sentía fuera de lugar en aquel ambiente. Se preguntaba qué habría pensado Ben, que era un hombre esencialmente sencillo, de aquella ornamentada ceremonia.

Junto a Alex, Margot Bracken miraba alrededor con curiosidad. Originariamente Margot había planeado asistir a la misa con un grupo del Forum East, pero la noche anterior se había quedado en el apartamento de Alex, y él la había convencido para que le acompañara. La delegación del Forum East —muy numerosa— estaba en alguna parte detrás de ellos en la iglesia.

Junto a Margot estaban Edwina y Lewis D'Orsey, y Lewis parecía, como de costumbre, consumido, flaco, francamente aburrido. Probablemente, pensó Alex, Lewis estaba preparando mentalmente el próximo número de su revista de inversiones. Los D'Orsey habían venido aquí con Margot y Alex —los cuatro solían reunirse con frecuencia, no sólo porque Margot y Edwina eran primas, sino porque les agradaba la mutua compañía—. Tras la misa solemne, irían juntos al cementerio.

En la fila de delante de Alex estaba Jerome Patterton el viceconsejero y su mujer.

Pese a que no seguía la liturgia, Alex descubrió que tenía los ojos llenos de lágrimas cuando levantaron la caja y lo sacaron de la iglesia. Su sentimiento por Ben, lo había comprendido en los últimos días, era muy cercano al amor. En muchos sentidos el viejo había sido una figura paternal; su muerte dejaba en la vida de Alex un vacío que no iba a colmarse.

Margot buscó con suavidad su mano y se la apretó.

A medida que pasaban los deudos, vio a Roscoe y Beatrice Heyward lanzando miradas hacia ellos. Alex saludó con la cabeza y el saludo fue devuelto. La cara de Heyward se suavizó en un reconocimiento de mutuo pesar, y el antagonismo entre ambos —en reconocimiento de su propia mortalidad y la de Ben— fue, por un momento, dejado de lado.

Fuera de la catedral, el tráfico regular había sido dirigido hacia otro lado. El ataúd era ya un túmulo de flores. Los parientes y los funcionarios del banco subían a unas
limousines
, traídas bajo dirección policial. Una escolta policial en motocicletas, con las máquinas rugiendo ruidosamente, precedía el cortejo.

El día era gris y frío, con remolinos de viento y torbellinos de polvo en las calles. Allá en lo alto amenazaban las torres de la catedral, con su fachada inmensa ya ennegrecida por la mugre de los años. Se había anunciado nieve, pero, hasta el momento, la nieve no había aparecido.

Mientras Alex hacía señas al coche que le habían destinado, Lewis D'Orsey miraba por encima de sus lentes de media luna a los cámaras de televisión y a los fotógrafos, que retrataban a los deudos a medida que emergían. Observó:

—Si yo encuentro esto deprimente, y lo encuentro, las noticias deprimirán mañana todavía más los valores del FMA.

Alex murmuró un inquieto asentimiento. Al igual que Lewis, él sabía que las acciones del First Mercantile American, anotadas en la bolsa de Nueva York, habían caído cinco puntos y medio desde el anuncio de la enfermedad de Ben. La muerte del último Rosselli —nombre que por generaciones había sido sinónimo del banco— unida a la incertidumbre sobre el curso que seguiría la nueva dirección, había provocado la caída más reciente. Ahora, aunque fuera ilógico, la publicidad acerca del funeral iba a deprimir todavía más el mercado.

—Nuestras acciones volverán a subir —dijo Alex—. Las ganancias son buenas y realmente nada ha cambiado.

—Oh, ya lo sé —contestó Lewis—. Por eso aconsejaré mañana por la tarde la posición de venta en descubierto.

Edwina pareció sorprendida.

—¿Vender al descubierto con el FMA?

—Claro que sí. Y aconsejaré a algunos clientes que también lo hagan. Hasta ahora hay un limpio beneficio.

Ella protestó:

—Tú y yo sabemos que nunca discuto nada confidencial contigo, Lewis. Pero otros no lo saben. Debido a mi conexión con el banco se te podría acusar de meterte en maniobras internas.

Alex movió la cabeza.

—No en este caso, Edwina. La enfermedad de Ben era de público conocimiento.

—Cuando derrotemos por fin al sistema capitalista —dijo Margot— vender en descubierto será una de las primeras cosas que habrá que liquidar.

Lewis levantó las cejas.

—¿Por qué?

—Porque es
totalmente
negativo. El vender en descubierto es una especulación que requiere que otro pierda. Es algo vampiresco y no contribuye. No crea nada.

—Crea una ganancia capital útil y a mano —Lewis sonrió ampliamente; en muchas ocasiones había discutido antes con Margot—. Y esto no es tan fácil hoy en día, al menos con las inversiones norteamericanas.

—De todos modos no me gusta que lo hagas con los valores del FMA —dijo Edwina—. Está demasiado cerca.

Lewis D'Orsey miró gravemente a su mujer.

—En ese caso, querida, mañana, después de la venta en descubierto, no volveré a traficar con el FMA.

Margot le lanzó una aguda mirada.

—Sabes que habla en serio —dijo Alex.

Alex a veces había pensado en la relación entre Edwina y su marido. Exteriormente parecían una pareja desigual, Edwina elegantemente atractiva y dueña de sí; Lewis huesudo, poco impresionante físicamente, un introvertido, salvo con las personas que conocía bien, aunque la reticencia personal nunca aparecía en su ruidoso periódico financiero. Pero el matrimonio parecía marchar bien, y cada uno sentía cariño y respeto hacia el otro, como lo mostraba ahora Lewis. Tal vez, pensó Alex, aquello demostraba que los opuestos se atraían y que tendían también a permanecer casados.

El Cadillac de Alex, uno de los coches de la reserva del banco, se alineó frente a la catedral, y los cuatro marcharon hacia él.

—Sería una promesa más civilizada —dijo Margot— si Lewis hubiera estado de acuerdo en no vender
nada
en descubierto.

—Alex —dijo Lewis—. ¿qué tienes tú en común con esta charlatana socialista?

—Nos entendemos en lo fundamental —dijo Margot—. ¿No basta con eso?

Alex dijo:

—Y quiero casarme pronto con ella.

Edwina contestó con calor:

—Entonces espero que lo hagas —ella y Margot eran amigas desde niñas, pese a ocasionales choques por diferencia de temperamento y puntos de vista. Algo que las dos tenían en común era que, en ambas ramas de sus familias, las mujeres eran fuertes, con tradición de estar inmersas en la vida pública. Edwina preguntó en voz baja a Alex:

—¿Hay algo nuevo con Celia?

Él movió la cabeza.

—Nada ha cambiado. Si es posible, Celia está peor.

Habían llegado al coche. Alex hizo una seña al chófer para que siguiera sentado, abrió para los otros la portezuela de atrás y los siguió. Adentro, el panel del cristal que separaba al conductor de los asientos de pasajeros, estaba corrido. Se acomodaron mientras el cortejo, que seguía formándose, se adelantaba.

Para Alex, el recordar a Celia agudizó la tristeza del momento; también le hizo recordar, con sensación de culpa, que tenía que visitarla pronto. Desde la visita al Remedial Center a principios de octubre, que tanto le había deprimido, había hecho otra visita pero Celia había estado todavía más apartada, no había dado la menor señal de reconocerlo y había llorado en silencio todo el tiempo.

Él había permanecido abrumado por varios días y temía que la cosa volviera a repetirse.

Se le ocurrió en este momento que Ben Rosselli, en su ataúd, estaba mejor que Celia, ya que su vida había terminado definitivamente.
Si Celia muriera
… Alex sofocó, avergonzado, el pensamiento.

Tampoco había surgido nada nuevo entre él y Margot, que seguía oponiéndose tenazmente a un divorcio, por lo menos hasta que quedara en claro que la cosa no iba a afectar a Celia. Margot parecía dispuesta a seguir indefinidamente tal como estaban. Alex estaba menos resignado.

Lewis se dirigió a Edwina.

—Había olvidado preguntar las últimas noticias sobre ese joven contador tuyo. El que atraparon con las manos en la caja. ¿Cómo se llamaba?

—Miles Eastin —contestó Edwina—. Comparecerá ante el tribunal criminal la próxima semana y tengo que ser testigo. La cosa no me atrae mucho.

—Por lo menos la culpa está donde debe estar —dijo Alex. Había leído el informe del auditor jefe sobre la estafa y el robo de caja; también había leído el informe de Nolan Wainwright—. ¿Y qué pasó con la cajera que había sido acusada, mistress Núñez? ¿Está bien?

—Así parece. Le hicimos pasar un mal rato. Injustamente, como se demostró.

Margot, que sólo escuchaba a medias, agudizó la atención.

—Conozco a Juanita Núñez. Una muchacha muy simpática, que vive en el Forum East. Creo que el marido la ha abandonado. Tiene una hija.

—Debe ser nuestra mistress Núñez —dijo Edwina—. Sí, ahora recuerdo. Vive en el Forum East.

Aunque Margot sentía curiosidad, comprendió que no era el momento de hacer más preguntas.

Quedaron en silencio unos momentos, y Edwina siguió con sus pensamientos. Los dos acontecimientos recientes —la muerte de Ben Rosselli y la forma en que Miles Eastin había estropeado estúpidamente su vida— habían llegado casi al mismo tiempo. Ambas cosas concernían a personas que ella había querido, y la cosa la entristecía.

Pensó que hubiera debido importarle más Ben; le debía casi todo. Su propio y rápido ascenso dentro del banco se había debido a su habilidad; sin embargo, Ben nunca había vacilado —como muchos otros jefes— en dar a una mujer las mismas oportunidades que a un hombre. Edwina estaba contra los gritos de cotorra del movimiento de liberación femenina. Tal como veía la cosa, las mujeres en negocios se veían favorecidas a
causa
de su sexo, que les daba una ventaja que Edwina nunca había buscado o necesitado. De todos modos, a lo largo de los años que había conocido a Ben, la presencia del viejo había sido una garantía de trato igualitario.

Al igual que Alex, Edwina casi había llorado en la catedral cuando el cuerpo de Ben fue sacado para su último viaje.

Sus pensamientos volvieron a Miles. Era bastante joven, supuso, como para iniciar otra vida, aunque no iba a serle fácil. Ningún banco volvería a emplearlo; ni nadie para cargos de confianza. Pese a lo que Eastin había hecho, esperaba que no lo mandaran a la cárcel.

En voz alta Edwina dijo:

—Siempre tengo un sentimiento de culpa ante las conversaciones corrientes en un funeral.

—Pues no hay motivo —dijo Lewis—. Personalmente me gustaría que en el mío se dijera algo serio, que no hubiera simplemente charlas.

—Podrías asegurarte eso —sugirió Margot— publicando un número de despedida del «D'Orsey Newsletter». Los de la funeraria podrían regalar algunos ejemplares.

La cara de Lewis brilló.

—No es mala idea.

El cortejo avanzaba de manera más decidida. Delante la escolta de motocicletas se había puesto en marcha y atronaba, dos motocicletas se adelantaban para cortar el tráfico en las esquinas. Los vehículos que seguían aumentaron la velocidad y en pocos momentos la procesión dejaba atrás la catedral y recorría las calles de la ciudad.

La nieve anunciada había empezado a caer levemente.

—Me gusta esa idea de Margot —murmuró Lewis— Un boletín
Bon Voyage
. Y tengo el titular.
Entierren conmigo al dólar norteamericano. Tanto da: está listo y liquidado
. Después, en el artículo, pediré la creación de una nueva moneda para reemplazar al dólar… el «D'Orsey» norteamericano. Basado, por supuesto, en el oro. Luego, cuando la cosa ocurra, el resto del mundo, espero, tendrá el buen sentido de seguirnos.

—Entonces serás un monumento a lo retrógrado —dijo Margot— y cualquier retrato tuyo tendrá que estar cabeza abajo. Con un patrón oro, incluso menos gente que ahora poseerá la riqueza del mundo, y el resto de la humanidad se quedará desnuda.

Lewis hizo una mueca.

—Una perspectiva desagradable… por lo menos la última. Pero incluso a ese precio valdría la pena un sistema monetario estable.

—¿Por qué?

Lewis respondió a Margot:

—Porque cuando se derrumban los sistemas monetarios, como está ocurriendo ahora, siempre son los pobres quienes más sufren.

Alex, que ocupaba un asiento pequeño frente a los otros tres, casi se volvió para unirse a la conversación.

—Lewis, procuro ser objetivo y, a veces, tus negros pronósticos sobre el dólar y el sistema monetario tienen sentido. Pero no puedo compartir tu total pesimismo. Creo que el dólar puede recuperarse. No puedo creer que nada monetario se esté desintegrando.

—Eso es porque no quieres creerlo —devolvió Lewis—. Eres un banquero. Si el sistema monetario se viene abajo, tú y tu banco no tendréis nada que hacer. Lo único que podrías hacer sería vender el papel moneda para empapelar, o para papel higiénico.

Margot dijo:

—Oh,
vamos

Edwina suspiró.

—Sabes que siempre pasa esto si lo provocas, ¿para qué hacerlo, pues?

—No, no —insistió Lewis—. Con todo el respeto, querida, quiero que me tomen en serio. No necesito ni quiero tolerancia.

Margot preguntó:

—¿
Qué
buscas?

—Quiero que se acepte la verdad de que los Estados Unidos han arruinado su sistema monetario y el sistema monetario de todo el mundo a causa de la política, la avidez y las deudas. Quiero que se entienda que la bancarrota es algo que puede ocurrirle a las naciones, al igual que a los individuos o las corporaciones. Quiero que se comprenda que los Estados Unidos
están
cerca de la bancarrota, porque, Dios lo sabe, hay bastantes precedentes en la historia para mostrarnos por qué y cómo pasará la cosa. Mira la ciudad de Nueva York. Está en bancarrota, quebrada, remendada con hilo y esparadrapo, con la anarquía esperando entre bastidores. Y esto es sólo el comienzo. Lo que está pasando en Nueva York pasará en el orden nacional.

Lewis continuó:

—El colapso de las monedas no es algo nuevo. Nuestro siglo está cargado de ejemplos, y todos parecen referirse a la misma causa… un gobierno que inicia la sífilis de la inflación imprimiendo moneda sin respaldo oro, o de cualquier otro valor. En los últimos quince años los Estados Unidos han hecho precisamente eso.

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