Traficantes de dinero (64 page)

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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
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A medida que pasaba el tiempo el dolor y la desesperanza aumentaban, y los pensamientos de Juanita empezaron a vagar. Se daba cuenta de que el coche se movía lentamente, deteniéndose y volvía a arrancar entre el tráfico, después hubo un largo trayecto a toda velocidad seguido por otro en que marcharon con más lentitud, vueltas y revueltas. El viaje, a donde fuera, parecía eterno. Al cabo de una hora quizás, o acaso mucho más o mucho menos, Juanita sintió que apretaban totalmente los frenos. Por un momento el motor del auto se oyó con más fuerza, como en un espacio cerrado. Después el motor se detuvo. Oyó un zumbido eléctrico, un ruido como si una puerta pesada se cerrara mecánicamente, un golpe seco cuando cesó el rumor. Al mismo tiempo se abrieron de golpe las puertas de la
limousine
, los goznes crujieron, la pusieron brutalmente de pie, y hubiera caído si unas manos no la hubiesen sujetado. Una de las voces que ya había escuchado ordenó:

—¡Camina… carajo!

Siempre con los ojos vendados, moviéndose torpemente, sus terrores seguían centrados en Estela. Fue consciente de unos pasos, los suyos y otros, que resonaban en el cemento. Súbitamente el suelo le faltó bajo los pies y tropezó; fue en parte sostenida, en parte arrastrada por unas escaleras. Cuando terminaron de bajar, volvieron a andar. Bruscamente la empujaron hacia atrás hasta hacerle perder el equilibrio; sus piernas retrocedieron pero la caída fue impedida por una dura silla de madera. La misma voz de antes dijo a alguien:

—Quítale la venda y la mordaza.

Sintió movimientos de manos, y nuevo dolor cuando arrancaron con violencia la cinta adhesiva de su boca. La venda de los ojos se aflojó y Juanita parpadeó cuando la oscuridad dejó paso a una brillante luz que la hería directamente a los ojos.

Dijo, sin aliento:

—¿
Por Dios
, dónde está…? —y un puño la golpeó.

—Basta de canciones —dijo una de las voces del coche—. Cuando te digamos que lo hagas, hablarás… y mucho.

Había ciertas cosas que le gustaban a Tony «Oso» Marino. Una era el erotismo sexual; para su criterio el erotismo significaba cosas que se hacía hacer con las mujeres y que luego le hacían sentirse superior y a ellas degradadas. Otra cosa eran las peleas de gallos… cuanto más sangrientas, mejor. Disfrutaba con los relatos gráficos y detallados de castigos y ejecuciones que ordenaba, aunque tenía cuidado de mantenerse apartado para evitar cualquier evidencia. Otro gusto, aunque menor, era un espejo transparente que dejaba ver de un solo lado.

A Tony «Oso» Marino le gustaban esos espejos (o un panel como espejo) que le permitían observar sin ser visto, y los había hecho instalar en múltiples lugares, en sus autos, en sus oficinas, en clubs como el
Double Seven
y en su cerrado y custodiado hogar. En la casa, un cuarto de baño que usaban las mujeres visitantes tenía toda una pared con un espejo transparente. Desde el cuarto de baño era un hermoso espejo, pero, del otro, había un cuartito cerrado donde Tony el «Oso» se sentaba a disfrutar de un cigarro y de las intimidades personales que le eran reveladas por el espejo.

Debido a su obsesión se había instalado uno de estos espejos en el local de las falsificaciones y, aunque por precaución normal rara vez iba allí había demostrado ser útil a veces como en este caso.

El espejo estaba incrustado en una media pared, con un efecto de pantalla. A través podía ver a la mujer, Juanita Núñez, de cara a él y atada a una silla. Tenía la cara amoratada, sangraba y estaba desarreglada. Junto a ella estaba la niña, atada a otra silla, y la carita tenía color de tiza. Unos minutos antes, cuando le dijeron que habían traído a la criatura, Marino había estallado furioso, no porque le importara de los niños, no le importaban, sino porque presentía dificultades. Una persona mayor puede ser eliminada, si es necesario, virtualmente sin riesgo, pero matar a un niño era otro asunto. La cosa podía provocar resquemores entre su propia gente, y emoción y peligro luego, si llegaba a correr el rumor. Tony el «Oso» ya había decidido sobre el asunto; se relacionaba con la precaución de vendar los ojos cuando se venía aquí. También estaba contento por no estar a la vista.

Encendió un cigarro y miró.

Angelo, uno de los guardaespaldas de Tony el «Oso» que había estado encargado de la operación del secuestro, se inclinó sobre la mujer. Angelo era un exboxeador que nunca se había destacado, aunque tenía el físico de un rinoceronte. Tenía labios gruesos y protuberantes, era un matón y le gustaba lo que estaba haciendo:

—Vamos, gancho de dos vueltas, empieza a cantar.

Juanita, que procuraba ver a Estela, volvió la cara hacia él.

—¿De qué voy a hablar?

—¿Cómo se llama el tipo que te telefoneó desde el
Double Seven
?

Un chispazo de entendimiento cruzó la cara de Juanita. Tony el «Oso» lo vio y supo que era sólo cuestión de tiempo, y no mucho, el tener la información.

—¡Hijo de puta…
animal
! —Juanita escupió a Angelo.— ¡
Canalla
! ¡No sé nada del
Double Seven
!

Angelo la golpeó con fuerza de manera que la sangre manó de la nariz y del extremo de la boca. La cabeza de Juanita cayó. Él la agarró del pelo y le mantuvo la cara hacia arriba mientras repetía:

—¿Quién es el tipo que te habló desde el
Double Seven
?

Ella contestó pesadamente entre los labios hinchados:

—Maricón
, no te diré nada hasta que no sueltes a mi hijita.

La muchacha tenía ánimo, reconoció Tony el «Oso». Si hubiera sido distinta, se habría divertido martirizándola en otra forma. Pero era demasiado flaca para su gusto… las caderas no valían nada, un culito insignificante, unas tetitas como cacahuetes.

Angelo dobló el brazo y le dio un puñetazo en el estómago. Juanita perdió el aliento y se dobló hacia adelante, dentro de lo que se lo permitieron las ligaduras. A su lado Estela, que podía ver y oír, sollozaba histéricamente. El ruido enojó a Tony el «Oso». Aquello se demoraba demasiado. Había una manera más rápida de terminar. Hizo una seña a un segundo guardaespaldas, Lou, y murmuró algo. A Lou pareció no gustarle lo que le decían, pero asintió. Tony el «Oso» tiró el cigarro que había estado fumando.

Cuando Lou salió del compartimiento y habló en voz baja con Angelo, Tony «Oso» Marino miró a su alrededor. Estaban en un sótano con todas las puertas cerradas, lo que eliminaba la posibilidad de que escaparan ruidos, aunque tampoco hubiera importado en este caso. La casa, una construcción de hacía cincuenta años, como eran frecuentes en esta zona, se levantaba en el centro de un terreno propio, en un barrio residencial de gente de clase alta, y estaba protegida como una fortaleza. Un sindicato que encabezaba Tony «Oso» Marino había comprado la casa hacía ocho meses y habían trasladado allí las operaciones de falsificación. Pronto, como precaución, iban a vender la casa y mudarse a otra parte; lo cierto es que ya habían elegido nuevo lugar. Tendría la misma apariencia inocua e inocente de esta casa. Eso, pensaba a veces con satisfacción Tony el «Oso», había sido el secreto de su larga y provechosa carrera: mudanzas frecuentes a barrios tranquilos y respetables, con el tráfico que iba y venía del centro reducido al mínimo. La ultra precaución tenía dos ventajas: sólo un puñado de personas sabía exactamente dónde estaba el local; además, como todo era tan sigiloso, los vecinos no tenían sospechas. Incluso habían tomado complicadas precauciones para trasladarse de uno a otro lugar. Una de ellas: cubiertas de madera diseñadas para cubrir los muebles de una casa, que se ajustaban a cada pieza de las maquinarias de falsificación de manera que un paseante casual, lo único que veía era una mudanza doméstica. Y un camión de mudanzas, de una de las compañías legales de camiones que servían a la organización, había sido contratado para realizar la tarea. Incluso había arreglos para un caso de emergencia, camiones extra veloces si era necesario.

El falso mobiliario había sido una de las ideas de Danny Kerrigan. El viejo tenía algunas buenas ideas, y había demostrado ser un falsificador de primera clase desde que Tony Marino le había contratado para la organización hacía doce años. Con anterioridad, Tony el «Oso» había oído hablar de la fama y habilidad de Kerrigan, y sabía que se había vuelto alcohólico y que estaba al borde de la vagancia. Por orden de Tony el «Oso» el viejo fue rescatado, desalcoholizado, y después le pusieron a trabajar… con resultados espectaculares.

Parecía que no había nada, empezaba a creer Tony el «Oso», que Danny no pudiera imprimir con éxito: dinero, sellos, certificados de acciones, cheques, permisos de conducir, tarjetas de seguridad social, bastaba con pedirlo. Había sido idea de Danny fabricar miles de tarjetas falsas de crédito. Por medio de sobornos y una visita bien planeada, habían podido obtener hojas de plástico en blanco, del mismo tipo del que servía para las tarjetas, y la cantidad podía durar años. Las ganancias, hasta ahora, habían sido inmensas.

El único inconveniente del viejo era que, de vez en cuando, le daba por entregarse a la juerga y no podía trabajar en una semana. Cuando esto pasaba, había peligro de que hablara, y, por eso, le mantenían encerrado. Pero era hábil y, a veces, se las arreglaba para escapar, como la última vez. Pero los lapsos eran ahora escasos, en parte porque Danny estaba guardando el dinero que sacaba en un banco suizo, y soñaba con ir allí dentro de uno o dos años para recoger su botín y retirarse. Pero Tony el «Oso» sabía que el deseo del viejo nunca iba a realizarse. Pensaba utilizarle mientras pudiera funcionar. Y además, Danny sabía demasiado para que jamás le permitieran irse.

Aunque Danny Kerrigan era importante, era la organización la que le había protegido y había sabido sacar el máximo a lo que el viejo producía. Sin un eficiente sistema de distribución Danny hubiera sido como tantos otros: hubiera trabajado a ratos o se hubiera perdido. Por lo tanto, era la amenaza a la organización lo que preocupaba a Tony el «Oso». ¿Se había infiltrado un espía, una quinta columna? Si era así: ¿de dónde venía el individuo? ¿Y cuánto sabía el tipo… o la tipa?

Su atención volvió a fijarse en lo que pasaba al otro lado del espejo. Angelo tenía el cigarro encendido. Sus gruesos labios estaban torcidos en una mueca. Con la punta del pie empujó las dos sillas, de manera que la Núñez y su hija quedaron frente a frente. Angelo aspiró el cigarro hasta que la punta brilló. Casualmente se acercó a la silla donde la niña estaba sentada y atada.

Estela le miró, temblando visiblemente, los ojos enloquecidos de terror. Sin prisa, Angelo le tomó la manita derecha, la levantó, inspeccionó la palma, le dio la vuelta. Con más lentitud sacó de la boca el cigarro encendido y lo plantó, como en un cenicero, en el dorso de la mano. Estela chilló… un desgarrador grito de agonía. Frente a ella, Juanita, enloquecida, llorando, gritando incoherencias, luchó desesperadamente entre sus ligaduras.

El cigarro no se había apagado. Angelo lo aspiró hasta que se formó una brasa fresca, después, con la misma lentitud que antes, levantó la otra mano de Estela.

Juanita chilló:

—¡No,
déjela quieta
! ¡Hablaré!

Angelo esperó, con el cigarro amenazante, mientras Juanita decía, entrecortada:

—El hombre que ustedes buscan… es… Miles Eastin.

—¿Para quién trabaja?

Con la voz que era un murmullo desesperado, ella contestó:

—Para el First Mercantile American.

Angelo dejó caer el cigarro y lo deshizo con el tacón. Miró interrogante hacia donde sabía que debía estar Tony «Oso» Marino, después pasó del otro lado del espejo.

La cara de Tony el «Oso» estaba tensa. Dijo con suavidad.

—Traedlo. Traed a ese marica. En seguida.

Capítulo
21

—Miles —dijo Nate Nathanson con desusada rabia— sea quien sea el amigo que te está telefoneando, dile que este lugar no es para el personal, es para los socios.

—¿Qué amigo? —Miles Eastin había estado ausente del
Double Seven
parte de la mañana, ocupado en hacer encargos para el club; miró dudando al gerente.

—¿Cómo demonios voy a saberlo? Un tipo llamó cuatro veces, preguntando por ti. No quiso dejar nombre, ni mensaje —Nathanson añadió con impaciencia—. ¿Dónde está la libreta de depósitos?

Miles se la tendió. Entre los encargos había habido uno a un banco, para depositar cheques.

—Un embarque de mercancías envasadas acaba de llegar —dijo Nathanson—. Los cajones están en el almacén; compruébalos con las facturas —entregó a Miles algunos papeles y una llave.

—Bien, Nate. Disculpe las llamadas.

Pero el gerente ya se había vuelto y se dirigía a su oficina del segundo piso. Miles le tenía alguna simpatía. Sabía que Tony «Oso» Marino y el ruso Ominsky, que poseían en conjunto el
Double Seven
, mortificaban bastante a Nathanson con quejas sobre el manejo del club.

Al dirigirse al almacén, que estaba en la planta baja, en la parte de atrás del edificio, Miles se preguntó qué podían significar esas llamadas. ¿Quién podía telefonearle? Y con insistencia. Dentro de lo que recordaba, sólo tres personas relacionadas con su vida anterior sabían que él estaba aquí… el funcionario que le había otorgado la libertad condicional; Juanita; Nolan Wainwright. ¿El funcionario? Muy poco probable. La última vez que Miles había efectuado la debida visita mensual y dado su informe, el funcionario se había mostrado apresurado e indiferente; lo único que parecía importarle era que Miles no causara dificultades. El funcionario había tomado nota del lugar donde trabajaba Miles y eso era todo. ¿Juanita, entonces? No. Ella sabía que no debía hacerlo; además, Nathanson había dicho que era un hombre. Sólo quedaba Nolan Wainwright.

Pero Wainwright no llamaría a menos… ¿
O podía acaso llamar
? Podía arriesgarse si había algo realmente urgente…
como un aviso

—¿Un aviso de qué? ¿
De que Miles estaba en peligro
? ¿
De que había sido descubierto como espía o podía serlo
? Bruscamente un terror frío se apoderó de él. El corazón le latió con fuerza. Miles comprendió: últimamente había imaginado que se movía en la impunidad, había creído estar seguro. Pero en verdad no había aquí seguridad, nunca la había habido. Sólo peligro… más grande ahora que al principio, porque él ya sabía demasiado.

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