Juanita agradeció una cosa: Estela no se había movido pese a lo penetrante de los gritos. Si el sueño no la abandonaba, tal vez la niña se viera libre de cualquier horror que les esperara antes del fin. Como no hacía desde años atrás, Juanita rogó a la Virgen María para que diera una muerte fácil a Estela.
Luego escuchó una nueva actividad en el cuarto contiguo. Era como si movieran muebles, abrieran cajones y los cerraran de golpe, colocaran frascos pesadamente. Oyó el estruendo del metal sobre el cemento y palabrotas.
Después, ante su sorpresa, el hombre que reconocía como Lou, apareció ante ella y empezó a desatarla. Supuso que iban a llevarla a otra parte, cambiando una tortura por otra. Cuando terminó, la dejó donde estaba y empezó a desatar a Estela.
—¡De pie! —ordenó a las dos. Estela, semidormida, se quejó, en sueños. Empezó a llorar bajito, y el llanto quedaba sofocado por la mordaza.
Juanita hubiera querido acercarse, pero todavía no se podía mover; apoyó su peso contra la silla, dejando que la sangre recorriera sus miembros acalambrados.
—Oye —dijo Lou a Juanita—, tienes suerte gracias a tu hija. El patrón os va a dejar ir. Os vendarán los ojos, os llevarán en un coche a un lugar muy lejos de aquí y os soltarán. No sabes dónde has estado, de manera que no podrías traer aquí a nadie. Pero si hablas, si se lo cuentas a
alguien
, descubriremos dónde estás y mataremos a la niña. ¿Entendido?
Juanita asintió sin creer apenas lo que oía.
—¡Entonces en marcha! —Lou señaló la puerta. Evidentemente no tenía intenciones de vendarle todavía los ojos. Pese a la inercia de hacía unos momentos, ella sintió que su normal agudeza mental volvía.
A la mitad de unas escaleras de cemento se apoyó contra la pared, con náuseas.
En el otro cuarto, cuando pasaron, había visto a Miles —o lo que quedaba de él— con el cuerpo echado sobre una mesa, sus manos una pulpa sangrienta, su cara, su pelo, y su cráneo quemados hasta hacerse irreconocibles. Lou había empujado a Juanita y a Estela para que pasaran pronto, pero no tanto como para que Juanita no viera la siniestra realidad. También se dio cuenta de que Miles no estaba muerto, aunque seguramente agonizaba. Se había movido levemente y había gemido.
—¡Camina! —rugió Lou.
Siguieron subiendo las escaleras.
El horror de lo que le había ocurrido a Miles llenaba la mente de Juanita. ¿
Qué podía hacer para ayudarle
? Evidentemente nada en este momento. Pero, si ella y Estela eran liberadas, ¿había alguna manera de conseguir ayuda? Lo dudaba. No tenía idea de dónde estaban; y no parecía que hubiera oportunidad de averiguarlo. De todos modos, debía hacer
algo
. Algo para compensar —por lo menos en parte— su terrible sensación de culpa. Había traicionado a Miles. Fuera cual fuese el motivo había dicho su nombre, y le habían atrapado y traído aquí, con las consecuencias que había visto.
La semilla de una idea, no del todo pensada, surgió en ella. Se concentró, desarrollándola, borrando otras cosas de su mente, incluso a Estela. Juanita razonó: era posible que no diera resultado, pero había una leve posibilidad. El éxito dependía de la agudeza de sus sentidos y de su memoria. También era importante que no le vendaran los ojos hasta llegar al auto.
En lo alto de la escalera giraron a la derecha y entraron en un garaje.
Con paredes de cemento, parecía un garaje común para dos coches, perteneciente a una casa privada o a oficinas y, al recordar los sonidos que había escuchado a la llegada, Juanita adivinó que habían venido también por este camino. En el garaje había un auto… no el coche grande en el que habían llegado esa mañana, sino un Ford verde oscuro. Procuró ver el número del coche, pero no estaba al alcance de su vista.
En una rápida mirada alrededor, algo intrigó a Juanita. Contra una de las paredes del garaje había una cómoda de madera oscura y pulida, pero nunca había visto antes una cómoda semejante.
Parecía cortada verticalmente por la mitad, las dos mitades estaban separadas y pudo ver que el interior era hueco. Dentro de la cómoda había algo que parecía un armario de comedor, cortado en de la misma manera especial: en ese momento dos hombres retiraban la mitad del armario; uno de ellos estaba oculto por una puerta, el otro le daba la espalda.
Lou abrió la puerta trasera del Ford.
—Entra —dijo.
En las manos llevaba dos trapos negros… las vendas para los ojos.
Juanita entró primero. Al hacerlo tropezó deliberadamente, cayó hacia adelante, y se sostuvo agarrándose al respaldo del asiento delantero. Aquello le dio la oportunidad que buscaba: mirar hacia el asiento del conductor y ver el cuentakilómetros con el kilometraje. Sólo tuvo un segundo para ver los números:
25714 8. Cerró los ojos y los confió —con esperanza— a su memoria.
Estela siguió a Juanita. Lou subió finalmente, les venció los ojos y se sentó en el asiento trasero. Empujó el hombro de Juanita:
—Las dos al suelo. No arméis alboroto, no os vamos a hacer daño—. Acurrucada en el suelo con Estela a su lado, Juanita dobló las piernas y se las arregló para mirar hacia delante. Oyó que otra persona subía al coche, el motor se puso en marcha, las puertas del garaje resonaron al abrirse. Estaban en movimiento.
Desde el momento en que se movió el auto, Juanita se concentró como nunca lo había hecho en su vida. Su intención era recordar el tiempo y la dirección… si podía. Empezó a contar los segundos como le había enseñado una vez un fotógrafo amigo. Mil UNO; mil DOS; mil TRES; mil CUATRO… Sintió que el coche daba la vuelta y giraba, entonces contó ocho segundos hasta que se movió en línea recta. Luego casi se detuvo. ¿Había sido un camino de entrada? Probablemente. ¿Un sendero largo? El coche había avanzado despacio, probablemente había salido a una calle…
Un giro a la izquierda. Ahora avanzaba más rápido
. Volvió a contar.
Diez segundos. Disminuía. Giraba a la derecha… mil UNO; mil DOS, mil TRES… Un giro a la izquierda… más velocidad… más velocidad… un largo trecho… mil CUARENTA Y NUEVE; mil CINCUENTA…
No disminuía la marcha…
Sí, ahora disminuía. Una espera de cuatro segundos, después en línea recta. Podía haber sido una luz de tráfico… Mil OCHO
…
Dios mío, por Miles, ayúdame a recordar.
…mil NUEVE; mil DIEZ. Giro a la derecha
…
Borró otros pensamientos. Reaccionaba ante cada movimiento del auto. Contaba el tiempo… esperando, rogando para que la misma gran memoria que la había ayudado a contar el dinero en el banco… que la había salvado una vez de la duplicidad de Miles… le salvara ahora a
él.
…
mil VEINTE; mil dólares con veinte… No. Madre de Dios, no dejes vagar mi pensamiento
…
Un largo camino en línea recta, sobre asfalto, a gran velocidad…
Su cuerpo se bamboleó…
El camino giraba hacia la izquierda; una larga curva, suavemente… que se detenía, se detenía…
Habían sido sesenta y ocho segundos…
Giro a la derecha
. Empezar de nuevo.
Mil UNO; mil DOS
.
Y así siguió y siguió.
A medida que pasaba el tiempo la posibilidad de recordar, de reconstruir, parecía cada vez menos probable.
—Habla el sargento Gladstone de la Oficina Central de Comunicaciones de la Policía de la Ciudad —anunció la voz nasal e impersonal en el teléfono—. Dijeron que notificara en seguida si Juanita Núñez o su hija, Estela, eran localizadas.
El agente especial Innes se sentó, tenso y erguido. Instintivamente acercó el teléfono:
—¿Qué noticias tiene, sargento?
—La radio de un coche acaba de informar. Una mujer y una niña que responden a la descripción y nombres han sido encontradas en la unión de Cheviot Township y Shawnee Lake Road. Están bajo custodia protectora. Los oficiales las llevan ahora al Puesto Doce.
Innes cubrió el teléfono con la mano. Dijo con suavidad a Nolan Wainwright, sentado frente al escritorio en el cuartel general del FBI:
—La policía local. Han encontrado a Juanita Núñez y a su hija.
Wainwright apretó con fuerza el borde del escritorio.
—Pregunte en qué condiciones están.
—Sargento —dijo Innes— ¿están bien?
—Le he dicho todo lo que sé, jefe. Si quiere más noticias llamé al Puesto Doce.
Innes anotó el número del Puesto Doce y llamó. Se comunicó con el teniente Fazackerly.
—Sí, estamos enterados —reconoció cortante Fazackerly—. No corte. Siga el informe telefónico que acaba de llegar.
El hombre del FBI esperó.
—Según nuestros hombres la mujer ha sido algo castigada —dijo Fazackerly—. Tiene la cara amoratada y cortes. La chica tiene una fea quemadura en la mano. Los oficiales les han prestado los primeros auxilios. No informan de más daños.
Innes trasmitió las noticias a Wainwright, que se cubrió la cara con la mano, como si rezara.
El teniente volvió a hablar:
—Pero pasa algo raro.
—¿Qué es?
—Los oficiales del coche dicen que la mujer Núñez no quiere hablar. Lo único que quiere es un lápiz y un papel. Se los han dado. Está escribiendo como loca. Dijo algo sobre cosas que tenía en la memoria y que debía anotar.
El agente especial Innes suspiró:
—¡Cristo! —recordaba la pérdida de dinero en la caja del banco, la historia detrás, la increíble agudeza de memoria de Juanita Núñez.
—Oiga —dijo—. Escuche lo que le digo, se lo explicaré después; vamos para allá. Pero comuníquese por radio con el coche, en seguida. Dígale a sus oficiales que no dirijan la palabra a la Núñez, que no la molesten, que le den todo lo que pida. Y cuando llegue al lugar, que hagan lo mismo. Háganle caso. Dejen que siga escribiendo si quiere. Trátenla como a algo especial.
Se detuvo y añadió:
—Cosa que por otra parte, es.
Breve marcha atrás. Desde el garaje
Adelante. 8 segundos. Casi se detiene (¿Camino de entrada?)
Vuelta a la izquierda. 10 segundos. Velocidad media.
Vuelta a la derecha. 3 segundos.
Vuelta a la izquierda. 55 segundos. Marcha suave, rápida.
Parada. 4 segundos. (¿Luz de tráfico?)
En línea recta. 10 segundos. Velocidad media.
Vuelta a la derecha. Camino no asfaltado (breve distancia) después asfalto. 18 segundos.
Disminuye la marcha. Se detiene. Parte de inmediato. Curva a la derecha. Se detiene y parte. 25 segundos.
Vuelta a la izquierda. Línea recta, marcha suave. 47 segundos.
Lento. Vuelta a la derecha…
El resumen de Juanita al terminar era de siete páginas escritas a mano.
Trabajaron intensamente durante una hora en un cuarto trasero, en el puesto de policía, usando mapas en gran escala, pero el resultado no fue decisivo.
Las notas garabateadas de Juanita les habían sorprendido a todos… a Innes y a Dalrymple, a Jordan y a Quimby del Servicio Secreto que se habían unido a los otros tras una llamada urgente, y a Nolan Wainwright. Las notas eran increíblemente completas y, según decía Juanita, totalmente exactas. Explicó que nunca creía poder recordar lo que se guardaba en la mente, hasta que llegaba el momento. Pero, una vez hecho el esfuerzo, sabía con certeza si el recuerdo era correcto. Estaba segura de que era así en este caso.
Además de las notas tenían pista para guiarse; el kilometraje.
Las mordazas y las vendas de los ojos habían sido quitadas a Juanita y a Estela unos momentos antes de ser empujadas fuera del coche en un camino suburbano. Con deliberada torpeza y suerte, Juanita se las arregló para echar otra mirada al cuentakilómetros. 25738,5. Habían viajado 23,7 millas.
Pero, ¿era una dirección recta o el coche había retrocedido a veces, haciendo que el viaje pareciera más largo de lo que era, simplemente para confundirla? Incluso con el informe de Juanita era imposible tener la certeza. Hicieron todo lo posible, trabajando penosamente para establecer el recorrido, calculando si el coche había tomado tal dirección o tal otra, si había doblado aquí o allá, si había viajado hasta tal distancia en tal camino. Pero todos sabían que la cosa era muy inexacta, ya que la velocidad sólo podía ser adivinada, y los sentidos de Juanita, cuando estaba con los ojos vendados, podían haberla engañado, de manera que un error podía acumularse sobre otro error, y volver inútil la tarea actual, convertirla en una pérdida de tiempo. Pero
había
una posibilidad de que pudieran rastrear el camino de vuelta hacia donde ella había estado presa, o muy cerca del lugar. Y, de manera significativa, una consistencia general existía entre las varias posibilidades que se presentaban hasta ahora.
Fue el agente Jordan, del Servicio Secreto, quien hizo una afirmación para todos. En un mapa de la zona trazó una serie de líneas que representaban las posibles direcciones por las que había atravesado el auto que llevaba a Juanita y a Estela. Después, en el principio de las líneas, trazó un círculo.
—Aquí —señaló con el dedo—. Aquí, en algún punto.
En el silencio siguiente Wainwright oyó el ruido del estómago de Jordan, como siempre que le había visto. Wainwright se preguntó cómo era posible que Jordan aceptara tareas en las que tenía que permanecer escondido y en silencio. ¿O acaso su ruidoso estómago le excluía de esa clase de trabajos?
—Esta zona —señaló Dalrymple— es de lo menos cinco millas cuadradas.
—Entonces investiguémosla —contestó Jordan—. En grupos, en autos. Nuestra organización y la de ustedes, y pediremos también ayuda a la policía municipal.
El teniente Fazackerly, que se les había unido, preguntó:
—¿Y qué es lo que debemos buscar, señores?
—Si quiere que le diga la verdad —dijo Jordan—, maldito si lo sé.
Juanita viajaba en un coche del FBI con Innes y Wainwright. Wainwright conducía, dejando a Innes en libertad para manejar dos radios, una unidad portátil, de las cinco suministradas por el FBI, que podía comunicarse directamente con los otros autos, y un transmisor regular enlazado directamente con el Cuartel General del FBI.
Antes, bajo la dirección del comisario de policía de la ciudad, habían localizado el área y cinco coches la cruzaban ahora. Dos eran del FBI, uno del Servicio Secreto, y dos de la policía municipal. El personal se había dividido. Jordan y Dalrymple viajaban cada uno con un detective de la policía, y daban detalles a los recién llegados a medida que avanzaban. Si era necesario, otras patrullas de la policía municipal vendrían en su ayuda.