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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (63 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Finalmente y más importante: la identificación del falsificador Danny, junto con un montón de informaciones, incluido el hecho de que la fuente de las tarjetas de crédito falsificadas se conocía ahora con exactitud.

A medida que se acrecentaba el conocimiento de Wainwright por intermedio de Miles Eastin, también crecía una obligación: compartir lo que sabía. Por lo tanto, hacía una semana, había invitado a unos agentes del FBI y del Servicio Secreto para una conferencia en el banco. El Servicio Secreto debía ser invitado porque se trataba de dinero falsificado, y a ellos les correspondía la responsabilidad constitucional de proteger el sistema monetario de los Estados Unidos. Los agentes especiales del FBI que vinieron eran la misma pareja, Innes y Dalrymple, que habían investigado la pérdida de caja del FMA y detenido hacía un año a Miles Eastin. Los agentes del Servicio Secreto, Jordan y Quimby, no eran conocidos de Wainwright.

Innes y Dalrymple le hicieron elogios y apreciaron la información que les daba Wainwright; los hombres del Servicio Secreto fueron menos efusivos. Su resentimiento provenía de que suponían que Wainwright debía haber informado antes, en cuanto recibió los primeros billetes falsos que le mandó Eastin; y suponían que Eastin, por intermedio de Wainwright, debía haberles prevenido de antemano su viaje a Louisville.

El agente Jordan, del Servicio Secreto, un hombrecito triste y achaparrado, de mirada dura, cuyo estómago resonaba constantemente, se quejó:

—Si nos hubieran prevenido hubiéramos podido interceptarlo. Tal como están las cosas ese hombre, Eastin, puede ser culpable de felonía, con usted como asesor.

Wainwright señaló, con paciencia:

—Ya he explicado que Eastin no tenía manera de notificar nada a nadie, incluido yo. Ha aceptado un riesgo y lo sabe; personalmente creo que ha hecho lo que debía. En cuanto a felonía, no sabemos si había dinero falsificado en ese coche.

—Lo había con seguridad —gruñó Jordan—. Ha estado circulando en Louisville desde entonces. Lo único que no sabíamos era cómo había llegado.

—Bueno, ahora lo saben —interrumpió Innes, el agente del FBI—. Y gracias a Nolan estamos mucho más adelantados.

Wainwright añadió:

—En caso de interceptarlo, seguramente hubieran encontrado una cantidad de dinero falso. Pero no mucho más, y hubiera terminado la utilidad de Eastin.

En cierto modo Wainwright simpatizaba con el punto de vista del Servicio Secreto. Los agentes trabajaban de más, estaban agobiados, con poco personal, pero la cantidad de dinero falsificado en circulación había aumentado en los últimos años en cantidad abrumadora. Luchaban contra una hidra de muchas cabezas. Apenas localizaban una fuente de suministros, cuando surgía una nueva: otras les eludían permanentemente. Por motivos públicos se mantenía la ilusión de que los falsificadores siempre eran descubiertos, que esa especie de crimen no daba resultado. En realidad, como sabía muy bien Wainwright, daba excelentes resultados.

Pese a la fricción inicial, se realizó un gran avance al poder recurrir a los archivos de la ley. Individuos que Eastin había nombrado fueron identificados y se prepararon carpetas para el momento en que pudiera hacerse una serie de detenciones. El falsificador Danny fue identificado como Daniel Kerrigan, de 73 años.

—Hace mucho tiempo —informó Innes— Kerrigan fue detenido tres veces; tiene dos condenas por falsificación, pero hace quince años que no sabíamos nada de él. Se ha portado bien, ha tenido suerte o ha sido muy hábil.

Wainwright recordó y repitió una frase de Danny, que Eastin le había revelado: que había estado trabajando con una organización eficiente.

—Puede ser —dijo Innes.

Después de la primera conferencia Wainwright y los cuatro agentes mantuvieron contactos frecuentes, y aquel prometió informar de inmediato sobre cualquier nueva comunicación de Eastin. Todos estuvieron de acuerdo en que la pieza clave de la información era localizar el cuartel general de los falsificadores. Hasta el momento nadie tenía idea de dónde podía estar. Pero las esperanzas de obtener más datos eran elevadas, y en el momento que eso sucediera el FBI y el Servicio Secreto estaban dispuestos a actuar.

Bruscamente, mientras Nolan Wainwright meditaba, sonó el teléfono. Una secretaria dijo que míster Vandervoort quería verle inmediatamente.

Wainwright no podía creer aquello. Frente al escritorio de Alex Vandervoort protestó.

—Usted no habla en serio.

—Hablo en serio —dijo Alex—. Aunque me costó trabajo creer que usted había utilizado a esa chica Juanita Núñez de la manera que lo ha hecho. De todas las locuras…

—Locura o no, ha dado resultado.

Alex ignoró el comentario.

—Usted ha puesto en peligro a la muchacha, sin consultar a nadie. Como resultado tenemos que ocuparnos de protegerla y hasta es posible que tengamos un pleito encima.

—He trabajado bajo la idea —discutió Wainwright—, de que cuanta menos gente supiera lo que esa muchacha estaba haciendo, más segura iba a estar.

—No, eso es lo que usted cree ahora, Nolan. Lo que realmente pensó es que, si yo o Edwina D'Orsey llegábamos a enterarnos, se lo habríamos impedido. Yo sabía lo de Eastin. ¿Acaso iba a ser menos discreto respecto a la muchacha?

Wainwright se pasó el puño cerrado por el mentón.

—Bueno, reconozco que hay algo de verdad en lo que usted dice.

—¡Vaya si la hay!

—Pero de todos modos ése no es motivo, Alex, para abandonar toda la operación. Por primera vez desde que investigamos los fraudes con tarjetas de crédito estamos próximos a un gran triunfo. De acuerdo, me he equivocado al usar a la Núñez. Lo reconozco. Pero no me equivoqué con Eastin, y tenemos resultados que lo demuestran.

Alex sacudió la cabeza, con decisión.

—Nolan, una vez dejé que usted me convenciera. Pero no me convencerá esta vez. Nosotros aquí nos ocupamos de asuntos bancarios, no de descubrir criminales. Buscamos ayuda de las agencias legales y cooperamos con ellas cuando podemos. Pero
no
podemos pagarnos programas organizados para descubrir crímenes. Por eso le digo: termine el acuerdo con Eastin, hoy mismo si es posible.

—Pero vea, Alex…

—Ya he visto y no me gusta lo que veo. No quiero que el FMA sea responsable de arriesgar vidas humanas… ni siquiera la de Eastin. Eso es definitivo, de manera que no perdamos más tiempo discutiendo.

Como Wainwright parecía agriamente abatido, Alex prosiguió:

—Además, quiero que se convoque esta tarde a una conferencia entre usted, Edwina D'Orsey y yo, para discutir lo que debe hacerse con mistress Núñez. Ya puede empezar a buscar ideas. Lo que tal vez sea necesario…

Una secretaria apareció en la puerta del despacho. Alex dijo, irritado:

—¡Se trate de lo que se trate… más tarde!

La muchacha sacudió la cabeza.

—Míster Vandervoort, miss Bracken está al teléfono. Dice que es sumamente urgente y que le interrumpiera sin tener en cuenta lo que usted estuviera haciendo.

Alex suspiró. Tomó el teléfono.

—¿Qué pasa, Bracken?

—Alex —dijo la voz nerviosa de Margot— se trata de Juanita Núñez.

—¿Qué le pasa?

—Ha desaparecido.

—Un momento —Alex movió un contacto, y transfirió la llamada a una conexión, para que Wainwright pudiera oír—. Adelante.

—Estoy muy preocupada. Cuando me separé anoche de Juanita, sabiendo que iba a verte más tarde, acordé con ella telefonearla hoy al trabajo. Estaba muy preocupada. Yo esperaba darle algunas seguridades.

—¿Y entonces…?

—Alex, Juanita no ha ido hoy al trabajo —la voz de Margot parecía tensa.

—Bueno, tal vez…

—Escucha por favor. Estoy ahora en el Forum East. He venido aquí cuando me han dicho que Juanita no estaba en el banco y no poder conseguir que el teléfono de Juanita me contestara. He hablado con otra gente en el edificio donde vive. Dos personas vieron a Juanita dejar el apartamento como de costumbre esta mañana, con su hijita, Estela. Juanita la deja siempre en una guardería cuando va al banco. He averiguado el nombre de la guardería y he telefoneado. Estela no está allí. Ni ella ni su madre han aparecido allí esta mañana.

Hubo un silencio. La voz de Margot preguntó:

—Alex, ¿me escuchas?

—Sí, aquí estoy.

—Después he vuelto a llamar al banco y esta vez he hablado con Edwina. Ella lo ha comprobado personalmente. No sólo no ha aparecido Juanita, sino que tampoco ha telefoneado para justificar su falta, lo que es muy raro en ella. Por eso estoy inquieta. Estoy segura de que ha pasado algo atroz, terrible.

—¿Tienes alguna idea de lo que puede haber pasado?

—Sí —dijo Margot— la misma que tú tienes.

—Espera —dijo él—, Nolan está aquí.

Wainwright se había inclinado hacia adelante, escuchando. Ahora se enderezó y dijo con tranquilidad:

—Han secuestrado a Juanita Núñez. No cabe duda.

—¿Quién?

—Alguien de la gente del
Double Seven
. Probablemente también están detrás de Eastin.

—¿Es posible que la hayan llevado a ese club?

—No. Jamás harían eso. Debe estar en otra parte.

—¿Tiene idea de dónde?

—No.

—¿Y quien la haya secuestrado ha secuestrado también a la niña?

—Eso me temo —había angustia en los ojos de Wainwright—. Lo lamento, Alex.

—¡Usted nos ha metido en esto —dijo Alex furioso— ahora, por el amor de Dios, tiene que sacar a Juanita y a la chica del pantano!

Wainwright se concentró, pensó al hablar:

—Lo primero es saber si hay posibilidad de prevenir a Eastin. Si podemos llegar a él y salvarle, es posible que sepa algo que nos lleve a encontrar a la muchacha —tenía abierta una pequeña libreta negra y buscaba ya un número de teléfono.

Capítulo
20

Sucedió de manera tan rápida e inesperada que las puertas del coche se habían cerrado y la gran
limousine
estuvo en movimiento antes que Juanita hubiera podido gritar. En aquel momento supo por instinto que ya era demasiado tarde, pero chilló de todos modos:

—¡Socorro, socorro! —hasta que un puñetazo le golpeó salvajemente la cara y una mano enguantada apretó su boca. Incluso entonces, al oír los gritos de terror de Estela, Juanita siguió luchando pero el puño la golpeó con fuerza por segunda vez: la visión se confundió y los sonidos se perdieron en la distancia.

El día —una mañana clara y fresca de principios de noviembre— había empezado normalmente. Juanita y Estela se habían levantado para desayunar y mirar las noticias del día en el pequeño televisor portátil blanco y negro. Después se apresuraron a salir, como de costumbre a las 7,30, lo que dejaba a Juanita apenas tiempo para llevar a Estela a la guardería antes de tomar el ómnibus que la llevaba al banco. A Juanita siempre le gustaban las mañanas y estar con Estela era una manera dichosa de iniciar cualquier día.

Al salir del edificio Estela se había adelantado corriendo y gritando:

—Mamá, no toco ninguna raya —y Juanita había sonreído, porque esquivar las rayas y las junturas de la acera era un juego que hacían con frecuencia. Fue entonces cuando percibió vagamente la
limousine
de ventanas oscuras estacionada al frente, con la puerta trasera abierta sobre la acera. Había prestado más atención cuando Estela se acercó al coche y alguien le habló desde adentro. Estela se acercó. Cuando lo hizo asomó una mano y tiró de la pequeña hacia adentro. De inmediato, Juanita corrió hasta la puerta del coche. Entonces, desde atrás, una figura que ella no había visto se adelantó y la empujó con fuerza, haciéndola tambalear y caer en el coche, tras arañarse dolorosamente las rodillas. Antes de poder recobrarse la metieron dentro y la obligaron a agacharse contra el suelo, junto con Estela. La puerta se cerró de golpe tras ella, también se cerró una puerta delantera y el coche se puso en marcha.

Ahora, con la cabeza más clara y toda la conciencia, oyó una voz que decía:

—Carajo, ¿para qué has traído a esa maldita chica?

—Había que hacerlo. La chica iba a gritar y a armar un lío llamando la atención a la policía. De esta manera vamos más rápido, sin trabajo.

Juanita se movió. Calientes cuchillos de dolor, allí donde la habían herido, penetraron hasta su cabeza. Gimió.

—Oye, puta —dijo una tercera voz— si no te quedas quieta te vamos a lastimar más. Y no te hagas ilusiones de que nadie vaya a ver nada. ¡Los cristales de este coche no dejan ver desde fuera!

Juanita permaneció inmóvil, pero luchó contra el pánico, se esforzó en pensar. Había tres hombres en el auto, dos en el asiento trasero, encima de ella, otro delante. La frase acerca de los cristales explicaba la sensación que había tenido de un gran coche con ventanillas oscuras. De manera que lo que habían dicho era exacto: era inútil procurar llamar la atención. ¿A dónde las llevaban a ella y a Estela? ¿Y por qué? Juanita no dudaba que la respuesta al segundo interrogante tenía algo que ver con el acuerdo hecho con Miles. Lo que temía se había convertido en realidad. Comprendió que estaba en grave peligro. Pero,
Virgen Santa, ¿por qué Estela
? Las dos estaban como un sándwich en el suelo del auto, y el cuerpo de Estela se agitaba en desesperados sollozos. Juanita se movió, procurando abrazarla y consolarla.

—¡Vamos,
amorato
, sé valiente, bonita!

—¡Silencio! —ordenó uno de los hombres.

Otra voz —ella creyó que era la del chófer— dijo:

—Es mejor amordazarlas y vendarles los ojos.

Juanita sintió movimientos, oyó desgarrar algo como una tela. Suplicó enloquecida:

—¡Por favor, no! Yo… —el resto de las palabras se perdieron mientras le ponían una amplia cinta adhesiva de golpe sobre su boca. Unos momentos después un trapo oscuro le cubrió los ojos, y sintió que le apretaban también con fuerza. Finalmente le agarraron las manos y se las ataron detrás. Las cuerdas cortaron sus muñecas. En el suelo del coche había polvo, y ese polvo llenó los agujeros de la nariz de Juanita; sin poder ver ni moverse, ahogada bajo la mordaza, sopló enloquecida para limpiarse la nariz y respirar. Por los movimientos a su lado comprendió que estaban haciendo lo mismo a Estela.

La desesperación la envolvió. Lágrimas de rabia, de frustración, le llenaron los ojos.
¡Maldito Wainwright! ¡Maldito Miles! ¿Dónde estás ahora
?… ¿Cómo había podido nunca consentir en… hacer posible?…
Oh, ¿por qué, por qué?… ¡Virgen Santa, ayúdame, por favor! ¡Y, si no puedes salvarme, salva al menos a Estela
!

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