El silbato del guardia resonaba agudo.
—¡Negro, ya has oído! ¡Carajo, tú y el marica, salid de una vez o informo!
—Sí, señor, sí señor patrón. En seguida. Vamos, muchacho. Trata de reponerte.
Miles tuvo la sensación, vaga, de que el hombre a su lado era enorme y negro. Más adelante se enteró de que el nombre de aquel hombre era Karl y que cumplía cadena perpetua por asesinato.
Miles se preguntó, también, si Karl había estado en el grupo que le había violado. Sospechó que había estado, pero nunca preguntó y nunca lo supo con certeza.
Lo que Miles descubrió en cambio es que el gigante negro, pese a su tamaño y su rudeza, tenía una suavidad de maneras y unas consideraciones de sensibilidad casi femenina.
Desde la casa de duchas, apoyado en Karl, Miles avanzó vacilante.
Hubo algunas afectadas sonrisas de parte de otros presos, pero en las caras de la mayoría, Miles leyó el desprecio. Un viejo acartonado escupió con asco y se volvió.
Miles pasó el resto del día —cuando volvió a la celda; más tarde en el comedor, donde no pudo comer lo poco que generalmente tragaba a causa del hambre y finalmente cuando volvió a su celda— con la ayuda de Karl.
Los otros tres compañeros de celda le ignoraron como si estuviera leproso. Atravesado por el dolor y la miseria se durmió, se revolvió, despertó y permaneció despierto horas, padeciendo el aire fétido; durmió brevemente, volvió a despertar. Con el amanecer y el clamor de las puertas de las celdas que se abrían, volvió un miedo renovado: ¿Cuándo iba a suceder de nuevo aquello? Sospechaba que muy pronto.
En el patio durante el «ejercicio» —dos horas durante las cuales la mayoría de la población de la cárcel vagaba a la deriva— Karl lo buscó.
—¿Qué tal, muchacho?
Miles movió la cabeza, abatido.
—Atrozmente —y añadió—: Gracias por lo que hiciste —comprendía que el negro le había salvado de una mala nota, como había amenazado el guardián de la casa de duchas. Aquello hubiera representado un castigo, probablemente un tiempo en un agujero, y una nota adversa en el informe para pedir la libertad condicional.
—Está bien, hijo. Pero tienes que saber una cosa. Una vez, como ayer, no va a satisfacer a los muchachos. Son como perros y tú como una perra en celo. Volverán a perseguirte.
—¿Y qué puedo hacer? —la confirmación de los temores de Miles hizo que su voz vacilara y le temblara el cuerpo. El otro lo miró con audacia.
—Lo que necesitas, hijo, es un protector. Alguien que te defienda. ¿Qué te parece que yo lo haga?
—¿Y por qué vas a hacerlo?
—Si eres mi amiguito yo te cuidaré. Cuando los otros sepan que estás conmigo no se atreverán a echarte mano. Saben que, si lo hacen, tendrán que contar conmigo —y Karl cerró la mano hasta formar un puño del tamaño de un jamón pequeño.
Aunque ya sabía la respuesta, Miles preguntó:
—Y yo,
¿qué
te daré?
—Tu lindo culito blanco, nene —el hombre enorme cerró los ojos y prosiguió, soñador—. Tu cuerpo, para mí solo. Cuando lo necesite. Yo me encargo de buscar el sitio.
Miles Eastin sintió una náusea.
—¿Qué te parece, nene? ¿Qué dices?
Como ya había pensado muchas veces, Miles pensó, desesperado:
Haya hecho antes lo que haya hecho, ¿quién puede merecer una cosa así?
Sin embargo aquí estaba. Y había aprendido que la cárcel era una selva, miserable y salvaje, donde no había justicia, donde el hombre era despojado de los derechos humanos el día que entraba. Dijo, con amargura:
—¿Qué remedio me queda?
—Visto de esa manera me parece que no te queda ninguno —una pausa y después preguntó impaciente—: Bueno, ¿estamos?
Miles dijo miserablemente:
—Supongo que sí.
Satisfecho al parecer, Karl echó un brazo sobre los hombros del otro, como si fuera su propiedad. Miles, estremecido por dentro, se esforzó y no retrocedió.
—Tenemos que movernos un poco, nene. A mi corredor. Tal vez a mi colchoneta —la celda de Karl quedaba en otro corredor, debajo del de Miles, en el ala opuesta del bloque de celdas en forma de X. El negro se lamió los labios—. Sí, hombre… —su mano ya lo buscaba.
Karl preguntó:
—¿Tienes alpiste?
—No —Miles sabía que, si hubiera tenido dinero, se le habrían facilitado las cosas. Los presos que tenían afuera recursos financieros, y que los usaban, sufrían menos que los presos desposeídos.
—Yo tampoco tengo nada —confió Karl—. Voy a tener que inventar algo.
Miles asintió pesadamente. Comprendió que ya había empezado a aceptar el papel ignominioso de «amiguito». Pero también sabía que dada la forma en que marchaban aquí las cosas, mientras estuviera con Karl, estaría a salvo. No habría más grupos para violarlo.
La creencia demostró ser correcta.
No se produjeron nuevos ataques, ni tentativas de acariciarlo, ni le lanzaban ya besos. Karl tenía reputación de saber usar sus puños poderosos. Se rumoreaba que hacía un año había matado a un compañero que lo irritaba, aunque oficialmente el crimen no se había descubierto.
Miles fue transferido, no sólo a la galería de Karl, sino a la celda de éste. Evidentemente el cambio era resultado de dinero pasado de mano en mano. Miles preguntó a Karl cómo lo había logrado.
El negrazo rió.
—Los muchachos de la Fila de la Mafia dan alpiste. A ellos les gustas, nene.
—
¿Les
gusto?
Al igual que otros presos, Miles sabía de la existencia de la «Mafia», en otras palabras llamada la colonia italiana. Era un segmento de celdas que albergaba a las grandes figuras del crimen organizado, cuyos contactos exteriores e influencia les hacían ser respetados e incluso temidos, decían algunos, por el director de la cárcel. En el interior de la penitenciaría de Drummonburg sus privilegios eran legendarios.
Tales privilegios incluían cargos claves en la cárcel, libertad de movimiento, comida superior, contrabandeada por los guardias o escamoteada del sistema de raciones generales. Los habitantes de la Fila de la Mafia, según había oído Miles, disfrutaban con frecuencia de filetes y otros manjares, cocinados en parrillas prohibidas en rincones del taller. También tenían comodidades especiales en las celdas, entre otras cosas televisión y lámparas de sol. Pero Miles personalmente no tenía contacto con la Fila de la Mafia, ni estaba enterado de que nadie allí conociera su existencia.
—Dicen que eres un tipo que sabe mantenerse —dijo Karl.
Parte del misterio se solucionó unos días después, cuando un preso con cara de comadreja y una gran panza, llamado La Rocca, se puso junto a Miles en el patio de la cárcel. La Rocca, aunque no formaba parte de la Fila de la Mafia, andaba bordeándola, y actuaba a veces como correo.
Saludó a Karl con la cabeza, reconociendo el interés de propietario del negrazo, y después dijo a Miles:
—Te traigo un mensaje del ruso Ominsky.
Miles quedó sorprendido e inquieto. Igor (el ruso) Ominsky, era el tiburón prestamista a quien había debido, y seguía debiendo, mil quinientos dólares. Comprendió también que los intereses de la deuda debían haberse acrecentado enormemente.
Seis meses atrás habían sido las amenazas de Ominsky las que habían llevado a Miles a robar seis mil dólares de la caja del banco, tras lo cual sus robos previos habían sido descubiertos.
—Ominsky sabe que te has callado la boca —dijo La Rocca—. Le gusta cómo te has portado y supone que eres un tipo que sabe hacer frente.
Era verdad que durante los interrogatorios previos al juicio Miles no había revelado los nombres ni del tomador de apuestas ni del prestamista, porque temía a ambos en la época en que lo arrestaron. No tenía nada que ganar en nombrarlos, y quizá mucho que perder. De todos modos no había sido presionado sobre el asunto ni por el jefe de Seguridad del banco, Wainwright, ni por el FBI.
—Como te has sabido callar —informó La Rocca— Ominsky quiere que sepas que ha parado el reloj mientras estés dentro.
Lo que significaba, comprendió Miles, que los intereses que debía no seguirían acumulándose durante el tiempo que estuviera preso. Conocía bastante a los prestamistas tiburones como para comprender que la concesión era importante. El mensaje también explicaba por qué la Fila de la Mafia, con sus relaciones fuera de la cárcel, estaba enterada de la existencia de Miles.
—Dale las gracias a míster Ominsky —dijo Miles. Pero no tenía idea de cómo iba a pagar la suma principal cuando saliera de la cárcel, ni siquiera cómo iba a ganar lo bastante como para mantenerse.
La Rocca reconoció:
—Alguien se comunicará contigo antes de que te larguen. Tal vez podamos hacer un trato —y, con un saludo que incluía a Karl, se alejó.
En las semanas siguientes Miles vio con más frecuencia a La Rocca, el de la cara de comadreja, quien buscó varias veces su compañía, junto con la de Karl, en el patio de la cárcel. Algo que parecía fascinar a La Rocca y a otros presos era el conocimiento que tenía Miles de la historia del dinero. En cierto modo, lo que antes había sido un interés y un
hobby
consiguió para Miles el tipo de respeto que los habitantes de la cárcel sienten por aquellos cuyo origen y crímenes son cerebrales, como opuestos a los meramente violentos. Bajo el sistema actual hay un asaltante en el fondo de la escala social de las cárceles y un estafador o un artista en lo más alto.
Lo que más intrigaba a la Rocca era la descripción de Miles de las falsificaciones masivas, hechas por los gobiernos, del dinero de otros países.
—Ésas han sido siempre las mayores falsificaciones entre todas —contó un día Miles a un auditorio interesado de media docena de personas.
Describió cómo el gobierno británico había patrocinado la falsificación de grandes cantidades de billetes franceses en una tentativa de minar la Revolución Francesa, pese a que el mismo crimen realizado individualmente era castigado con la horca, castigo que se prolongó en Gran Bretaña hasta 1821. La revolución norteamericana había empezado con la falsificación oficial de billetes británicos. Pero la mayor falsificación de todas, informó Miles, ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Alemania fabricó 140 millones de libras esterlinas y cantidades desconocidas de dólares norteamericanos, todos de la más elevada calidad. Los ingleses también imprimieron dinero alemán y lo mismo hicieron los otros aliados.
—¡Quién lo diría! —declaró La Rocca—. ¡Y ésos son los hijos de puta que nos han metido aquí! ¡Juraría que están haciendo lo mismo ahora!
La Rocca apreciaba el prestigio que adquiría como resultado de su relación con Miles. También manifestó claramente que pasaba algunas de las informaciones a la Fila de la Mafia.
—Yo y los muchachos nos encargaremos de ti cuando salgas —anunció un día, ampliando su primera promesa. Miles estaba enterado que su salida de la cárcel y la de La Rocca iban a ocurrir más o menos por el mismo tiempo.
Hablar de dinero era para Miles una especie de suspenso mental, que disipaba, aunque fuera brevemente, el horror del presente. Imaginó, igualmente, que debía sentirse aliviado por haber parado la «marcha del reloj» del préstamo. Pero, de todos modos, hablar o pensar en otras cosas sólo excluía, momentáneamente, la miseria general y el asco que sentía ante sí mismo. A causa de esto empezó a pensar en el suicidio.
El odio hacia sí mismo se centraba en su relación con Karl. El negrazo había declarado que quería:
Tu lindo culito blanco, nene. Tu cuerpo sólo para mí. Cuando se me dé la gana
. Y, desde el acuerdo, Karl le había hecho cumplir la promesa, con un apetito que parecía insaciable.
Al principio Miles procuró anestesiar su mente, diciéndose que lo que pasaba era preferible a ser violado por un grupo, cosa que, debido a la instintiva suavidad de Karl era en verdad mejor. Pero el asco y la conciencia de la cosa seguían.
Y lo que sucedió después fue aún peor.
Incluso en su propia mente a Miles le resultaba difícil aceptarlo, pero el hecho estaba allí: empezaba a
gozar
de lo que pasaba entre él y Karl. Además, Miles consideraba ya a su protector con nuevos sentimientos… ¿Cariño?
Sí
… ¿Amor? ¡
No
! No se
atrevía
, por el momento, a ir tan lejos.
La comprobación le sacudió. Pero aceptó las nuevas sugerencias que se le ocurrían a Karl, incluso cuando éstas convertían el papel homosexual de Miles en algo más positivo.
Tras cada encuentro era asaltado por una cantidad de interrogantes. ¿Seguía siendo un hombre? Sabía que antes lo había sido, pero ahora ya no estaba seguro. ¿Se había pervertido totalmente? ¿Era así como sucedía? ¿Podría ocurrir más adelante una vuelta total, un trastrueque a la normalidad que cancelara el placer, lo que estaba probando aquí y ahora? Si no era así: ¿valía la pena seguir viviendo? Lo dudaba.
Fue entonces cuando quedó envuelto en la desesperación y el suicidio le pareció algo lógico… una panacea, un fin, un alivio. Aunque fuera difícil en la prisión repleta, la cosa podía hacerse… por medio de la horca. Cinco veces desde la llegada de Miles se habían oído gritos de «¡Un ahorcado!», generalmente por la noche, y los guardias corrían como tropas de asalto, jurando, llevando palancas para abrir los cerrojos de los corredores; abrían «de golpe» una celda y se precipitaban para cortar la cuerda de un presunto suicida antes de que muriera. En tres de las cinco ocasiones, aclamados por los rencorosos gritos y las carcajadas de los presos, llegaron demasiado tarde.
Inmediatamente después, como los suicidios eran una cosa molesta para la cárcel, aumentaban las patrullas nocturnas, pero la cosa rara vez duraba.
Miles sabía cómo hacerlo. Había que empapar una tira de sábana o de manta para que no se desgarrara, orinarla sería más discreto, después se la aseguraba a una de las vigas del techo, a las que se podía llegar desde un catre alto. Había que hacerlo en silencio, mientras los que estaban en la celda dormían…
Al final una cosa y sólo una le detuvo. Ningún otro factor influyó en la decisión que tenía Miles de ahorcarse.
Quería, cuando terminara su condena, pedir perdón a Juanita Núñez.
El arrepentimiento de Miles Eastin cuando le sentenciaron, había sido sincero. Sentía remordimientos por haber robado en el First Mercantile American, donde le habían tratado honorablemente, y él había pagado con el deshonor. Retrospectivamente se preguntaba cómo podía haber acallado su conciencia de aquella manera.