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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (70 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Puso una pierna sobre la barandilla que separaba el balcón de un estrecho borde sin protección. Después pasó la otra pierna. Hasta ese momento no había tenido miedo pero ahora todo su cuerpo temblaba, y sus manos se agarraron con fuerza a la barandilla que tenía a la espalda.

Desde algún punto detrás de él oyó voces agitadas, pasos que subían corriendo las escaleras. Alguien gritó:

—¡Roscoe!

Su último pensamiento fue un versículo de Samuel I:
Ve, y que el Señor sea contigo
. Pero el último de los últimos fue para Avril.
Oh, tú, hermosa entre las mujeres… levántate amor mío, hermosa mía y ven

Luego, cuando las figuras se precipitaron por la puerta que tenía detrás, cerró los ojos y saltó al vacío.

Capítulo
25

Hay un montón de días en nuestra vida, pensó Alex Vandervoort, que mientras uno recuerde y respire, quedarán aguda y dolorosamente grabados en la memoria. Uno era el día, hacía poco más de un año, en que Ben Rosselli había anunciado su próxima muerte. Otro era hoy.

Era de noche. En casa, en su apartamento, Alex, todavía impresionado por lo que había pasado, inquieto y desalentado, esperaba a Margot. Ella llegaría pronto. Se preparó un segundo whisky con soda y echó un leño al fuego, que se estaba apagando.

Esa mañana, él había sido el primero en abrir la puerta que llevaba al alto balcón de la torre, se había precipitado escaleras arriba al oír que la gente estaba preocupada por el estado mental de Heyward, deduciendo, tras interrogar rápidamente a algunas personas, dónde podía haber ido Roscoe. Alex había gritado llamándole en el momento que se precipitaba por la puerta hacia el balcón, pero ya era demasiado tarde.

Al ver a Roscoe, que pareció suspendido un instante en el aire y desapareció luego de la vista con un terrible grito, que se apagó rápido, Alex había quedado horrorizado, temblando y por un momento, no pudo hablar. Fue Tom Straughan, que estaba detrás de él en la escalera, quien se había encargado de las cosas, ordenando que salieran todos del balcón, orden que Alex cumplió.

Después, en un acto inútil, se había cerrado con llave la puerta que daba al balcón.

Abajo, al volver al piso treinta y seis, Alex se había recobrado y había ido a informar a Jerome Patterton. Después el resto del día fue una mezcla de acontecimientos, decisiones, detalles, que se sucedían y se mezclaban unos con otros, que todo se convirtió en el epitafio de Heyward, que todavía no se había terminado, y mañana seguirían las mismas cosas. Pero, por hoy, la mujer y el hijo de Roscoe habían sido informados y consolados; se había respondido a la investigación policial… por lo menos en parte; se habían previsto los funerales… como el cuerpo era irreconocible el ataúd debía cerrarse en cuanto el juez de turno diera el permiso; se hizo un comunicado de prensa redactado por Dick French, que fue aprobado por Alex; y todavía quedaban más cuestiones que tratar o posponer.

Las respuestas a otros interrogantes se hicieron claras para Alex al final de la tarde, poco después de avisarle Dick French que debía atender a la llamada telefónica de un periodista del «Newsday», llamado Endicott. Cuando Alex le habló, el periodista pareció inquieto. Explicó que, unos minutos antes, se había enterado por la AP del aparente suicidio de Roscoe Heyward. Endicott describió luego la llamada que había hecho a Heyward esa mañana y lo que había sugerido.

—Si yo hubiera imaginado… —terminó torpemente.

Alex no intentó hacer que se sintiera más cómodo. La moral de su profesión era algo que el hombre tenía que descubrir por sí mismo.

En cambio, Alex preguntó:

—¿Su periódico todavía piensa publicar el artículo?

—Sí, señor. Estamos preparando otro titular. Fuera de eso, se publicará mañana, como habíamos pensado.

—Entonces, ¿para qué me ha llamado?

—Supongo que… deseaba decir… a alguien… que lo lamento mucho.

—Sí —dijo Alex—, yo también.

Esa noche Alex pensó de nuevo en la conversación, compadeciendo a Roscoe por la agonía mental que debía haber sufrido en los momentos finales.

En otro plano no cabía duda de que la historia del «Newsday», cuando apareciera mañana, iba a hacer gran daño al banco. Sería daño sobre daño. Pese al éxito de Alex al detener la «estampida» en Tylersville, y la ausencia de otras en otras partes, se había producido una disminución de la confianza pública en el First Mercantile American y una erosión de depósitos. Casi cuarenta millones de dólares retirados se habían escabullido en los últimos diez días, y los fondos que entraban estaban bastante por debajo del nivel usual. Al mismo tiempo el precio de las acciones del FMA había cedido mucho en la bolsa de Nueva York.

El FMA, naturalmente, no estaba solo en esto. Desde que habían corrido las primeras noticias de la insolvencia de la Supranational, un miasma de melancolía se había apoderado de los inversores y de la comunidad comercial, incluidos los banqueros; y los precios de las acciones habían marchado generalmente barranco abajo; se habían creado nuevas dudas internacionales en cuanto al valor del dólar; y ahora la cosa aparecía para algunos como el último aviso antes de la tormenta mayor de una crisis mundial.

Era, pensó Alex, como si el desmoronamiento de un gigante hubiera hecho comprender que otros gigantes, que se suponía invulnerables, iban también a desmoronarse; que ni los individuos, ni las corporaciones, ni los gobiernos, a ningún nivel, podían escapar para siempre a la ley más simple de la contabilidad: que se debe pagar lo que se debe.

Lewis D'Orsey, que había predicado desde hacía años esa doctrina, había escrito algo muy parecido en su último «Newsletter». Alex había recibido el número esa mañana por correo, le había echado una mirada y se lo había metido en el bolsillo para leerlo esa noche con más atención. Ahora lo sacó.

No crean ustedes en el mito falsamente repetido (escribía Lewis) de que hay algo complejo y elusivo que desafía cualquier análisis fácil, en las finanzas corporadas, nacionales e internacionales.

Todo es economía doméstica… ordinaria economía doméstica, en gran escala.

Los supuestos vericuetos, las ofuscaciones y las sinuosidades son un bosquecillo imaginario. No existen en realidad; han sido creados por políticos compradores de votos (lo que significa
todos
los políticos), por manipuladores y por «economistas» que tienen enfermedades de Keynes. Juntos usan a un curandero mixtificador para ocultar lo que están haciendo y han hecho.

Lo que más temen estos desaprensivos es un simple escrutinio de sus actividades a la luz clara y simple del sentido común.

Porque lo que ellos —en su mayoría los políticos— han creado por un lado es un Himalaya de deudas que ni ellos, ni nosotros ni nuestros tataranietos podremos pagar nunca. Y, por otro lado, han impreso, como si fuera papel higiénico, una cantidad de billetes, desvalorizando nuestra buena moneda —especialmente los honrados dólares respaldados por oro que alguna vez hemos tenido los norteamericanos.

Repetimos: es una simple tarea doméstica… y es la manera más deshonesta, flagrantemente incompetente de llevar las finanzas de una casa en la historia humana.

Esto, y tan sólo esto, es el
motivo
básico de la inflación.»

Había más. Lewis prefería decir muchas palabras, antes que quedarse corto.

Y también, como siempre, Lewis ofrecía una solución a los males financieros.

«Como un vaso de agua para un deshidratado y moribundo caminante, la solución está pronta y al alcance, como siempre lo ha estado y siempre lo estará.

Oro, como base, una vez más, para los sistemas monetarios mundiales.

Oro, el más antiguo, el
solo
bastión de la integridad monetaria. Oro, la
única
fuente,
incorruptible
, de la disciplina fiscal.

Oro que los políticos no pueden imprimir, o hacer, o falsificar, o desvalorizar de algún modo.

Oro que, debido a su suministro severamente limitado, establece su propio valor,
real
, eterno.

Oro que, debido a su valor consistente y cuando es base de dinero, protege los honestos ahorros de toda la gente, impidiendo que sean saqueados por los bribones, los charlatanes, los incompetentes y los soñadores en los cargos públicos.

El oro que, desde hace siglos ha demostrado que:

Sin él como base monetaria, la inflación es inevitable, seguida por la anarquía.

Con él la inflación puede ser disminuida y curada, puede retenerse la estabilidad.

El oro que Dios, en su sabiduría, tal vez haya creado con el propósito de disminuir los excesos de los hombres.

El oro que alguna vez los norteamericanos dijeron con orgullo que su dólar «vale tanto como…

El oro que algún día, pronto, Norteamérica deberá honorablemente volver a usar como su
standard
de intercambio. La alternativa —que cada día se hace más clara— es la desintegración fiscal y nacional. Por suerte, aun ahora, pese al escepticismo y a los fanáticos del antioro, hay señales de puntos de vista que han madurado en el gobierno, señales de que volvemos a la cordura…»

Alex dejó a un lado el «D'Orsey Newsletter». Como muchos banqueros y demás, a veces se había burlado de los ruidosos defensores del oro, Lewis D'Orsey, Harry Schultz, James Dines, el congresista Crane, Exter, Browne, Pick y un puñado más. Con todo, recientemente, se había preguntado si el punto de vista simplista de aquellos hombres no tendría razón. Al mismo tiempo que en el oro, ellos creían en el
laissez faire
, la función libre y no estorbada del mercado, donde se dejaba que fracasaran las compañías poco eficientes y que triunfaran las eficientes. El reverso de la moneda eran los teóricos keynesianos, que odiaban el oro y tenían fe en las manipulaciones de la economía, incluidos los subsidios y los controles a lo que llamaban «una buena afinación». ¿Acaso, se preguntó Alex, los keynesianos eran los herejes, y D'Orsey, Schultz y los otros los verdaderos profetas? Tal vez. Los profetas en otras áreas habían estado solos y se habían burlado de ellos, pero algunos habían vivido para ver cumplidas sus profecías. Un punto de vista que Alex compartía totalmente con Lewis y los otros, era que se avecinaban tiempos más sombríos. Lo cierto es que para el FMA ya habían llegado.

Oyó girar una llave. Se abrió la puerta del apartamento y entró Margot. Se quitó un abrigo con cinturón, de pelo de camello, y lo tiró sobre un sillón.

—Dios mío, Alex, no puedo quitarme a Roscoe de la cabeza. ¿Cómo ha podido hacer eso? ¿
Por qué
?

Fue directamente al bar y se preparó un trago.

—Parece que había algunos motivos —dijo él lentamente—. Están empezando a salir a la luz. Si no te molesta, Bracken, prefiero no hablar todavía de esto.

—Entiendo —se acercó a él.

Él la abrazó y se besaron.

Después de un trago él dijo:

—Háblame de Eastin, de Juanita, de la niña…

Desde ayer Margot había hecho importantes arreglos respecto a los tres.

Se sentó frente a él y bebió unos sorbos.

—Es mucho cuando todo viene junto…

—Con frecuencia las cosas pasan de esa manera —se preguntó qué otra cosa, si es que pasaba algo, ocurriría antes de que terminara este día.

—Primero Miles —empezó Margot—. Está fuera de peligro y la mejor noticia es que, por un milagro, no quedará ciego. Los médicos creen que debió de cerrar los ojos un segundo antes de que le cayera el ácido, de manera que los párpados le han salvado. Están terriblemente quemados, lógicamente, como el resto de la cara, y tendrá que someterse durante mucho tiempo a la cirugía plástica.

—¿Y las manos?

Margot sacó una libreta de su bolso y la abrió.

—El hospital se ha puesto en contacto con un cirujano en West Coast… el doctor Jack Tupper, en Oakland. Tiene fama de ser uno de los mejores especialistas para el arreglo quirúrgico de manos. Le han consultado por teléfono. Está de acuerdo en venir aquí en avión y operar a mediados de la próxima semana. Supongo que el banco pagará.

—Sí —dijo Alex—, pagará.

—He tenido una conversación —prosiguió Margot— con el agente Innes del FBI. Dice que, a cambio de que Miles Eastin se presente como testigo ante el tribunal, le ofrecen protección y una nueva identidad en otra parte del país… —dejó la libreta—. ¿Has hablado hoy con Nolan?

Alex movió la cabeza.

—No he tenido ocasión.

—Él te hablará. Quiere que uses tu influencia para lograr un empleo para Miles. Nolan dice que, si es necesario, dará puñetazos en tu escritorio para convencerte.

—No será necesario —dijo Alex—. Nuestra compañía de valores tiene tiendas de finanzas en Texas y California. Encontraremos algo para Eastin en uno de los dos puntos.

—Tal vez convenga que contraten también a Juanita. Ella dice que donde él vaya, irá ella. Y también Estela.

Alex suspiró. Se sentía contento de que, por lo menos, hubiera un final feliz. Preguntó:

—¿Qué ha dicho Tim McCartney sobre la chica?

Había sido idea de Alex mandar a Estela Núñez al Remedial Center del doctor McCartney. ¿Qué herida mental, si la había, se preguntó Alex, había caído sobre aquella criatura, como resultado del secuestro y de la tortura?

Pero el pensamiento del Remedial Center le recordaba, penosamente, a Celia.

—Te diré algo —dijo Margot—. Si tú y yo fuéramos tan cuerdos y equilibrados como la pequeña Estela, seríamos mejores personas. El doctor McCartney dice que los dos hablaron totalmente de la cosa. Como resultado, a Estela no le quedará la experiencia enterrada en el inconsciente; la recordará claramente… como una mala pesadilla, y nada más.

Alex sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Me alegro —dijo con suavidad—. De verdad.

—Ha sido un día muy ocupado —Margot se desperezó y se quitó pataleando los zapatos—. Otra de las cosas que he hecho es hablar con el departamento legal del banco sobre una compensación para Juanita. Creo que podremos arreglar algo sin tener que llevarte ante el tribunal.

—Gracias, Bracken —tomó su vaso y el de ella para volver a llenarlos. Mientras lo hacía, sonó el teléfono. Margot se levantó y atendió.

—Es Leonard Kingswood. Quiere hablarte.

Alex atravesó la sala y tomó el teléfono.

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