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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (69 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Apareció un edificio de columnas.

—Casi hemos llegado —dijo el enfermero. Tomó el pulso a Miles—. Todavía vive…

Capítulo
24

En los quince días que siguieron a la investigación oficial iniciada por el Servicio Secreto en el laberinto de finanzas de la Supranational, Roscoe Heyward había rezado para que se produjera un milagro que evitara una catástrofe total. Personalmente había asistido a reuniones con otros acreedores de la SuNatCo, con el objeto de mantener en marcha al gigante multinacional, operante y viable si era posible. Se había demostrado que era imposible. Cuanto más hurgaban los investigadores, más evidente se hacía la catástrofe financiera. También parecía probable que se lanzaran acusaciones criminales de fraude contra algunos funcionarios de la Supranational, incluido G. G. Quartermain, suponiendo que alguna vez el Gran George volviera de su escondite de Costa Rica… perspectiva poco probable por el momento.

Por lo tanto, a principios de noviembre, se presentó un expediente de quiebra contra la Supranational Corporation basándose en el Artículo 77 de la Ley de Quiebras. Aunque había sido esperado y temido, las repercusiones inmediatas afectaron al mundo entero. Grandes acreedores, al igual que compañías asociadas y muchos individuos iban a irse a pique junto con la SuNatCo. Si el First Mercantile American iba a ser uno de ellos, o si el banco podría sobrevivir sus enormes pérdidas, era considerado todavía un interrogante.

Pero ya no era un interrogante —como comprendía perfectamente Heyward— el futuro de su carrera. En el FMA, como autor de la mayor calamidad en los cien años de historia del banco, estaba virtualmente terminado. Lo que quedaba por saber era si él personalmente, estaba sujeto a alguna sanción ante las leyes del Federal Reserve, de la Contaduría de la Nación y del Servicio Secreto. Evidentemente algunos lo creían. El día anterior, un funcionario del Servicio Secreto a quien Heyward conocía bien, le había aconsejado:

—Roscoe, como amigo, te sugiero que busques un abogado.

En su despacho, poco antes de la apertura del día de trabajo, las manos de Heyward temblaban al leer en el «Wall Street Journal» el artículo, en la primera página, del expediente de quiebra para la Supranational. Fue interrumpido por su secretaria principal, mistress Callaghan.

—Míster Heyward, míster Austin desea verle.

Sin esperar permiso, Harold Austin se precipitó en el despacho. En contraste con su papel habitual de
playboy
un poco maduro, hoy parecía simplemente un viejo demasiado acicalado. Tenía la cara tensa, seria y pálida, había bolsas bajo los ojos, con ojeras traídas por la edad y la falta de sueño.

No perdió tiempo en preliminares:

—¿
Has tenido
noticias de Quartermain?

Heyward señaló el diario.

—Sólo lo que he leído… —en las últimas semanas había intentado varias veces telefonear al Gran George a Costa Rica, sin lograrlo. El presidente de la SuNatCo seguía incomunicado. Los rumores que circulaban le describían como viviendo en medio de un esplendor feudal, con un pequeño ejército de asesinos para protegerle, y afirmaban que no tenía intenciones de volver jamás a los Estados Unidos. Estaba claro que Costa Rica no iba a responder a la solicitud de extradición de los Estados Unidos, como ya lo habían probado otros estafadores y fugitivos.

—Me voy por el desagüe —dijo el Honorable Harold. Su voz estaba a punto de quebrarse—. He puesto buena parte del dinero de la familia en la SuNatCo y yo mismo estoy en un lío porque he buscado dinero para comprar Inversiones «Q».

—¿Qué
pasa
con las Inversiones «Q»?

Heyward había tratado más temprano de averiguar el estado del grupo privado de Quartermain, que debía dos millones de dólares adicionales al FMA, además de los cincuenta millones de la Supranational.

—¿Es posible que no estés enterado?

Heyward estalló:

—¡Si lo supiera no te preguntaría!

—Me enteré anoche por Inchbeck. Ese hijo de puta de Quartermain ha vendido todos los valores de las Inversiones «Q»… casi todas las acciones de las subsidiarias de la SuNatCo… cuando los precios estaban en la cumbre. Debió de llenar una piscina con dinero al contado.

Incluidos los dos millones del FMA, pensó Heyward. Preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—El canalla lo ha transferido todo a compañías propias en el extranjero, después retiró de allí el dinero, de manera que todo lo que queda de las Inversiones «Q» son… papeles sin valor… —ante el asco de Heyward, Austin empezó a tartamudear—. El verdadero dinero… mi dinero… debe estar en Costa Rica, las Bahamas, Suiza… Roscoe, tienes que sacarme de ésta… de lo contrario estoy liquidado… fundido…

Heyward dijo, claramente:

—No puedo ayudarte, Harold —estaba ya bastante preocupado por su propia participación en las Inversiones «Q» para tener que ocuparse también de Austin.

—Pero si has oído algo nuevo… si hay alguna esperanza…

—Si la hay, te lo comunicaré.

Lo más rápidamente posible Heyward hizo salir a Austin del despacho. Apenas Harold había partido cuando mistress Callaghan dijo por el intercomunicador:

—Hay un periodista del «Newsday». Se llama Endicott. Viene por lo de la Supranational y dice que es importante que hable con usted personalmente.

—Dígale que no tengo nada que decir, y avise al Departamento de Relaciones Públicas —Heyward recordaba el aviso de Dick French:
Los periodistas intentarán verle personalmente… que todos se entrevisten conmigo
. Por lo menos era un peso con el que no debía cargar.

Unos momentos después oyó de nuevo la voz de mistress Callaghan.

—Perdón, míster Heyward.

—¿Qué pasa?

—Míster Endicott está todavía en el teléfono. Me ha dicho que le diga: «¿Quiere usted que discuta acerca de Avril Deveraux con el Departamento de Relaciones Públicas o prefiere usted hablar personalmente de ella?»

Heyward se apoderó de un teléfono:

—¿Qué significa todo esto?

—Buenos días, señor —dijo una voz tranquila—. Le pido disculpas por molestarle. Soy Bruce Endicott, del «Newsday».

—Usted ha dicho a mi secretaria…

—Le he dicho, señor, que hay algunas cosas que usted sin duda prefiere discutir personalmente y no dejarlas en manos de Dick French.

¿Había un sutil énfasis en la palabra «dejarlas»? Heyward no estaba seguro. Dijo:

—Estoy muy ocupado. Puedo concederle unos minutos. Eso es todo.

—Gracias, míster Heyward. Seré breve. Nuestro periódico ha realizado ciertas investigaciones sobre la Supranational Corporation. Como usted sabe, hay mucho interés entre el público y mañana pensamos publicar un gran artículo sobre el asunto. Entre otras cosas, estamos enterados del gran préstamo de su banco a la SuNatCo. He hablado de eso con Dick French.

—Entonces ya tiene usted toda la información.

—No del todo. Nos hemos enterado, por otras fuentes, de que usted personalmente negoció el préstamo a la Supranational, y existe el problema de saber cuándo se planteó por primera vez el asunto. Con esto quiero decir: ¿cuándo pidió dinero por primera vez la SuNatCo? ¿Lo recuerda?

—Lo lamento, pero no lo recuerdo. He negociado muchos préstamos grandes.

—Pero no muchos por cincuenta millones de dólares.

—Ya he contestado a su pregunta.

—Me pregunto si puedo serle útil, señor… ¿acaso fue durante un viaje a las Bahamas, en marzo? ¿Un viaje en el que usted estuvo con míster Quartermain, el vicepresidente Stonebridge y otras personas?

Heyward vaciló.

—Sí, es posible.

—¿Podría afirmar definitivamente que fue allí? —El tono del periodista era deferente, pero era evidente que no iba a dejarse rechazar por respuestas evasivas.

—Sí, ahora lo recuerdo. Así es.

—Gracias. En ese viaje, según tengo entendido, usted viajó en el avión privado de míster Quartermain… un 707…

—Sí.

—Con cierto número de escoltas femeninas…

—Yo no las llamaría escoltas. Vagamente recuerdo que había algunas camareras.

—¿Era una de ellas Avril Deveraux? ¿La conoció usted allí y la vio luego en los días siguientes, en las Bahamas?

—Es posible. El nombre me parece conocido.

—Míster Heyward, disculpe que ponga las cosas de esta manera, pero… ¿le fue a usted ofrecida miss Deveraux… sexualmente… a cambio de que patrocinara el préstamo para la Supranational?

—¡Claro que no! —Heyward sudaba ahora, y la mano que sostenía el teléfono temblaba. Se preguntó cuánto sabía en realidad este inquisidor de modales suaves.

Lógicamente podía terminar la conversación inmediatamente; tal vez fuera lo mejor, pero, si lo hacía, iba a seguir presa de dudas, sin conocer exactamente lo que había detrás.

—Pero, como resultado de ese viaje a las Bahamas, ¿estableció usted una amistad con miss Deveraux?

—Supongo que así puede decirse. Es una persona muy simpática, agradable.

—Entonces usted
la
recuerda…

Había caído en la trampa. Admitió:

—Sí.

—Gracias, señor. A propósito, ¿ha vuelto a ver después a miss Deveraux?

La pregunta fue hecha al azar. Pero
aquel Endicott sabía
. Procurando que no se notara el temblor de su voz, Heyward persistió:

—He contestado todas las preguntas que tengo intención de contestar. Como ya le he dicho, estoy muy ocupado.

—Como usted guste, señor. Pero le prevengo que hemos hablado con miss Deveraux, que se ha mostrado extremadamente cooperativa.

¿Extremadamente cooperativa? Era natural en Avril, pensó Heyward. Especialmente si el periódico le pagaba, y supuso que así era. Pero no sentía rencor contra ella; Avril era lo que era, y nada podría cambiar jamás la dulzura que le había dado.

El periodista prosiguió:

—Ella ha suministrado detalles de sus encuentros con usted y tenemos algunas de las cuentas del Columbia Hilton… cuentas suyas, pagadas por la Supranational. ¿Quiere usted reconsiderar su afirmación, míster Heyward, de que nada de eso tiene algo que ver con el préstamo del First Mercantile American a la Supranational?

Heyward guardó silencio. ¿Qué podía decir? ¡Malditos todos los periodistas y diarios, y aquella obsesión por meterse en la intimidad de la gente, su eterno hurgar, hurgar! Sin duda alguien dentro de la SuNatCo había sido convencido para que hablara, había birlado o copiado papeles. Recordó algo que Avril había dicho sobre «la lista» —un informe confidencial de los que se divertían a costa de la Supranational. Por un tiempo su nombre había figurado en esa lista. Probablemente también tenían esa información. La ironía, lógicamente, era que Avril no había influido en modo alguno en su decisión sobre el préstamo a la SuNatCo. Estaba decidido a recomendarlo mucho antes de iniciar relaciones con ella. Pero, ¿quién iba a creerlo?

—Hay otro detalle, señor —Endicott obviamente admitió que no había respuesta a la última pregunta—. ¿Permite usted que le interrogue acerca de una compañía privada de inversiones, llamada las Inversiones «Q»? Para ahorrar tiempo le diré que hemos conseguido copias de algunos de los ficheros donde aparece usted como poseedor de dos mil acciones. ¿Correcto?

—No tengo nada que decir.

—Míster Heyward, ¿le fueron regaladas a usted esas acciones como pago por haber arreglado el préstamo a la Supranational, y préstamos posteriores, que totalizan dos millones de dólares a las Inversiones «Q»?

Sin hablar, lentamente, Roscoe Heyward cortó la comunicación.

El diario de mañana
. Era lo que había dicho el periodista. Iban a publicarlo todo, ya que evidentemente tenían las pruebas y lo que un diario iniciaba, sería repetido por los demás. No se haría ilusiones, no tenía dudas sobre lo que iba a seguir. Un periódico, un artículo, un periodista significaban caer en desgracia… total y absolutamente. No sólo en el banco, sino entre los amigos, la familia. En su iglesia, en todas partes. Su prestigio, su influencia, su orgullo iban a quedar disueltos; por primera vez comprendió que eran una frágil máscara. Todavía peor era la certeza de un juicio en lo criminal por aceptar sobornos, la posibilidad de otras acusaciones, quizá la cárcel.

Alguna vez se había preguntado qué habían sentido los alguna vez orgullosos secuaces del grupo de Nixon, arrancados de sus cargos para ser juzgados criminalmente, para que les tomaran las huellas dactilares, les despojaran de toda dignidad, y para ser juzgados por jurados que, no hacía mucho, ellos habían tratado con desprecio. Ahora lo sabía. O pronto iba a saberlo.

Le vino a la memoria una cita del Génesis:
Mi castigo es mayor de lo que puedo soportar
.

Un teléfono sonó sobre su escritorio. Lo ignoró. Ya no quedaba nada por hacer. Nada, nunca.

Casi sin darse cuenta se levantó y salió del despacho, pasó ante mistress Callaghan, que le miró de manera extraña e hizo una pregunta que él no oyó y que tampoco hubiera contestado en caso de oír. Atravesó el corredor del piso treinta y seis, pasó frente a la sala de conferencias, que había sido, hacía tan corto tiempo, palestra de sus ambiciones. Varios le hablaron. Pero él no les prestó atención. No lejos de la sala de conferencias había una pequeña puerta, que se usaba pocas veces. La abrió. Había unas escaleras hacia arriba y las subió, recorrió varios rellanos y vueltas, subiendo continuamente, sin apresurarse y sin detenerse.

Una vez, cuando la Torre de la Casa Central del FMA había sido nueva, Ben Rosselli había traído a sus ejecutivos por este camino. Heyward estaba entre ellos, y habían salido por otra puertecita, que podía ver ahora. Heyward la abrió y salió a un estrecho balcón, casi en la cúspide del edificio, por encima de la ciudad.

Un crudo viento de noviembre le golpeó, con tumultuosa fuerza. Se puso de frente y encontró que el viento le apaciguaba de alguna manera, como si le envolviera. En aquella ocasión, recordaba, Ben Rosselli había tendido las manos hacia la ciudad, diciendo: «Señores: ésta fue alguna vez la tierra prometida de mi abuelo. Lo que ustedes ven ahora, es nuestro. Recuerden, como él recordaba, que, para beneficiarse en el verdadero sentido, debemos dar, al igual que tomar.» La cosa parecía muy lejos, tanto en el precepto como en el tiempo. Ahora Heyward miró hacia abajo. Pudo ver los edificios más pequeños, el río siempre presente, con sus vueltas, el tráfico, la gente moviéndose como hormigas en la Plaza Rosselli, allá abajo. El ruido de todo llegaba hasta él, confundido y enmudecido entre el viento.

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