Traficantes de dinero (30 page)

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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
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Capítulo
5

—¡Maldición, Alex —dijo Margot—, lo lamento muchísimo!

—Tal como ha sucedido, yo también lo lamento.

—Desollaría vivo a ese periodista piojoso. Por lo menos no ha mencionado que soy pariente de Edwina.

—No muchos lo saben —dijo Alex—, ni siquiera en el banco. De todos modos los amantes son noticia más viva que los primos.

Era cerca de la medianoche. Estaban en el apartamento de Alex, y era la primera cita desde que se había iniciado la invasión de la sucursal central del FMA. El comentario de
Con la Oreja en Tierra
había aparecido el día anterior.

Hacía algunos minutos que había llegado Margot, tras representar a un cliente ante un tribunal nocturno: un borracho habitual y rico, cuya costumbre de atacar a quien fuera cuando estaba bebido era una de las pocas y continuas fuentes de ingreso de Margot.

—Supongo que el periodista cumplió con su deber —dijo Alex—. Y casi seguramente tu nombre habría aparecido de todos modos.

Ella dijo con aire contrito:

—Quise asegurarme de que no apareciera. Sólo unas pocas personas estaban enteradas y yo quería que las cosas siguieran así.

Él sacudió la cabeza.

—No había manera. Nolan Wainwright me lo dijo esta mañana, y éstas fueron sus palabras: «Todo el asunto parece planeado por la propia mano de Margot Bracken». Y Nolan había empezado a interrogar a la gente. Antes era detective de la policía, ¿sabes? Alguno habría hablado si el comentario no hubiese aparecido.

—Pero no necesitaban mencionar
tu
nombre.

—Si quieres saber la verdad —dijo Alex sonriendo—, me gusta un poquito eso de «equidistante banquero».

Pero la sonrisa era falsa y comprendió que Margot se daba cuenta. La verdad era que el comentario le había sacudido y deprimido. Seguía deprimido esa noche, aunque se había alegrado cuando Margot telefoneó para anunciar que venía.

Preguntó:

—¿Has hablado hoy con Edwina?

—Sí, la he telefoneado. No parecía enojada. Nos conocemos bien. Además, a ella le gusta que el Forum East esté otra vez en marcha… con todo. Tú también debes estar contento.

—Ya conoces mis sentimientos sobre el asunto. Pero eso no quiere decir que apruebe tus turbios métodos, Bracken.

Había hablado con más rudeza de lo que pensaba. Margot reaccionó con rapidez.

—No ha habido nada turbio en lo que yo o mi gente hemos hecho. Y no sé si puede decirse lo mismo de tu maldito banco.

Él levantó las manos, a la defensiva.

—No discutamos. No esta noche.

—Entonces no digas esas cosas.

—Está bien. No las diré.

La rabia momentánea de ambos desapareció.

Margot dijo, pensativa:

—Dime… ¿cuando todo empezó, no se te ocurrió que yo podía estar metida en el ajo?

—Sí. En parte porque te conozco bien y recordé que te habías callado la boca sobre lo del Forum East, cuando esperaba que nos hicieras trizas a mí y al banco.

—¿Se te hicieron difíciles las cosas… cuando se analizaba el asunto en el banco?

Él contestó bruscamente:

—Sí, así fue. No sabía si convenía compartir lo que sospechaba o callarme. Como mencionar tu nombre no hubiera supuesto nada importante ante lo que estaba pasando, me callé. Ahora comprendo que hice mal.

—¿De manera que ahora algunos creen que tú estabas enterado?

—Roscoe lo cree. Tal vez Jerome. No estoy seguro de los demás.

Siguió un silencio incierto hasta que Margot preguntó:

—¿Te importa? ¿Importa mucho? —Por primera vez desde que se conocían la voz de ella era ansiosa. La preocupación ensombrecía su cara.

Alex se encogió de hombros, y decidió tranquilizarla.

—Realmente no importa, creo. No te preocupes. Sobreviviré.

Pero importaba. Importaba mucho en el FMA, a pesar de lo que acababa de decir, y el incidente había sido doblemente infortunado en aquel momento.

Alex estaba seguro de que la mayoría de los directores del banco había visto el comentario donde aparecía su nombre y la pregunta pertinente: «
¿Conocía Alex y aprobó la invasión de su propio hogar?
» Y, si algunos no lo habían visto, Roscoe Heyward se iba a encargar de que lo vieran.

Heyward había mostrado claramente su actitud.

Aquella mañana Alex había ido a ver directamente a Jerome Patterton cuando el presidente llegó, a las 10 de la mañana. Pero Heyward, cuyo despacho estaba más cerca, había llegado antes.

—Adelante, Alex —había dicho Patterton—. Es mejor que tengamos una sola reunión de tres y no dos reuniones por separado.

—Antes de hablar, Jerome —dijo Alex—, quiero ser el primero en mencionar el tema. ¿Ha visto esto? —puso el recorte del comentario de
Con la Oreja en Tierra
sobre el escritorio.

Sin esperar, Heyward dijo, con mal tono:

—¿Cree que hay alguien en el banco que no lo haya visto?

Patterton suspiró.

—Sí, Alex, estoy enterado y desearía no estarlo. También hay una docena de personas que me ha llamado la atención sobre el asunto y no me cabe duda de que habrá otras.

Alex dijo con firmeza:

—Entonces tiene usted derecho a saber que lo que está ahí impreso es para crear problemas y nada más. Le doy mi palabra de que ignoraba absolutamente todo lo que pasó en la sucursal central, y que no sabía más que los otros cuando la cosa estaba en marcha.

—Mucha gente creerá —comentó Roscoe Heyward— que, dadas sus «relaciones» —puso un énfasis sardónico en la palabra «relaciones»— esa ignorancia es improbable.

—La explicación que he dado —exclamó Alex— está dirigida únicamente a Jerome.

Pero Heyward se negó a que le dejaran de lado.

—Cuando la reputación del banco se ve públicamente disminuida, a todos nos importa. En cuanto a su supuesta explicación: ¿realmente supone que alguien puede creer que todo el miércoles, el jueves, el viernes, el fin de semana y hasta el lunes, no tenía usted idea, ninguna idea, de que su amiga estuviera metida en el asunto?

Patterton dijo:

—Vamos, Alex: ¿qué contesta usted a eso?

Alex sintió que la cara se le ponía colorada. Estaba dolido —y se había sentido así varias veces desde el día anterior— de que Margot le hubiera colocado en esta posición absurda.

Con toda la tranquilidad que pudo, contó a Patterton la sospecha que había tenido la semana pasada de que Margot pudiera estar metida en el asunto, y su idea de que nada se ganaba si discutía con los otros esa posibilidad. Explicó, además, que hacía más de una semana que no había visto a Margot.

—Nolan Wainwright opinaba lo mismo —añadió Alex—. Me lo dijo esta mañana temprano. Pero Nolan también se calló, porque, para ambos, no era más que una impresión, un presentimiento, hasta que apareció el comentario.

—Tal vez alguien le crea, Alex —dijo Roscoe Heyward. Su tono y expresión afirmaban:
Yo no
.

—Vamos, vamos, Roscoe —protestó con suavidad Patterton—. Está bien, Alex. Acepto su explicación. Aunque confío en que use de su influencia con miss Bracken para que, en el futuro, dirija su artillería hacia otra parte.

Heyward añadió:

—Sería mejor que no la dirigiera hacia ninguna parte.

Ignorando la última frase, Alex dijo al presidente del banco, con una sonrisa que era una mueca apretada:

—Puede contar con eso.

—Gracias.

Alex estaba seguro de que había oído la última palabra de Patterton sobre el tema, y que la relación de ambos podía volver a ser normal, por lo menos en la superficie. Pero no estaba tan seguro de lo que había detrás de la superficie. Probablemente en la mente de Patterton y en la de otros —incluidos algunos miembros del Directorio— la lealtad de Alex tendría, a partir de ahora, un interrogante de duda. Y, si no era eso, podía haber reservas respecto a la discreción de Alex con las amistades que tenía.

De cualquier modo aquellas dudas y reservas iban a estar en la mente de los directores al llegar el fin de año, cuando estuviera cerca el retiro de Jerome Patterton y la Dirección volviera a plantearse el problema de la presidencia del banco. Y, aunque los directores eran grandes hombres en algunos sentidos, en otros, como Alex sabía muy bien, podían ser mezquinos y estar llenos de prejuicios.

¿Por qué? ¿Por qué tenía que haber pasado aquello justamente
ahora
?

Su humor sombrío se agudizó, mientras Margot le miraba, con ojos interrogantes y una expresión todavía ansiosa e incierta.

Margot dijo, con más seriedad que antes:

—Te he creado dificultades. Muchas, creo. No finjamos que no es así.

Él estuvo a punto de tranquilizarla de nuevo, pero cambió la idea, comprendiendo que había llegado el momento de que fueran sinceros consigo mismos.

—Otra cosa —prosiguió Margot—, quiero que recuerdes que hablamos de esto sabiendo lo que podía pasar… preguntándonos si podíamos seguir siendo como somos… gente independiente… y continuar juntos sin embargo…

—Sí —dijo él—, recuerdo…

—La verdad —dijo ella con tristeza— es que no esperaba que todo llegara tan pronto al punto que ha llegado.

Él tendió los brazos hacia ella, como había hecho antes tantas veces, pero Margot se apartó y movió la cabeza.

—No. Arreglemos antes esto.

Él comprendió que, sin aviso, y sin que ninguno de los dos lo quisiera, su relación había llegado a una crisis.

—Volverá a pasar de nuevo, Alex. No nos engañemos creyendo que no pasará. Oh, no con el banco, pero con otras cosas relacionadas. Y quiero estar segura de que podremos afrontarlo cuando se presente, y no sólo una vez, esperando que sea la última.

Él sabía que lo que ella había dicho era verdad. La vida de Margot era una vida de confrontaciones; y habría otras. Y, aunque algunas fueran remotas a sus propios intereses, otras no lo serían.

También era verdad, como Margot había señalado, que antes habían hablado del asunto… hacía una semana y media. Pero entonces la discusión había sido en abstracto, la elección era menos clara, no estaba agudamente definida como lo exigían ahora los acontecimientos de la semana anterior.

—Una cosa que tú y yo podríamos hacer —dijo Margot— es separarnos ahora, cuando nos divertimos juntos, cuando todavía lo tenemos en la mano… Sin rencores de ninguna de las dos partes; simplemente una conclusión inteligente. Si lo hacemos, si dejamos de vernos y de que nos vean juntos, el comentario correrá rápido. Siempre es así. Y, aunque no borre lo que ha pasado en el banco, facilitará para ti las cosas.

Alex comprendió que aquello también era verdad. Sintió la rápida tentación de aceptar el ofrecimiento, de exorcizar —limpia y rápidamente— aquella complicación de su vida, una complicación que probablemente se volvería mayor y no menor, con el correr de los años. Otra vez se preguntó: ¿Por qué los problemas, las presiones, llegan todos juntos?… Celia había empeorado; Ben Rosselli había muerto; había una lucha en el banco; el inmerecido hostigamiento de hoy. Y ahora Margot. ¿Por qué?

La pregunta le recordó algo que había pasado años atrás, en una visita a la ciudad canadiense de Vancouver. Una mujer joven se había suicidado saltando desde el piso veinticuatro de un cuarto de hotel y, antes de saltar, había garabateado con lápiz de labios en el cristal de la ventana:
¿Por qué, oh, por qué?
Alex no la conocía y no supo más tarde cuáles habían sido sus problemas; que ella suponía sin solución. Pero se había alojado en el mismo piso del hotel y un asistente de la gerencia, muy charlatán, le había mostrado la triste ventana, manchada con lápiz de labios. El recuerdo nunca lo había abandonado.

¿Por qué, oh, por qué
, elegimos como elegimos? ¿O por qué la vida nos obliga a hacerlo? ¿Por qué se había casado con Celia? ¿Por qué ella se había vuelto loca? ¿Por qué seguía retrocediendo ante la catarsis del divorcio? ¿Por qué tenía Margot que ser una activista? ¿Por qué consideraba ahora la idea de perder a Margot? ¿Hasta qué punto deseaba ser presidente del FMA?

¡
No tanto
!

Tomó una decisión forzada, controlada, y expulsó de sí el pesar. ¡
Qué se fuera al diablo
! Por ningún FMA, por ninguna Dirección, por ninguna ambición personal, iba a entregar,
nunca
, su libertad privada de acción y su independencia. Y no iba a dejar tampoco a Margot.

—Lo más importante —dijo— es
si tú
quieres lo que acabas de sugerir ahora… si quieres una «conclusión razonable».

Margot habló en medio de las lágrimas.

—Claro que no.

—Pues yo tampoco la quiero, Bracken. Y no creo que jamás llegue a desearlo. Alegrémonos pues de que haya pasado esto, porque hemos probado algo y ninguno de los dos tendrá que volver a demostrarlo.

Esta vez, cuando él tendió los brazos, ella no retrocedió.

Capítulo
6

—Roscoe, viejo —dijo por teléfono el Honorable Harold Austin, con tono de estar muy satisfecho consigo mismo—. He estado hablando con el Gran George. Nos invita a ti y a mí a jugar al golf en las Bahamas el viernes.

Roscoe Heyward contrajo los labios, dudoso. Estaba en su casa de Shaker Heights, en el despacho, una tarde de sábado en el mes de marzo. Antes de atender el teléfono había estado examinando un portafolio con declaraciones financieras, junto a otros papeles desparramados en el suelo, alrededor de su sillón de cuero.

—No creo poder salir tan pronto y tan lejos —dijo al Honorable Harold—. ¿No sería mejor organizar un encuentro en Nueva York?

—Claro que podríamos intentarlo. Aunque sería estúpido, porque el Gran George prefiere Nassau; y porque al Gran George le gusta arreglar los negocios en un campo de golf…
nuestro
tipo de negocios, que él atiende personalmente.

Era innecesario para cualquiera de los dos identificar al «Gran George». La verdad era que pocos, en la industria, en los bancos o en la vida privada lo juzgaban necesario.

G. G. Quartermain, presidente del consejo Director y jefe ejecutivo de la Supranational Corporation —SuNatCo— era un toro bravo, que poseía más poder que muchos jefes de Estado y lo ejercía como un rey. Sus intereses y su influencia se extendían por el mundo entero, como los de la corporación cuyo destino dirigía. Dentro de la SuNatCo y fuera era invariablemente admirado, odiado, cortejado, agasajado y temido.

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