—¿Y alguien ha preguntado qué desean?
—Parece ser que lo ha hecho uno de los guardias de seguridad. La respuesta es que vienen a abrir cuentas.
—¡Eso es ridículo! ¿
Toda
esa gente? Debe haber unas trescientas personas, según calculo desde aquí. Nunca hemos tenido tantas cuentas nuevas en un solo día.
El empleado de préstamos se encogió de hombros.
—Simplemente repito lo que he oído.
Tottenhoe, el contador, se les unió en la ventana, y en su cara apareció su habitual malhumor.
—He notificado a la Seguridad Central —informó a Edwina—. Me han asegurado que van a mandar más guardias y que míster Wainwright viene para acá. También han avisado a la policía.
Edwina comentó:
—No hay señales exteriores de violencia. Toda esa gente parece muy pacífica.
Era un grupo muy heterogéneo, según podía ver, formado en dos tercios por mujeres, con preponderancia de negros. Muchas mujeres iban acompañadas de niños. Entre los hombres, algunos llevaban mono, como si acabaran de dejar el trabajo o se encaminaran a él. Otros estaban en ropas descuidadas, algunos bien vestidos.
La gente de la fila hablaba entre sí, algunos animadamente, pero nadie parecía enemigo. Algunos, al verse observados, saludaron a los empleados del banco.
—¡Mire eso! —señaló Cliff Castleman. Había aparecido un grupo de cámaras de televisión. Mientras Edwina y los otros miraban, empezaron a filmar.
—Pacíficos o no —dijo el funcionario de préstamos—, tiene que haber un motivo para que toda esta gente venga aquí de golpe.
Un relámpago de intuición golpeó a Edwina.
—Es el Forum East —dijo—. Apostaría a que es el Forum East.
Varios otros, que tenían escritorios cercanos, se habían acercado y escuchaban.
Tottenhoe dijo:
—No abriremos hasta que hayan llegado los guardias de refuerzo.
Todos los ojos se volvieron hacia el reloj de la pared, que marcaba las nueve menos un minuto.
—No —ordenó Edwina, y levantó la voz para que los demás pudieran oírla—. Abriremos como siempre, a la hora acostumbrada. Que cada uno vuelva a su trabajo, por favor.
Tottenhoe se alejó apresurado y Edwina volvió a la plataforma y a su escritorio.
Desde su lugar de privilegio vio que las puertas principales se abrían de golpe y los primeros clientes se precipitaron. Los que habían estado a la cabeza de la fila hicieron al entrar una pausa momentánea, miraron alrededor con curiosidad, después avanzaron rápidamente, a medida que los otros los empujaban. En pocos momentos el recinto central de la gran sucursal bancaria estuvo repleto de una multitud ruidosa y charlatana. El edificio, relativamente tranquilo hacía un minuto, se había convertido en una torre de Babel. Edwina vio a un negro alto y robusto, agitando algunos billetes en la mano y proclamando:
—Quiero poner mi dinero en el banco.
Un guardia de seguridad le indicó:
—Por allí. Allí se abren las cuentas nuevas.
El guardia señaló un escritorio donde una empleada —una muchacha joven— esperaba. Parecía nerviosa. El hombre grande se dirigió hacia ella, sonrió como para tranquilizarla, y se sentó. Inmediatamente los demás se apretaron en una fila confusa, esperando turno.
Parecía que el informe de que todos venían a abrir cuentas había sido exacto, después de todo.
Edwina pudo ver al hombre grandote que se echaba hacia atrás expansivamente, siempre con los billetes en la mano. Su voz se elevó sobre el ruido de las otras conversaciones, y ella lo oyó proclamar:
—No tengo prisa. Hay algunas cosas que me gustaría explicarle.
Los otros dos mostradores fueron rápidamente atendidos por otros empleados. Con igual velocidad amplias filas de gente se formaron delante.
Normalmente tres empleados bastaban para manejar las cuentas nuevas, pero evidentemente el número era insuficiente ahora. Edwina pudo ver a Tottenhoe en el extremo del banco y le llamó por el teléfono interno. Le dio instrucciones:
—Utilice otros escritorios para atender las cuentas nuevas y ponga a atender a todo el personal de que disponga.
Incluso muy cerca del intercomunicador era difícil oír por encima del ruido.
Tottenhoe gruñó una respuesta:
—Usted comprenderá que no podemos atender hoy a toda esta gente, y los que atendamos, por muchos que sean, nos tendrán totalmente atados.
—Tengo una idea —dijo Edwina—, eso es lo que alguien desea. Apresure el proceso todo lo que pueda.
Sin embargo sabía que, por mucho que se apresuraran, se tardaba entre diez y quince minutos para abrir cada nueva cuenta. Siempre era así. El papeleo requería ese tiempo.
Primero había un formulario de solicitud para averiguar el domicilio, el empleo, el seguro social y detalles de familia. Había que conseguir un ejemplo de tipo medio de la firma del solicitante. Después se requería prueba de su identidad. Tras todo esto, los empleados llevaban los documentos a un funcionario del banco, para que los aprobara y clasificara. Finalmente se entregaba una libreta de ahorros, o un talonario provisional de cheques.
Por consiguiente el máximo de cuentas nuevas que cualquier empleado bancario podía abrir en una hora era de cinco, de modo que, todo lo que los tres empleados que estaban trabajando podían alcanzar era un total de noventa cuentas en un día de trabajo,
si
trabajaban a toda velocidad, lo que era improbable.
Incluso triplicar el número de empleados en la tarea no permitiría que se abrieran más de doscientas cincuenta cuentas en un día y, ya en los primeros minutos de trabajo, había en el banco más de cuatrocientas personas, otras seguían entrando, y la fila de afuera, que Edwina se levantó para ir a comprobar, parecía más larga que nunca.
El ruido dentro del banco seguía aumentando. Se había convertido en un rugido.
Otro problema era que la creciente masa de los llegados al recinto impedía el acceso de otros clientes a los mostradores. Edwina pudo ver algunos afuera, que miraban aquella barahúnda con consternación. Mientras ella miraba, algunos se cansaron y se marcharon.
Dentro del banco los recién llegados conversaban con los pagadores, y los pagadores, que no tenían nada que hacer a causa de la confusión, charlaban también.
Dos ayudantes de la gerencia habían ido a la zona central y procuraban controlar el fluir de la gente, abriendo también algún espacio ante los mostradores. Pero no tenían mucho éxito.
Sin embargo, no había hostilidad evidente. Todos los que estaban en el repleto banco, cuando los miembros del personal les dirigían la palabra contestaban cortésmente y con una sonrisa. Era, pensó Edwina, como si todos los aquí presentes hubieran recibido instrucciones de portarse lo mejor posible.
Decidió que había llegado el momento de intervenir.
Edwina dejó la plataforma y la zona cercada donde estaba el personal y con dificultad, se abrió paso entre la confusión de gente hasta la puerta principal. Hizo señas a dos guardias de seguridad, que se abrieron paso a codazos para llegar hasta ella, y ordenó:
—Ya hay bastante gente en el banco. Que todo el mundo se quede ahora fuera. Dejen entrar sólo cuando otros hayan salido. Naturalmente, nuestros clientes habituales deben tener preferencia y hay que dejarles pasar cuando lleguen.
El más viejo de los guardias acercó su cabeza a la de Edwina para hacerse oír.
—No va a ser fácil, mistress D'Orsey. Reconocemos muchos clientes, pero hay muchos que no conocemos. Vienen demasiadas personas diariamente para que las conozcamos a todas.
—Otra cosa —interrumpió el otro guardia—, cuando llega alguien los que están fuera gritan: «A la cola». Si favorecemos a algunos podemos provocar una revuelta.
Edwina aseguró:
—No habrá revuelta. Haga todo lo que pueda.
Al volverse, Edwina habló con varios de los que esperaban. Las constantes conversaciones que los rodeaban impedían que la oyeran y tuvo que levantar la voz.
—Soy la gerente. ¿Podrían ustedes decirme por qué han venido hoy todos aquí?
—Estamos abriendo cuentas —contestó una mujer que estaba junto a Edwina, con un niño. Tuvo una risita—. No hay nada malo en eso, ¿verdad?
—Y ustedes han puesto anuncios —intervino una voz de negro—. Dicen que por pequeña que sea una cantidad se puede empezar con ella.
—Es verdad —dijo Edwina— y el banco ha hablado en serio. Pero debe haber algún motivo para que todos ustedes hayan decidido venir juntos.
—Puede usted decir —chilló un viejo cadavérico— que todos somos del Forum East.
Una voz joven intervino:
—O queremos serlo.
—Por eso todavía no me… —empezó Edwina.
—Tal vez yo pueda explicarle, señora —un hombre negro, de mediana edad y aspecto distinguido, se abrió paso entre la marea de gente.
—Hágalo, por favor.
En el mismo momento Edwina fue consciente de otra figura a su lado. Al volverse vio que era Nolan Wainwright. Y en la puerta principal había varios nuevos guardias de seguridad, para ayudar a los dos habituales. Edwina lanzó una mirada interrogativa al jefe de Seguridad, que aconsejó:
—Adelante. Lo está usted haciendo muy bien.
El hombre que se había adelantado, dijo:
—Buenos días, señora. No sabía que hubiera mujeres gerentes de banco.
—Bueno, las hay —contestó Edwina—. Y cada vez somos más. Supongo que usted cree en la igualdad de las mujeres, ¿míster…?
—Orinda. Seth Orinda, señora. Y le aseguro que creo en eso, y también en muchas otras cosas.
—¿Y es una de esas otras cosas la que los ha traído hoy aquí?
—En cierto modo así puede decirse.
—¿Exactamente de qué modo?
—Creo que está usted enterada que todos somos del Forum East.
Ella reconoció:
—Eso me han dicho.
—Lo que hacemos puede calificarse de un acto de esperanza —el bien vestido portavoz marcó con cuidado las palabras. Habían sido escritas y ensayadas. Más gente se acercó, y las conversaciones se apaciguaron al escuchar.
Orinda prosiguió:
—Este banco, según dice, no tiene bastante dinero para seguir ayudando a la construcción del Forum East. De todos modos el banco ha reducido a la mitad el dinero que nos otorgaba, y algunos creemos que todavía cortarán otra mitad, es decir, si alguien no se pone a tocar el tambor y hace algo.
Edwina dijo agudamente:
—Y hacer algo, supongo, significa llevar a un punto muerto todos los negocios de esta sucursal —mientras hablaba fue consciente de varias caras nuevas entre la multitud, de libretas que se abrían y del correr de lápices. Comprendió que habían llegado los periodistas.
Evidentemente alguien había avisado de antemano a la prensa, lo que explicaba la presencia del equipo de televisión afuera. Edwina se preguntó quién lo habría hecho.
Seth Orina pareció apenado.
—Lo que estamos haciendo, señora, es traer todo el dinero que podemos juntar nosotros, pobre gente, para ayudar al banco en estos momentos de prueba.
—Sí, —intervino otra voz—, y que no nos vengan con que eso no es buena vecindad.
Nolan Wainwright exclamó:
—¡Eso es una tontería! Este banco no está en dificultades.
—Si no está en dificultades —preguntó una mujer— ¿por qué ha hecho lo que ha hecho con el Forum East?
—La posición del banco fue aclarada en el anuncio —contestó Edwina—. Es una cuestión de prioridades. Además, el banco ha dicho que espera reanudar la financiación más adelante —incluso a ella las palabras le parecieron huecas. Otros también lo pensaron, porque estalló un coro de risas burlonas.
Fue la primera nota de fealdad y de enemistad. El hombre de apariencia distinguida, Seth Orinda, se volvió bruscamente y levantó la mano llamando al orden. Las burlas cesaron.
—Vean ustedes cómo se ve aquí la cosa —afirmó, dirigiéndose a Edwina— el hecho es que todos hemos venido a poner dinero en su banco. Es a esto a lo que me refiero cuando hablo de un acto de esperanza. Pensábamos que, cuando nos vieran a todos, y comprendieran lo que sentimos, tal vez cambiarían ustedes de idea.
—¿Y si no cambiamos?
—Entonces supongo que seguiremos buscando más gente y un poquito más de dinero. Y podemos hacerlo. Tenemos muchas almas bondadosas que seguirán viniendo hoy, y mañana, y pasado mañana. Y, para el fin de semana, se habrá corrido la voz —se volvió hacia los periodistas— de manera que habrá otros, y no sólo del Forum East, que se nos unirán la próxima semana. Nada más que para abrir una cuenta. Para ayudar a este pobre banco. Nada más.
Muchas voces añadieron alegremente:
—Sí, hombre, mucha más gente… no nadamos en oro, pero no cabe duda de que somos muchos… Digan a sus amigos que vengan a apoyarnos.
—Lógicamente —dijo Orinda con expresión inocente— algunas de las personas que ponen hoy dinero en el banco tendrán que venir a sacarlo mañana, o al día siguiente, o la próxima semana. Muchos tienen poco, y no pueden dejar aquí el dinero mucho tiempo. Pero, en cuanto sea posible, volveremos a ponerlo… —sus ojos brillaron con travesura—. Queremos, que estén ustedes ocupados.
—Sí —dijo Edwina—, ya entiendo lo que quieren.
Una periodista esbelta y rubia, preguntó:
—Míster Orinda: ¿cuánto dinero depositarán todos ustedes en el banco?
—No mucho —fue la alegre respuesta—, muchos han traído sólo cinco dólares. Es la cantidad menor que acepta este banco. ¿No es verdad? —miró a Edwina, que asintió.
Algunos bancos, como sabían Edwina y algunos de los oyentes, requerían un mínimo de cincuenta dólares para abrir una cuenta de ahorros, y de cien dólares para cuenta corriente. Algunos pocos no tenían el mínimo. El First Mercantile American que buscaba alentar a los pequeños ahorristas, había aceptado un mínimo de cinco dólares.
Otra cosa: una vez que una cuenta era aceptada, la mayoría de los originales cinco dólares podían ser retirados, dejando cualquier balance de crédito para mantener la cuenta abierta. Seth Orinda y los otros habían comprendido claramente esto y se proponían ahogar la sucursal bancaria del centro con transacciones de depósitos y retiros. Edwina pensó: es posible que lo logren.
Sin embargo no se estaba haciendo nada ilegal ni obstructivo.
Pese a sus responsabilidades y a su rabia de hacía unos momentos, Edwina tuvo la tentación de reír, aunque comprendió que no debía hacerlo. Miró de nuevo a Nolan Wainwright que se encogió de hombros y dijo tranquilamente: