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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (49 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Sin embargo, a Celia no le quedaba otra cosa; en los últimos meses el hecho se había vuelto aún más patente. El año pasado todavía había rastros de su antigua belleza infantil y frágil. Ahora habían desaparecido. Su pelo rubio, alguna vez tan glorioso, estaba opaco y parecía escaso. Su piel tenía un tono grisáceo; había ronchas en algunos puntos en los que se había rascado.

Antes la posición enroscada, fetal, había sido ocasional, pero ahora la adoptaba la mayor parte del tiempo. Y aunque Celia era diez años menor que Alex, parecía una bruja con veinte años más.

Hacía casi cinco años que Celia había ingresado en el Remedial Center. En ese tiempo se había acostumbrado totalmente al sitio y probablemente seguiría así.

Al mirar a su mujer mientras seguía hablando, Alex sintió piedad y tristeza, pero ya no se sentía ligado a ella ni experimentaba cariño. Tal vez hubiera debido experimentar alguna de esas emociones, pero, si era sincero consigo mismo, comprendía que la cosa ya no era posible. Sin embargo, reconoció que estaba vinculado a Celia por lazos que él nunca iba a cortar, hasta que uno de los dos muriera.

Recordó su conversación con el doctor McCartney, director del Remedial Center, hacía casi once meses, al día siguiente al dramático anuncio de Ben Rosselli sobre su próxima muerte. Al contestar a la pregunta de Alex sobre el efecto que tendría para Celia el divorcio y el nuevo casamiento de Alex, el psiquiatra había dicho:
Podría llevarla a cruzar el límite y caer en un estado totalmente demencial
.

Y, más adelante, Margot había declarado:
No quiero cargar sobre mi conciencia, ni sobre la tuya, el precipitar lo que queda del juicio de Celia a un pozo sin fondo
.

Esta noche Alex se preguntó si la conciencia de Celia no estaba ya en un pozo sin fondo. Pero, aunque fuera verdad, eso no cambiaba su desagrado de poner en marcha la maquinaria brutal y definitiva del divorcio.

Tampoco se había puesto a vivir permanentemente en casa de Margot Bracken, ni ella vivía en la de él. Margot aceptaba cualquier acuerdo, aunque Alex seguía deseando el matrimonio, cosa que obviamente no podía lograr sin divorciarse de Celia. Pero últimamente había presentido la impaciencia de Margot por llegar a una decisión final.

Era raro que él, tan acostumbrado en el First Mercantile American a tomar grandes decisiones bruscamente, de un salto, tuviera tanta indecisión para luchar en la vida privada.

Alex comprendía que la esencia del problema era la ambivalencia acerca de su culpabilidad personal. ¿Hubiera sido posible, años atrás, con mayor esfuerzo, amor y comprensión, salvar a su joven, nerviosa e insegura mujer de lo que había llegado a ser? Si él hubiera sido un marido más solícito y un banquero menos solícito, sospechaba que habría podido ser así.

Por eso seguía viniendo aquí, por eso hacía lo poco que podía hacer.

Cuando llegó el momento de despedirse de Celia, se levantó y fue hacia ella, con intenciones de darle un beso en la frente, como hacía cuando ella se lo permitía. Pero esta noche ella retrocedió, su cuerpo se curvó todavía más, en sus ojos ansiosos apareció un súbito miedo. Él suspiró y abandonó la tentativa.

—Buenas noches, Celia —dijo Alex.

No hubo respuesta y él salió, dejando a su mujer en el solitario mundo que habitaba, sea cual fuere.

A la mañana siguiente Alex hizo llamar a Nolan Wainwright. Dijo al jefe de Seguridad que los honorarios del detective Vernon Jax serían pagados por intermedio del departamento de Wainwright. Alex autorizaría el gasto. Alex no aclaró, y Wainwright no preguntó, cuál era la naturaleza específica de la investigación de Jax. Por el momento, pensó Alex, cuantas menos personas supieran cuál era la meta, tanto mejor sería.

Nolan Wainwright traía también un informe para Alex. Se refería a su arreglo para que Miles Eastin fuera agente encubierto del banco. La reacción de Alex fue inmediata.

—No. No quiero que ese hombre vuelva a figurar en nuestra nómina de empleados.

—No estará en la nómina —replicó Wainwright—. Le he explicado que, en lo que al banco se refiere, él no tiene situación. Cualquier dinero que reciba será al contado, y nada demostrará de dónde proviene.

—No es hilar muy fino, Nolan. De una u otra manera estará trabajando para nosotros, y yo no estoy de acuerdo.

—Si usted no está de acuerdo —protestó Wainwright— me ata las manos y no me deja cumplir con mi trabajo.

—Cumplir con su trabajo no significa contratar a un ladrón convicto.

—¿Nunca ha oído decir que se puede utilizar a uno para pescar a otro?

—Entonces use a alguien que personalmente no haya defraudado al banco.

Discutieron una y otra vez, a veces con calor. Al final, de mala gana, Alex cedió. Después preguntó:

—¿Sabe Eastin hasta qué punto corre riesgos?

—Lo sabe.

—¿Le habló usted del hombre muerto? —Wainwright había enterado, hacía meses, a Alex, de lo ocurrido con Vic.

—Sí.

—Sigue sin gustarme la idea… para nada.

—Le gustará todavía menos si las pérdidas por tarjetas falsas siguen aumentando, como aumentan.

—Bien —suspiró Alex—. Es su departamento, está usted autorizado a dirigirlo como guste, y por eso he cedido. Pero le recuerdo una cosa: si tiene usted algún motivo para sospechar que Eastin está en inmediato peligro, retírelo en seguida.

—Eso pienso hacer.

Wainwright se alegró de haber ganado, aunque la discusión había sido más dura de lo que había esperado. De todos modos, por el momento, no le pareció conveniente mencionar nada más… por ejemplo, su esperanza de que Juanita Núñez aceptara actuar como intermediaria. Después de todo, pensó, el principio estaba establecido: ¿para qué molestar a Alex con detalles?

Capítulo
6

Juanita Núñez se debatía entre la sospecha y la curiosidad. Sospecha porque desconfiaba y no simpatizaba con el vicepresidente de Seguridad del banco, Nolan Wainwright. Curiosidad porque se preguntaba para qué deseaba él verla, aparentemente en secreto.

No tenía nada de qué preocuparse personalmente, había asegurado Wainwright por teléfono, el día anterior, cuando la llamó a la sucursal central. Simplemente quería, había dicho, que ambos tuvieran una charla confidencial.

—Se trata de saber si quiere usted ayudar a otra persona.

—¿A usted?

—No exactamente.

—¿A quién entonces?

—Prefiero decírselo personalmente.

Por el tono de voz, Juanita percibió que Wainwright quería ser amable. No obstante, rechazó aquella amabilidad, recordando la dureza sin sentimientos que había mostrado cuando ella había sido acusada de robo. Ni siquiera las disculpas que le había pedido después habían logrado borrar el recuerdo. Dudaba que algo pudiera borrarlo jamás.

De todos modos, él era un funcionario importante del FMA y ella era una simple empleada.

—Bueno —había dicho Juanita— aquí estoy y la última vez que miré, el túnel seguía abierto —suponía que Wainwright iba a venir a verla desde la Torre de la Casa Central, o iba a decirle que ella se presentara allí. Pero tuvo una sorpresa.

—Es mejor que no nos veamos en el banco, mistress Núñez. Cuando le explique, entenderá el porqué. Puedo ir a buscarla esta noche a su casa, en mi coche. Daremos una vuelta y charlaremos.

—No puedo —estaba más desconfiada que nunca.

—¿Quiere usted decir que está ocupada esta noche?

—Sí.

—¿Y mañana?

Juanita quedó aturullada, procurando decidir.

—Tendría que ver…

—Está bien, llámeme mañana. Lo más temprano posible. Y, entretanto, le ruego que no mencione a nadie esta conversación —y Wainwright cortó.

Ahora
era
mañana… el martes de la tercera semana de septiembre. A mitad de la mañana Juanita comprendió que, si no llamaba a Wainwright, él volvería a llamarla.

Seguía inquieta. A veces, pensaba, ella tenía olfato para las dificultades, y ahora las olía. Un poco antes Juanita había pensado pedir consejos a mistress D'Orsey, a quien podía ver, en el otro extremo del banco, en su escritorio de gerente, sobre la plataforma. Pero vaciló recordando las palabras de cautela de Wainwright de que no dijera nada a nadie. Y eso, como todo lo demás, había aguijoneado su curiosidad.

Hoy Juanita trabajaba con unas cuentas nuevas. A su lado había un teléfono. Lo miró fijamente, lo tomó y marcó el número interno de la oficina de Seguridad.

Unos momentos después la voz profunda de Nolan Wainwright preguntaba:

—¿Podemos vernos esta noche?

La curiosidad ganó.

—Sí, pero no por mucho tiempo —explicó que podía dejar sola a Estela una media hora; no más.

—Es tiempo de sobra. ¿A qué hora y dónde nos encontramos?

Oscurecía ya cuando el Mustang de Nolan Wainwright se encaminó hacia la acera del edificio de apartamentos del Forum East donde vivía Juanita Núñez. Un momento después ella apareció por el zaguán de la entrada principal y cerró la puerta cuidadosamente tras de sí, Wainwright se inclinó sobre el volante para abrir la portezuela del coche y ella subió.

Él la ayudó a acomodarse en el asiento, luego dijo:

—Gracias por haber venido.

—Media hora —recordó Juanita—. Eso es todo —no intentó mostrarse amable, y ya estaba nerviosa por haber dejado sola a Estela.

El jefe de Seguridad del banco asintió mientras retiraba el coche de junto a la acera y se metía entre el tráfico. Marcharon dos manzanas en silencio, después giraron hacia una avenida de tráfico doble, ruidosa, iluminada por tiendas de luces brillantes y restaurantes. Siempre conduciendo, Wainwright dijo:

—Me he enterado de que Miles Eastin ha ido a verla.

Ella respondió cortante:

—¿Cómo lo sabe?

—Me lo dijo él. También me dijo que usted le había perdonado.

—Si él se lo ha dicho, así será.

—Juanita… ¿puedo llamarla Juanita?

—Es mi nombre. Puede usarlo si gusta.

Wainwright suspiró.

—Juanita, ya le he pedido perdón por la manera en que se presentaron una vez las cosas entre nosotros. Si todavía me guarda rencor, no se lo reprocho.

Ella se ablandó, levemente.

—Bueno, es mejor que me diga para qué quería verme.

—Quiero saber si está usted dispuesta a ayudar a Eastin.

—¡Entonces él es la persona!

—Sí.

—¿Por qué voy a ayudarlo? ¿No basta con que lo haya perdonado?

—Si quiere usted conocer mi opinión… es más que suficiente. Pero fue él quien sugirió que quizás usted…

Ella interrumpió:

—¿Qué clase de ayuda?

—Antes que se lo diga tiene que prometerme que lo que voy a contar esta noche va a quedar entre usted y yo.

Ella se encogió de hombros.

—No tengo a nadie a quién contárselo. Pero se lo prometo de todos modos.

—Eastin va a hacer un trabajo de investigación. Es para el banco, aunque no oficialmente. Si triunfa tal vez logre rehabilitarse, que es lo que él desea… —Wainwright hizo una pausa mientras el coche dejaba atrás un lento camión-tractor. Continuó—: Es un trabajo arriesgado. Sería todavía más si Eastin se comunicara directamente conmigo. Lo que ambos necesitamos es alguien que lleve mensajes entre nosotros… un intermediario.

—¿Y usted ha decidido que yo soy esa persona?

—Nadie ha decidido nada. Depende de usted. Si es así, ayudará a Eastin a ayudarse a sí mismo.

—¿Es Miles la única persona a quien esto puede ayudar?

—No —reconoció Wainwright— también me ayudará a mí; y también al banco.

—De alguna manera eso es lo que creía.

Habían dejado las luces brillantes y cruzaron el río por un puente; en la creciente oscuridad el agua brillaba negra allá abajo. La superficie del camino era metálica y las ruedas del coche zumbaban. Al fin del puente se abría un camino interestatal. Wainwright avanzó por allí.

—La investigación de la que usted habla —dijo Juanita—. Dígame algo más… —su voz era baja, inexpresiva.

—Bien —y describió cómo Miles iba a trabajar encubierto, utilizando los contactos que había hecho en la cárcel y el tipo de pruebas que Miles iba a buscar. Era inútil, decidió Wainwright, ocultar nada, porque, lo que no dijera ahora a Juanita, probablemente ella lo iba a averiguar más adelante. Por lo tanto, añadió la información sobre el asesinato de Vic, aunque omitió los detalles más desagradables.

—No digo que vaya a pasarle lo mismo a Eastin —concluyó—. Haré todo lo posible para impedir que así sea. Pero le digo a usted el riesgo que él corre, y él también lo sabe. Si usted quiere ayudarlo, como le repito, para él sería más seguro.

—¿Y quién me va a
asegurar
a mí?

—Para usted virtualmente no hay riesgos. Sólo tendrá contacto con Eastin y conmigo. Nadie más lo sabrá y usted no estará comprometida. Nos encargaremos de esto.

—Si está tan seguro, ¿por qué nos hemos entrevistado de esta manera?

—Una simple precaución. Para estar seguros de que no nos han visto juntos y que no nos pueden oír.

Juanita esperó y preguntó luego:

—¿Y eso es todo? ¿No tiene nada más que decirme?

Wainwright dijo:

—Creo que eso es todo.

Estaban ahora en el camino y él mantuvo el coche a una velocidad media, apartándose a la derecha para dejar pasar a otros coches. Al lado opuesto del camino tres hileras de luces corrieron hacia ellos, pasaron en una confusión. Pronto él iba a doblar por la rampa de salida para regresar por el mismo camino. Entretanto Juanita seguía sentada a su lado en silencio, con los ojos fijos al frente.

Él se preguntó qué estaría pensando ella y cuál iba a ser su respuesta. Esperaba que dijera que sí. Como en otras ocasiones, aquella muchacha pequeña, con aire de elfo, le pareció provocativa y sensualmente atractiva. La enemistad de ella formaba parte de su atracción; y también su olor… la presencia de un cuerpo femenino en el pequeño coche cerrado. Habían pasado pocas mujeres por la vida de Nolan Wainwright desde su divorcio y, en cualquier otro momento, hubiera probado suerte. Pero lo que deseaba de Juanita era demasiado importante para arriesgarse.

Estaba a punto de romper el silencio cuando Juanita lo enfrentó. Incluso en la semioscuridad él percibió que sus ojos ardían.

—¡Usted debe estar
loco, loco, loco
! —dijo su voz excitada—. ¿Cree usted que soy una idiota?
¿Una boba, una tonta?
¡Dice que no habrá peligro para mí! ¡Claro que lo hay, y lo tendré que correr del todo! ¿Y por qué? ¡Para la gloria del Señor Seguridad Wainwright y de su banco!

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