Traficantes de dinero (50 page)

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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
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—Espere…

Ella no prestó atención a la interrupción, y siguió furiosa, con una rabia que brotaba como lava:

—¿Me cree tan fácil de convencer? ¿Se cree que porque estoy sola o soy portorriqueña puede permitirse todo lo que quiera? ¡A usted no le importa a
quién
usa, ni como lo usa!
Lléveme a casa
. ¿Qué clase de
pendejada
es ésta?

—¡Basta! —dijo Wainwright; la reacción lo había sorprendido—. ¿Qué es una
pendejada
?

—¡Una imbecilidad! Es una
pendejada
que usted juegue la vida de un hombre por unas egoístas tarjetas de crédito. Y es una
pendejada
que Miles haya consentido en hacerlo…

—Vino a verme pidiendo ayuda. Yo no fui a buscarlo.

—¿Y llama a
eso
ayuda?

—Se le pagará por lo que haga. También lo necesita. Y fue él quien sugirió que la buscáramos a usted.

—¿Entonces por qué no me pide él mismo la cosa? ¿Acaso no tiene lengua? ¿O está avergonzado y escondido debajo de sus faldas?

—Bueno, bueno —protestó Wainwright—. Comprendo. La llevaré a casa —una rampa de salida estaba cerca; él marchó hacia allí, cruzó un sendero y volvió a encaminarse hacia la ciudad.

Juanita siguió quieta, enfurecida.

En el primer momento había procurado considerar con calma lo que Wainwright le había sugerido. Pero, mientras él hablaba y ella escuchaba, se había sentido asaltada por dudas e interrogantes; después, al considerar las cosas, su enojo y su emoción crecieron, hasta que finalmente había estallado. Unido a su estallido había renovado odio y asco por el hombre que estaba a su lado. Todos los dolorosos sentimientos de su primera experiencia con él volvían ahora, aumentados. Y estaba enojada, no sólo por sí misma, sino por el uso que Wainwright y el banco se proponían hacer de Miles.

Al mismo tiempo Juanita sentía resentimiento contra Miles. ¿Por qué no la había entrevistado él directamente? ¿No era acaso bastante hombre? Ella se acordaba de que, menos de tres semanas antes, había admirado su coraje en acercarse a ella, mirarla humildemente y pedirle perdón. Pero ahora sus acciones, el método de convencerla a través de otra persona, se parecía más a su primera actitud, cuando la culpó de su propio delito. Rápidamente su pensamiento viró. ¿Se estaría mostrando injusta? Mirando para sus adentros, Juanita preguntó: ¿No sería parte de su frustración en este momento, una desilusión de que Miles no había vuelto después del encuentro en su departamento? ¿Y no habría —exacerbando esa desilusión aquí y ahora— un resentimiento de que Miles, a quien ella quería a pesar de todo, estaba representado por Nolan Wainwright, a quien ella no quería?

Su enojo, nunca de largo aliento, disminuyó. Fue sustituido por la duda. Preguntó a Wainwright:

—¿Y qué va a hacer ahora?

—Cualquier cosa que decida, puede tener la certeza de que no se la diré— el tono era cortante, la tentativa de ser amable había desaparecido.

Con súbita alarma Juanita se preguntó si no se había mostrado innecesariamente combativa.
Podía
haber rechazado el pedido sin los insultos. ¿Era posible que Wainwright encontrara la manera de vengarse dentro del banco? ¿Acaso había comprometido su empleo?… El empleo del que dependía para mantener a Estela. La ansiedad de Juanita se acrecentó. Tuvo finalmente la sensación de estar atrapada.

Y comprendió, también, otra cosa: si pensaba con sinceridad, cosa que procuraba hacer, tenía que confesarse que lamentaba la decisión tomada, porque representaba no ver más a Miles.

El coche disminuía la marcha. Estaban cerca de la curva que iba a llevarlos nuevamente al puente sobre el río.

Sorprendiéndose a sí misma, Juanita dijo con una vocecita inexpresiva.

—Está bien. Lo haré.

—¿Hará qué…?

—Seré… lo que sea… una interm…

—Intermediaria —Wainwright le lanzó una mirada de reojo—. ¿Está segura?

—Sí, estoy segura.

Por segunda vez él suspiró.

—Usted es un caso raro.

—Soy una mujer.

—Sí —dijo él y algo de la amabilidad volvió— ya me he dado cuenta.

A una manzana y media del Forum East, Wainwright detuvo el coche, sin parar el motor. Sacó dos sobres de un bolsillo interior —uno repleto, el otro no tanto— y tendió el primero a Juanita.

—Es dinero para Eastin. Guárdelo hasta que él se ponga en contacto con usted —el sobre, explicó luego, contenía cuatrocientos cincuenta dólares al contado… el sueldo mensual convenido, menos cincuenta dólares de adelanto que Wainwright había dado a Miles la semana pasada.

—Más adelante esta semana —añadió— Eastin me telefoneará y yo le anunciaré una palabra código en la que estamos de acuerdo. Su nombre no será mencionado. Pero él comprenderá que debe ponerse en contacto con usted, cosa que hará.

Juanita asintió, concentrándose, guardando la información.

—Después de esa llamada telefónica, Eastin y yo no volveremos a estar en contacto directo. Nuestros mensajes, en ambos sentidos, se harán a través de usted. Será mejor que no los escriba, sino que los aprenda de memoria. Recuerdo que su memoria es buena.

Wainwright sonrió al decir esto y, bruscamente, Juanita rió. ¡Era irónico que su notable memoria, que una vez había sido causa de dificultades con Nolan Wainwright y con el banco, le inspirara ahora a él confianza!

—A propósito —dijo él—. Deme su número de teléfono. No lo encontré en la guía.

—Es porque no tengo teléfono. Es demasiado caro.

—De todos modos, necesita uno. Tal vez Eastin necesite llamarla, o yo. Si hace instalar de inmediato un teléfono haré que el banco se lo reembolse.

—Procuraré. Pero me he enterado por otros que se tarda tiempo para conseguir un teléfono en el Forum East.

—Entonces deje que yo arregle la cosa. Mañana llamaré a la compañía telefónica. Le garantizo que lo tendrá pronto.

—Bien.

Ahora Nolan Wainwright abrió el segundo sobre, el más liviano.

—Cuando entregue el dinero a Eastin, dele también esto.

«Esto» era una tarjeta de crédito clave, a nombre de H. E. Lyncolp. En la parte de atrás de la tarjeta había un espacio en blanco para la firma.

—Que Eastin firme la tarjeta con ese nombre, con su escritura normal. Dígale que el nombre es inventado, aunque, si mira las iniciales y la última letra, verá que se escribe la palabra H-E-L-P* Para eso está la tarjeta.

El jefe de Seguridad del banco explicó que la computadora había sido arreglada de tal manera que, si aquella tarjeta era presentada en cualquier parte, se aprobaría una compra de hasta doscientos dólares, pero simultáneamente una alarma automática resonaría dentro del banco. Esto notificaría a Wainwright que Eastin necesitaba ayuda, y dónde se encontraba.

—Podrá usar la tarjeta si está en algún lío bravo y necesita auxilio, o si sabe que está en peligro. Según lo que haya pasado hasta entonces decidiré lo que haya que hacer. Dígale que compre algo que valga más de cincuenta dólares, para que la tienda telefonee al banco pidiendo confirmación. Después de la llamada deberá demorarse todo lo posible, para darme tiempo a actuar.

A pedido de Wainwright, Juanita repitió las instrucciones casi palabra por palabra. Él la miró con admiración:

—Es usted muy inteligente.


¿De qué me vale, muerta?

—¿Qué significa eso?

Ella vaciló, luego tradujo:

—Deje de preocuparse —desde el otro extremo del coche tendió la mano y tocó levemente las manos que ella tenía cruzadas—. Le prometo que todo marchará bien.

En aquel momento su confianza era contagiosa. Pero más tarde, de vuelta en el apartamento, mientras Estela dormía, el instinto de Juanita acerca de futuras amenazas volvió, con persistencia.

Capítulo
7

El club
Double Seven
olía a cocina, orina estancada, alcohol y hedor humano. Después de un rato, sin embargo, para quien estaba dentro, los diversos efluvios se fundían en un solo mal olor, curiosamente aceptable, de manera que el aire fresco que ocasionalmente entraba parecía fuera de lugar.

El club era un edificio de cuatro pisos como una caja, de ladrillo oscuro, en una calle abandonada y muerta en el límite de la ciudad. La fachada tenía cicatrices de medio siglo, descuido y —más recientemente— se le habían añadido
graffiti
. En lo alto del edificio había un resto de asta de bandera, que nadie recordaba haber visto entero. La entrada principal consistía en una única puerta, sólida, sin marca, que daba directamente a una acera notable por sus grietas, cubos de basura volcados e innumerables excrementos perrunos. Un vestíbulo iluminado con una tenue luz rosada estaba supuestamente custodiado por un matón borracho, que dejaba pasar a los miembros y con insolencia mantenía alejados a los desconocidos, pero, a veces, el matón no estaba y, por esto, Miles Eastin pudo entrar, sin dificultades.

Era poco después de mediodía, a mitad de la semana, y una disonancia de voces muy fuertes surgía desde algún punto, en el fondo. Miles caminó hacia el sonido, por un corredor principal, no demasiado limpio y adornado con retratos amarillentos de boxeadores. En el fondo una puerta semiabierta daba a un bar casi en tinieblas, de donde salían las voces. Miles entró.

En el primer momento apenas pudo ver en la luz amortiguada, y dio unos pasos vacilante, de manera que un camarero presuroso con una bandeja con vasos tropezó con él. El camarero dijo unas palabrotas, se las arregló para que los vasos no perdieran el equilibrio, y siguió su camino. Dos hombres sentados ante la barra en unos taburetes, volvieron la cabeza. Uno dijo:

—Éste es un club privado, amigo. ¡Si no eres miembro… fuera!

Otro se quejó:

—¡Ese haragán de Pedro, que se ha ido! ¡Qué portero! Eh, ¿quién eres? ¿Qué buscas?

Miles dijo:

—Busco a Jules La Rocca.

—Busca en otra parte —ordenó el primer hombre—. Aquí no hay nadie que se llame así.

—¡Eh, Miles, nene! —Una figura cuadrada y barrigona se abrió paso en la oscuridad. La conocida cara de comadreja salió a la luz. Era La Rocca que, en la penitenciaría de Drummonburg había sido emisario de la Fila de la Maffia, y que después había hecho de enlace entre Miles y su protector, Karl. Karl seguía dentro, y probablemente iba a seguir. Jules La Rocca había sido puesto en libertad condicional poco después de Miles Eastin.

—Hola, Jules —saludó Miles.

—Ven, te presentaré a unos amigos —La Rocca agarró el brazo de Miles con sus dedos gordos—. Es mi amigo —dijo a los dos hombres que estaban en los taburetes y que habían vuelto la cabeza con indiferencia.

—Oye —dijo Miles— me voy. No tengo «pan». No puedo comprar —utilizaba con facilidad la jerga que había aprendido en la cárcel.

—No importa. Yo convido a un par de cervezas —mientras marchaban entre las mesas, La Rocca preguntó—: ¿Dónde has andado?

—Buscando trabajo. Estoy listo, Jules. Necesito ayuda. Antes de que saliera dijiste que podías ayudarme.

—Claro, claro, —se detuvieron junto a una mesa donde había otros dos hombres sentados. Uno era flaco, con una cara dolorosa, marcada por la viruela; el otro tenía largo pelo rubio, botas de cowboy y llevaba gafas oscuras. La Rocca trajo otra silla—. Es mi compañero, Miles.

El hombre de las gafas oscuras gruñó. El otro dijo:

—¿El tipo que entiende de «guita»?

—El mismo —La Rocca gritó hacia el otro lado de la habitación pidiendo cerveza, después invitó al hombre que había hablado primero—. Pregunta, cretino.

—¿Qué pregunto?

—Sobre dinero, cara de culo —dijo el de las gafas oscuras. Meditó un momento:

—¿Dónde se hizo el primer dólar?

—Eso es fácil —dijo Miles—. Mucha gente cree que el dólar fue inventado en Norteamérica. Bueno, no es así. Vino de Bohemia, Alemania, aunque primero lo llamaban
taler
, que otros europeos no podían pronunciar, y la palabra se corrompió hasta convertirse en «dólar» y así quedó.

Una de las primeras referencias al dólar está en
Macbeth
… «Diez mil dólares para nuestro uso general».

—¿Mac… qué?

—Mac mierda —dijo La Rocca—. Es como un programa impreso. —Y dijo con orgullo a los otros dos—. ¿Entendéis? Este muchacho sabe de todo.

—No todo —dijo Miles—, me gustaría saber cómo ganar un poco de dinero en este momento.

Colocaron ante él dos cervezas. La Rocca buscó unas monedas que entregó al camarero.

—Antes de que ganes «guita» —dijo La Rocca a Miles— tienes que pagar a Ominsky —se inclinó confiado hacia adelante, ignorando a los otros dos—. El ruso sabe que saliste de la jaula. Ha estado preguntando por ti.

La mención del tiburón prestamista, a quien todavía debía por lo menos tres mil dólares, hizo sudar a Miles. También tenía otra deuda —en términos generales la misma cantidad— con el levantador de apuestas con quien había andado en tratos, pero la posibilidad de pagar a cualquiera de los dos parecía remota en este momento. Sin embargo, sabía que, al venir aquí, al hacerse visible, se reabrirían las viejas cuentas y que salvajes venganzas podían producirse si no pagaba.

Preguntó a La Rocca:

—¿Cómo voy a pagar lo que debo si no encuentro trabajo?

El barrigón movió la cabeza.

—Al salir debiste ver en seguida al ruso.

—¿Dónde? —Miles sabía que Ominsky no tenía oficina y que operaba donde se presentaban los negocios.

La Rocca señaló la cerveza.

—Bebe, después iremos a verlo.

—Visto desde mi posición —dijo el hombre elegantemente vestido, mientras continuaba almorzando y sus manos con anillos de brillantes se movían hábilmente sobre el plato— teníamos un acuerdo de negocios, que ambos prometimos respetar. Yo he hecho mi parte. Usted no ha cumplido con la suya. Le pregunto ahora: ¿en qué situación estoy yo?

—Vea —suplicó Miles— usted sabe lo que ha pasado y le agradezco que haya detenido el reloj de la manera que lo hizo. Pero ahora no puedo pagar. Quiero, pero no puedo. Por favor, deme tiempo.

Igor Ominsky (el ruso), sacudió la cabeza, costosamente peinada; sus dedos cuidados rozaron su mejilla rosada, recién afeitada. Era vanidoso de su apariencia, y vivía y se vestía bien, porque podía permitírselo.

—El tiempo —dijo con suavidad— es dinero. Usted ya ha tenido demasiado de las dos cosas.

En el otro lado de la mesa, en el reservado del restaurante donde La Rocca le había llevado, Miles tuvo la sensación de ser un ratón ante una cobra. No había comida ante él en la mesa, ni siquiera un vaso de agua, que no le hubiera venido mal, porque tenía los labios resecos y el miedo le roía el estómago. Si hubiera podido ver en este momento a Nolan Wainwright y cancelar el acuerdo que lo exponía de esta manera, Miles lo hubiera hecho inmediatamente. Pero, tal como estaban las cosas, permaneció allí sudando, vigilando mientras Ominsky proseguía con su almuerzo de
Sole Bonne Femme
. Jules La Rocca se había alejado discretamente hacia el bar del restaurante.

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