Edwina D'Orsey testimonió, al igual que Tottenhoe, Gayne, de la auditoría central, y otro colega auditor. El agente especial del FBI, Innes, presentó como prueba el reconocimiento de culpa firmado por Miles Eastin en lo referente al robo de caja, hecho en el cuartel general local del FBI después de la confesión que Nolan Wainwright le había arrancado en su apartamento.
Dos semanas antes del juicio, al descubrirse los procedimientos, el abogado defensor objetó el documento del FBI, e hizo una moción para que fuera retirado de la evidencia. La moción fue negada. El juez Underwood señaló que, antes de que Eastin hiciera la declaración, había sido adecuadamente alertado sobre sus derechos legales, en presencia de testigos.
La primera confesión obtenida por Nolan Wainwright, cuya legalidad hubiera podido ser rechazada más efectivamente, no era necesaria y, por lo tanto, no fue presentada.
Ver a Miles Eastin ante el tribunal deprimió a Edwina. Estaba pálido y consumido, con ojeras oscuras bordeándole los ojos. Su acostumbrada alegría había desaparecido y, en contraste con la meticulosidad inmaculada que ella recordaba, tenía el traje arrugado y el pelo revuelto. Parecía haber envejecido desde la noche de la visita de los auditores.
El testimonio de Edwina fue breve y circunstancial y lo dijo directamente. Mientras era suavemente interrogada por el abogado defensor, ella había mirado varias veces hacia Miles Eastin, pero él tenía la cabeza baja y evitó su mirada.
También testigo de la acusación —aunque de mala gana— fue Juanita Núñez. Estaba nerviosa y al tribunal le costó trabajo oírla. En dos ocasiones intervino el juez para pedir a Juanita que levantara la voz, aunque lo hizo de manera afable y gentil ya que, para entonces, su inocencia en todo el asunto había quedado demostrada.
Juanita no mostró rencor hacia Eastin al testimoniar, y sus respuestas fueron breves, de manera que el acusador tuvo que presionarla constantemente para que las ampliara. Era evidente que lo único que ella deseaba era terminar cuanto antes.
El defensor, con una sabia decisión tardía, rechazó el derecho a interrogarla.
Fue inmediatamente después de la declaración de Juanita cuando el defensor, tras consultar entre dientes con su cliente, pidió autorización para acercarse a la tribuna. El permiso fue otorgado. El acusador, el juez y el defensor se entregaron entonces a un coloquio en voz baja, durante el cual el último pidió autorización para cambiar la defensa original de Miles Eastin de «no culpable» por la de «culpable».
El juez Underwood, un patriarca de voz apacible, pero hecho de un acero que no estaba muy lejos de la superficie, examinó a ambos abogados y habló también en voz baja, de manera que el jurado no pudiera oír.
—Está bien, se reconocerá el cargo de «culpable» si el acusado así lo desea. Pero debo comunicar al abogado defensor que, al punto que hemos llegado, ese reconocimiento representa poca o ninguna diferencia.
Haciendo que el jurado evacuara el tribunal, el juez interrogó a Eastin, confirmó que el acusado deseaba cambiar la defensa y que comprendía las consecuencias. A todas las preguntas el prisionero contestó pesadamente:
—Sí, excelencia.
El juez volvió a llamar al jurado a la sala y lo despidió.
Tras un ardiente discurso del joven abogado defensor, pidiendo clemencia, donde incluso recordó que su cliente no tenía antecedentes criminales, Miles Eastin fue entregado a la custodia para ser sentenciado la semana siguiente.
Nolan Wainwright, aunque no había sido llamado a testimoniar, había estado presente en todas las actuaciones del tribunal. Cuando el ujier convocó para el caso siguiente y el contingente de testigos del banco salió del salón, el jefe de Seguridad se puso junto a Juanita.
—Mistress Núñez: ¿podría hablar unos minutos con usted?
Ella le miró con una mezcla de hostilidad e indiferencia, después movió la cabeza.
—Todo ha terminado. Además, tengo que volver al trabajo.
Cuando salieron del edificio del Tribunal Federal, situado sólo a unas manzanas de la Torre Central del FMA y de la sucursal, él insistió:
—¿Va usted caminando hasta el banco? ¿En seguida?
Ella asintió:
—Por favor: me gustaría caminar con usted.
Juanita se encogió de hombros.
—Si quiere…
Wainwright observó que Edwina D'Orsey, Tottenhoe y los dos auditores, que también se dirigían al banco, cruzaban una esquina. Deliberadamente se demoró, dejando pasar una luz verde que daba paso a los transeúntes, para que los otros siguieran adelante.
—Mire —dijo Wainwright—, si hay algo que siempre me ha sido difícil es pedir perdón.
Juanita dijo con sequedad:
—¿Por qué se preocupa? Es sólo una palabra, que no significa mucho.
—Porque quiero decirla. Y le pido perdón… a usted. Perdón. Por las molestias que le causé, por no creer que usted decía la verdad cuando la decía y necesitaba que alguien la ayudara.
—¿Y ahora se siente mejor? ¿Ya se ha tragado la aspirina? ¿Se le pasó el dolor?
—Usted no facilita las cosas.
Ella se detuvo.
—¿Acaso las facilitó usted? —La carita de elfo estaba levantada, sus oscuros ojos enfrentaron los de él, y por primera vez, él sintió por debajo de ella una corriente de fuerza y de independencia. También, sorprendido, sintió que era consciente de ella sexualmente, y con fuerza.
—No, no las facilité. Por eso quiero ayudarla ahora, si es que puedo.
—¿Ayudarme en qué?
—Para que consiga que su marido le pase alimentos y dinero para mantener a su hija —le habló de las averiguaciones del FBI respecto a su marido ausente, Carlos, y de cómo le habían encontrado en Phoenix, Arizona.
—Trabaja allí como mecánico en motores y evidentemente está ganando dinero.
—Entonces me alegro por Carlos.
—Lo que estaba pensando —dijo Wainwright— es que debería usted consultar a uno de los abogados del banco. Yo podría arreglar eso. El abogado le aconsejará sin duda que inicie juicio a su marido y después yo me encargo de que no le cobren a usted los honorarios.
—¿Y por qué va a hacer eso?
—Es algo que le debemos.
Ella movió la cabeza.
—No.
Él se preguntó si ella había entendido bien.
—Eso significa —dijo Wainwright— que habría una orden del tribunal y que su marido le mandaría dinero para el mantenimiento de su hijita.
—¿Y acaso eso podrá convertir a Carlos en un hombre?
—¿Y eso importa?
—Importa que no lo obliguen. Él sabe que yo estoy aquí y que Estela está conmigo. Si Carlos quisiera mandarnos dinero, lo mandaría.
Si no, ¿para qué?
—añadió suavemente.
Era como un combate de esgrima entre las sombras. Él dijo exasperado:
—Nunca la podré entender.
Inesperadamente Juanita sonrió.
—No es necesario que me entienda.
Caminaron la escasa distancia hasta el banco en silencio, mientras Wainwright calmaba su frustración. Hubiera deseado que ella le diera las gracias por su oferta; en caso de haberlo hecho la cosa hubiera significado, por lo menos, que le había tomado en serio. Procuró entender los razonamientos de ella y los valores en los que se basaba. Después de eso imaginó que ella aceptaba la vida tal como se presentaba, con suerte o con desgracia, con esperanzas que surgían o anhelos hechos trizas. En cierto modo la envidiaba y, por este motivo y por la atracción sexual que había experimentado hacía unos momentos, tuvo ganas de conocerla mejor.
—Mistress Núñez —dijo Nolan Wainwright— quisiera pedirle algo.
—Diga.
—Si usted tiene un problema, un problema verdadero, algo en lo que yo pudiera ayudarla, ¿quiere usted recurrir a mí?
Era la segunda vez que le hacían esa oferta en los últimos días.
—Tal vez.
Aquella —hasta mucho tiempo después— fue la última conversación entre Wainwright y Juanita. Él sintió que había hecho todo lo que había podido, y tenía otras cosas en la mente. Una de esas cosas era un tema que había discutido con Alex Vandervoort hacía dos meses… implantar un espía encubierto para descubrir la fuente de las tarjetas de crédito falsificadas, que seguían provocando profundas heridas financieras en el sistema de tarjetas clave.
Wainwright había descubierto a un expresidiario, conocido como «Vic», que estaba dispuesto a correr el considerable peligro que suponía a cambio de dinero. Habían tenido un encuentro secreto, bajo cuidadosas precauciones. Preparaban otro.
La ardiente esperanza de Wainwright era llevar ante la justicia a los falsificadores de tarjetas, como lo había hecho unos días antes con el condenado Miles Eastin.
La semana siguiente, cuando Eastin compareció una vez más ante el juez Underwood —esta vez para escuchar la sentencia— Nolan Wainwright era el único representante del First Mercantile American que estaba en el salón.
Con el prisionero de pie, de cara a la tribuna, el juez se tomó tiempo para seleccionar varios papeles y tenderlos ante sí, después miró fríamente a Eastin.
—¿Tiene usted algo que decir?
—No, señoría —la voz era apenas perceptible.
—He recibido un informe del oficial de pruebas… —el juez Underwood hizo una pausa y recorrió uno de los papeles que había elegido antes—… a quien parece usted haber convencido de que está genuinamente arrepentido por las criminales ofensas de las que se ha reconocido culpable…— el juez articuló las palabras «genuinamente arrepentido» como si tuviera que agarrarlas con asco entre el pulgar y el índice, demostrando claramente que no era tan ingenuo como para compartir esa opinión.
Prosiguió:
—El arrepentimiento, sin embargo, sea o no genuino, no sólo es tardío para mitigar su maligna y despreciable tentativa de echar la culpa de su mala acción sobre una persona inocente y que nada sospechaba… una mujer joven… ante la que, además, era usted responsable por ser funcionario del banco y porque ella confiaba en usted como en un superior.
»En base a las pruebas es evidente que usted hubiera continuado con ese intento, hasta llegar a hacer acusar a una víctima inocente, hacerla culpar y sentenciar en su lugar. Por suerte, gracias a la vigilancia de otros eso no ocurrió. Pero no fue debido a ningún seguro pensamiento ni a un "arrepentimiento" de su parte.
Desde su asiento en la platea del tribunal, Nolan Wainwright podía ver parcialmente la cara de Eastin, que se había puesto profundamente colorada.
El juez Underwood consultó de nuevo sus papeles, después levantó la vista. Sus ojos, nuevamente, clavaron al prisionero.
—Hasta ahora he mencionado la parte de su conducta que me parece más despreciable. Está, además, la ofensa básica… haber traicionado la confianza puesta en usted como funcionario del banco, no sólo en una sino en cinco ocasiones, ampliamente separadas. Un solo caso de deshonestidad puede ser considerado como resultado de un impulso loco. Pero tal argumento no puede mantenerse en el caso de cinco robos cuidadosamente planeados y ejecutados con perversa habilidad.
»Un banco, como empresa comercial, debe esperar probidad de aquellos a quienes elige, como usted fue elegido, para un cargo de confianza excepcional. Pero un banco es algo más que una institución comercial. Es un lugar de confianza pública, y, por lo tanto, el público tiene derecho a ser protegido contra aquellos que abusan de esa confianza… los individuos como usted.»
La mirada del juez se movió hasta incluir al joven abogado defensor, que esperaba con paciencia junto a su cliente. El tono de voz en la tarima se volvió cortante y formal.
—Si este hubiera sido un caso corriente, en vista de la carencia de antecedentes previos, hubiera impuesto libertad bajo fianza, como la defensa sugirió elocuentemente la otra semana. Pero éste no es un caso ordinario. Es un caso excepcional, por los motivos que he señalado. Por lo tanto, Eastin, irá usted a la cárcel, donde tendrá tiempo para reflexionar sobre las actividades que lo han conducido aquí.
»La sentencia del Tribunal es que será usted confiado a la custodia del Procurador General por un período de dos años.
Ante una señal de cabeza del ujier, un guardia se adelantó.
Una breve conferencia tuvo lugar, pocos minutos después de la sentencia, en un pequeño cubículo cerrado y custodiado detrás de la sala del tribunal, uno de los varios reservados para los presos y sus abogados.
—Lo primero que debe usted recordar —dijo el joven abogado a Miles Eastin— es que dos años de prisión no significan dos años. Podrá pedir usted un indulto tras haber cumplido una tercera parte de la sentencia. Es decir, menos de un año.
Miles Eastin, envuelto en la desdicha y con sensación de irrealidad, asintió pesadamente.
—Naturalmente, usted puede apelar la sentencia, y no es necesario que se decida ahora. Aunque, francamente, no le aconsejo que lo haga. En primer lugar, no creo que consiga usted indulto si hay una apelación pendiente. En segundo lugar, como se ha reconocido usted culpable, la base para la apelación es limitada. Además, para el tiempo en que se concediera la apelación, usted ya podría haber cumplido su sentencia.
—El juego está dado. No habrá apelación.
—De todos modos me mantendré en contacto con usted, por si cambia de idea. Y, cuanto más lo pienso, más lamento cómo han salido las cosas.
Eastin reconoció sardónico:
—Yo también.
—Fue su confesión, lógicamente, lo que nos liquidó. Sin eso no creo que la acusación hubiera podido probar el caso… por lo menos el robo de caja de los seis mil dólares, que pesó mucho para el juez. Comprendo, claro está, por qué firmó la segunda declaración, la del FBI; usted creía que la primera tenía valor, de manera que pensó que no tenía importancia. Pero la tenía. Mucho me temo que ese jefe de Seguridad, Wainwright, le haya engañado desde el principio.
El preso asintió.
—Sí, ahora lo sé.
El abogado miró el reloj.
—Bueno, tengo que irme. Tengo una cita pesada esta noche. Usted comprende.
Un guardia lo dejó salir.
Al día siguiente Miles Eastin fue trasladado a una cárcel federal, fuera del estado.
En el First Mercantile American, cuando se recibió la noticia de la condena de Miles Eastin, entre quienes lo conocían, algunos lo lamentaron, otros opinaron que era lo que merecía. Pero hubo una opinión unánime: no volvería a oírse hablar de Eastin en el banco.