Traficantes de dinero (32 page)

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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
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Sin embargo estaba lejos de ser grosero y no había en él señales de estar gordo de más o de blandura. A través de la tela de toalla que lo envolvía, abultaban los músculos. Heyward observó también que en la cara del Gran George no había capas de grasa, y que su mandíbula maciza no tenía rollos de papada. Su vientre parecía tenso y chato.

En cuanto a otras grandezas la amplitud de sus corporaciones y de su apetito eran diariamente comentadas en la prensa comercial. Y su estilo de vida en este avión de doce millones de dólares era indudablemente regio.

El masajista y el mayordomo desaparecieron en silencio. Para reemplazarlos, otra vez como un nuevo personaje que surge en el escenario, apareció un
chef
—un hombre pálido, preocupado, con un lápiz, inmaculado en sus ropas de cocina, con un gorro alto que rozaba el techo de la cabina. Heyward se preguntó cuánto personal habría a bordo. Más adelante se enteró que eran en total dieciséis.

El
chef
se plantó tieso ante el sillón del Gran George, y sacó una gran carpeta de cuero negro adornada con una «Q» dorada. El gran George lo ignoró.

—Esas dificultades que han tenido en el banco —dijo Quartermain dirigiéndose a Roscoe Heyward—. Las manifestaciones. Todo lo demás. ¿Está todo arreglado? ¿Son ustedes sólidos?

—Siempre hemos sido sólidos —contestó Heyward—. Eso nunca estuvo en tela de juicio.

—El mercado no opinaba eso.

—¿Desde cuándo ha sido el mercado de Bolsa un barómetro preciso para algo?

El Gran George sonrió vagamente, después se volvió hacia la pequeña camarera japonesa:

—Rayo de Luna, tráeme la última cotización del FMA.

—Sí, señol «Q» —dijo la muchacha. Salió por una puerta delantera.

El Gran George hizo una señal hacia la dirección por la que ella había salido.

—Todavía no he logrado que pronuncie «Quartermain». Siempre me llama «Señol» —mostró los dientes a los otros—. Pero se porta muy bien en todo lo demás.

Roscoe Heyward dijo con rapidez:

—Los informes que pueda usted haber oído sobre nuestro banco se refieren a un incidente trivial, exagerado más allá de su importancia. Sucedió también en un momento de transición de la dirección.

—Pero la gente de ustedes no se ha mantenido firme —insistió el Gran George—. Han dejado que agitadores de afuera se salgan con la suya. Se han ablandado y han cedido.

—Sí, es cierto. Y confieso sinceramente que no me gustó la idea. La verdad es que me opuse.

—¡Hay que darles la cara! ¡Hay que destrozar a esos hijos de puta de una u otra manera! Nunca hay que echarse atrás —el presidente de la Supranational vació su Martini y el mayordomo reapareció no se sabía de dónde, retiró el vaso y colocó otro en la mano del Gran George. Que la bebida estaba perfectamente fría era visible por el grado de congelación exterior.

El
chef
seguía de pie, esperando. Quartermain siguió ignorándole.

Murmuró reminiscente:

—Yo tenía una fábrica de repuestos cerca de Denver. Muchas dificultades de trabajo. Demandas de aumento de salario más allá de toda razón. A principios de año el sindicato llamó a la huelga, la última de una serie. Le dije a nuestra gente, a la subsidiaria que dirige la fábrica, prevenga a esos hijos de puta que cerraremos la fábrica. Nadie nos creyó. Hicimos estudios, planeamos acuerdos. Embarcamos los instrumentos y máquinas a otra de nuestras compañías. Distribuimos los restos inactivos. Y cerramos la fábrica de Denver. De pronto ya no hubo ni fábrica, ni trabajo, ni salario. Y ahora todos… empleados, sindicato, la ciudad de Denver, el gobierno del estado, usted lo ha dicho… están de rodillas suplicando que volvamos a abrirla… —examinó su Martini, después dijo con magnanimidad—: Bueno, tal vez lo hagamos. Fabricaremos otras cosas y en nuestros términos. Pero no hemos retrocedido.

—¡Bravo, George! —dijo el Honorable Harold—. Necesitamos que haya más gente capaz de plantarse así. Pero el problema en nuestro banco ha sido algo distinto. En cierto modo estamos todavía en una situación interina, que empezó, como usted sabe, con la muerte de Ben Rosselli. Pero, para la primavera próxima, muchos de los que estamos a bordo de ese barco esperamos que Roscoe tenga firmemente el timón.

—Me alegro de oírlo. No me gusta tratar con gente que no está en lo más alto. Las personas con las que hago negocios deben tener capacidad para decidir y después mantener las decisiones.

—Le aseguro, George —dijo Heyward—, que cualquier decisión a la que lleguemos usted y yo, será sostenida por el banco.

Heyward percibió que, de manera muy hábil, el anfitrión les había colocado a él y a Harold Austin en situación de suplicantes… que es lo contrario del papel habitual de un banquero. Pero estaba el hecho de que, cualquier préstamo para la Supranational estaría libre de preocupaciones, y sería un prestigio para el FMA. Igualmente importante era el hecho de que podía ser precursor de nuevas cuentas industriales, ya que la Supranational Corporation marcaba el paso, y otros seguían el ejemplo.

El Gran George preguntó bruscamente al
chef
:

—¿Bueno, qué hay?

La figura de blanco quedó galvanizada en la acción. Tendió la carpeta negra que había tenido desde su llegada.

—El menú del almuerzo,
monsieur
. Para que lo apruebe.

El Gran George no hizo ademán de tomar la carpeta, pero echó un vistazo al contenido que tenía a la vista. Señaló con un dedo:

—Cambie esa ensalada a la Waldorf por una a la César.


Oui, monsieur
.

—Y el postre. Nada de
Glacé Martinique
. Un
Soufflé Grand Marnier
.

—Perfectamente,
monsieur
.

Lo despidió con un movimiento de cabeza. Después, cuando el
chef
se dio vuelta, el Gran George lanzó chispas:

—Y cuando pida un filete, recuerde cómo lo quiero.


Monsieur
—el
chef
hizo un ademán de imploración con la mano que tenía libre—. Ya me he disculpado dos veces por la desgracia de anoche.

—Eso no importa. La cuestión es:
¿«Cómo lo quiero»?

Con un gálico encogimiento de hombros, repitiendo una lección aprendida, el
chef
canturreó:

—Ligeramente hecho por fuera y crudo por dentro.

—No lo olvide.

El
chef
preguntó, desesperado:

—¿Cómo voy a olvidarlo,
monsieur
? —Y con la cresta caída, se fue.

—Otra cosa importante —recordó el Gran George a sus invitados— es no dejar que la gente se salga con la suya. Pago una fortuna a ese sapo para que sepa
exactamente
cómo me gusta la comida. Se equivocó anoche… no mucho, pero lo bastante como para reprenderle de manera que la próxima vez no lo olvide. ¿Cuál es la cotización? —Rayo de Luna había vuelto con una hoja de papel.

La muchacha leyó con bastante acento:

—El FMA está ahora a cuarenta y cinco y tres cuartos.

—Ahí tiene —dijo Roscoe Heyward—, hemos subido otro punto.

—Pero todavía no tanto como cuando era Rosselli quien mandaba —dijo el Gran George. Hizo una mueca—. Aunque la verdad es que, cuando se corra la voz de que ustedes están ayudando las finanzas de la Supranational, la cotización se irá a las nubes.

Podía ser peor, pensó Heyward. En el revuelto mundo de las finanzas y las cotizaciones de bolsa sucedían cosas inexplicables. Que alguien prestara dinero a alguien no parecía significar mucho, sin embargo el mercado respondería.

Pero era aún más importante que el Gran George había declarado positivamente que algún tipo de negocio iba a realizarse entre el First Mercantile American y la SuNatCo. Sin duda iban a entrar en detalles en los próximos dos días. Sintió que su excitación aumentaba.

Sobre sus cabezas sonó una suave campanilla. Afuera el jet disminuyó la marcha.

—¡Washington! —dijo Avril. Ella y las otras muchachas empezaron a sujetar a los hombres en sus asientos con pesados cinturones y dedos leves y acariciantes.

El tiempo que permanecieron en tierra, en Washington, fue todavía más breve que en la parada anterior. Con un pasajero importante como un brillante de 14 quilates, todas las prioridades para aterrizar, navegar y despegar eran axiomáticas.

Así que en menos de veinte minutos habían vuelto a la altitud de viaje, en ruta para las Bahamas.

La instalación del vicepresidente quedó a cargo de la morena, Krista, arreglo que evidentemente él aprobó.

Los hombres del Servicio Secreto que custodiaban al vicepresidente, quedaron acomodados en alguna parte en el fondo.

Poco después, el Gran George Quartermain, vestido ahora con un llamativo traje de una sola pieza de seda color crema, jovialmente les guió desde el salón del avión hasta el comedor —un apartamento ricamente decorado, predominantemente en plata y azul real. Allí los cuatro hombres, sentados ante una mesa de roble tallada, y bajo una lámpara de cristal, con Rayo de Luna, Avril, Rhetta y Krista atendiéndolos deliciosamente desde atrás, almorzaron en un estilo y una cocina que cualquiera de los grandes restaurantes del mundo hubiera tenido dificultades para igualar.

Roscoe Heyward, mientras saboreaba la comida, no compartió los diversos vinos ni el coñac de treinta años de antigüedad que se sirvió al final. Pero observó que las pesadas copas bordeadas de oro omitían la tradicional y decorativa «N» de Napoleón por una «Q».

Capítulo
7

El caliente sol de un cielo sin nubes brillaba en el lustroso césped verde del campo de golf en el Fordly Cay Club de las Bahamas.

El campo y el lujoso edificio del club figuraban entre la media docena de los más exclusivos del mundo.

Más allá del césped, una playa de arena blanca, bordeada de palmeras, desierta, se extendía como una franja del paraíso hacia la lejanía. En el borde de la playa, un translúcido mar color turquesa mordía con suavidad la costa, en pequeñas olitas. A menos de un kilómetro de la costa una línea de rompientes ponía una nota crema sobre los arrecifes de coral.

Muy cerca, junto al sendero, una exótica alfombra de flores —hibiscos, Santa Rita, peonías, frangipani— competían en una orgía de colores. El aire fresco, claro, se agitaba levemente por un céfiro, que traía el aroma de los jazmines.

—Imagino —observó el vicepresidente de los Estados Unidos— que estamos tan cerca del cielo como puede estarlo un político.

—Mi idea del cielo —dijo el Honorable Harold Austin— no incluiría divisiones —hizo una mueca y golpeó mal con su palo—. Debe haber manera de mejorar en este juego.

Los cuatro jugaban un partido… el Gran George y Roscoe Heyward contra Harold Austin y el vicepresidente.

—Lo que debería usted hacer, Harold —dijo Byron Stonebridge, el vicepresidente— es volver al Congreso y trabajar para ocupar el cargo que yo ocupo. Una vez que llegue, lo único que tendrá que hacer es jugar al golf; pero podrá tener todo el tiempo que quiera para mejorar su juego. Es un hecho histórico aceptado que todos los vicepresidentes, desde hace medio siglo, dejan el cargo convertidos en mejores jugadores de golf que cuando lo asumieron.

Y como para confirmar sus palabras, unos momentos después acertó su tercer golpe —con un hermoso palo ocho— y fue a parar directamente a la banderilla.

Stonebridge, delgado y esbelto, de movimientos fluidos, jugaba hoy un partido espectacular. Había empezado la vida como hijo de un granjero, y trabajado largas horas en una pequeña propiedad familiar; ahora, a través de los años, conservaba su cuerpo ágil. En este momento sus facciones domésticas de campesino irradiaron al ver caer la pelota, que rodó después a un palmo del hoyo.

—No está mal —reconoció el Gran George a medida que su carrito se acercaba—. Washington no te tiene muy ocupado, ¿verdad, By?

—Oh, la verdad es que no puedo quejarme. Hice un inventario de recortes de la Administración el mes pasado. Y ha habido algunas noticias que se han filtrado desde la Casa Blanca… parece que tendré que afilar los lápices pronto.

Los otros rieron como correspondía. No era un secreto que Stonebridge, exgobernador del estado, exdirigente de la minoría en el Senado, estaba inquieto y angustiado en su papel actual. Antes de la elección que le había llevado a su cargo, su compañero de fórmula, el candidato presidencial, declaró que su vicepresidente debía —en una era nueva, post Watergate— desempeñar un papel lleno de sentido y ocuparse del gobierno. Pero, como siempre después de la toma del mando, las promesas no se cumplieron.

Heyward y Quartermain pasaron al «green», después esperaron con Stonebridge, mientras el Honorable Harold, que había estado jugando a la deriva, marchaba, reía, fluctuaba y finalmente los siguió.

Los cuatro hombres formaban un grupo muy diverso. G. G. Quartermain, enorme y por encima de los otros, estaba costosamente inmaculado en unos pantalones de tartán, un cardigan de Lacoste, unos zapatos de cabritilla de la marina. Llevaba una gorra de golf roja, con una escarapela que proclamaba el codiciado status de miembro del Fordly Cay Club.

El vicepresidente estaba vestido pulcramente y con estilo: pantalones de doble punto, una camisa suavemente coloreada, y su calzado de golf era de un ambivalente blanco y negro. En dramático contraste estaba Harold Austin, vestido de la manera más deslumbrante, en un estudiado rosa fuerte y lavanda. Roscoe Heyward parecía eficientemente práctico en unos pantalones gris oscuro, una camisa de «vestir» blanca, de mangas cortas y zapatos negros. Incluso en un campo de golf recordaba al banquero.

Su progreso, desde el principio, había sido una especie de cabalgata. El Gran George y Heyward compartían un carrito eléctrico para llevar los palos; Stonebridge y el Honorable Harold ocupaban otro. Otros seis habían sido tomados por la escolta del Servicio Secreto del vicepresidente y ahora los rodeaba —a ambos lados, por adelante y por atrás— como una escuadra de guerra.

—Si tuvieras libre elección, By —dijo Roscoe Heyward—, libre elección para establecer algunas prioridades gubernamentales, ¿cuáles serían?

El día anterior, Heyward se había dirigido a Stonebridge formalmente, llamándolo «Señor Vicepresidente», pero pronto quedó tranquilizado.

—Olvidemos las formalidades. Me tienen harto. Es mejor que me tutee y me llame «By», —había dicho, y Heyward, que apreciaba el tuteo con personas importantes, quedó encantado.

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