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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (68 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Todos estaban seguros de una cosa: el sitio donde había estado secuestrada Juanita era el centro donde se hacía moneda falsa. La descripción general hecha por ella y algunos detalles que había percibido volvían la cosa casi cierta. Por lo tanto las instrucciones a todas las unidades especiales eran las mismas: buscar e informar de cualquier actividad desusada que pudiera relacionarse con un centro criminal especializado en falsificaciones. Todos estuvieron de acuerdo en que las instrucciones eran vagas, pero nadie había podido suministrar algo más específico. Como decía Innes:

—¿Qué otra cosa nos queda?

Juanita estaba sentada en el asiento trasero del coche del FBI.

Habían pasado casi dos horas desde que ella y Estela habían sido dejadas bruscamente, dándoles órdenes de que volvieran la cara, y el Ford verde oscuro había desaparecido con un chirrido de goma quemada. Desde entonces Juanita había rehusado todo tratamiento —como no fueran los primeros auxilios inmediatos— para la cara malamente amoratada y cortada, y para las heridas y desgarraduras de las piernas. Sabía que tenía un aspecto horrible, con las ropas manchadas y rotas, pero sabía también que, si quería llegar a tiempo para salvar a Miles, todo lo demás debía esperar, incluso la atención que debía prestar a Estela, que había sido llevada a un hospital para curarle la herida y ponerla en observación. Mientras Juanita hacía lo que debía, Margot Bracken —que había llegado al destacamento policial poco después de Wainwright y el FBI— atendía a Estela.

Era la media tarde.

Al poner sobre el papel las secuencias de su viaje, al liberar la mente como purgándola de un centro sobrecargado, había quedado exhausta. De todos modos había contestado a lo que parecían preguntas interminables de los hombres del FBI y del Servicio Secreto, que insistían en averiguar los menores detalles de su experiencia con la esperanza de que algún fragmento olvidado les acercara más a lo que todos deseaban: a un lugar determinado. Hasta ese momento no se había producido nada.

Pero no era en los detalles en lo que pensaba ahora Juanita, sentada detrás de Wainwright y de Innes, sino en Miles tal como le había visto. La imagen permanecía grabada —con sentimientos de culpabilidad y angustia— agudamente en su mente. Dudaba que pudiera desaparecer nunca. La pregunta la perseguía: si se descubría el centro de falsificación, ¿sería ya demasiado tarde para salvar a Miles? ¿O, quizás, ya era demasiado tarde?

La zona que había trazado el agente Jordan —situada en el borde oriental de la ciudad— era un barrio populoso y mezclado. En parte era comercial, con algunas fábricas, galpones y una gran avenida dedicada a la industria ligera. Ésta —considerada la zona más probable— era el segmento al que prestaban mayor atención las fuerzas patrulleras. Había varias zonas comerciales. El resto era residencial, y presentaba toda la gama de viviendas desde las de tipo bungalow hasta casas amplias, de tipo mansión.

Para la docena de buscadores que daban vueltas y se comunicaban frecuentemente por las radios portátiles, la actividad en todas partes parecía común y de rutina. Incluso algunos pocos acontecimientos fuera de lo ordinario tenían un tono común.

En uno de los distritos comerciales un hombre que había comprado un equipo de seguridad para pintor había tropezado con el instrumento y se había roto una pierna. Un poco más lejos, un coche con el acelerador trabado se había metido en el vestíbulo vacío de un teatro.

—A lo mejor creía que era una película para meterse dentro —dijo Innes, pero nadie rió. En la avenida industrial el departamento de bomberos había acudido ante el fuego en una pequeña fábrica y rápidamente lo había apagado. La fábrica estaba rodeada de charcos; uno de los inspectores de policía fue a mirar, para cerciorarse. En una mansión residencial se iniciaba un té de caridad. En otra, un camión tractor cargaba muebles domésticos. Entre los bungalows un grupo de obreros reparaba una cañería. Dos vecinos habían discutido y se habían liado a puñetazos en la acera. El agente Jordan, del Servicio Secreto, bajó y los separó.

Y eso era todo.

Por una hora. Al terminar no habían adelantado, estaban como al principio.

—Tengo una sensación rara —dijo Wainwright—. La sensación que acostumbraba tener cuando trabajaba para la policía y algo se me pasaba por alto.

Innes lo miró de reojo.

—Comprendo lo que usted dice. Usted cree que tiene algo ante las narices, pero que no lo ve.

—Juanita —dijo Wainwright por encima del hombro—, ¿hay
algo
, algún detalle pequeño que le haya podido pasar por alto?

Ella dijo con firmeza:

—Lo he dicho todo.

—Entonces vamos a repetirlo otra vez.

Después de un rato, Wainwright dijo:

—En el momento en que Eastin dejó de gritar y cuando usted todavía estaba atada, dijo que había oído mucho ruido en el lugar.

Ella corrigió:

—No ruido, una conmoción
. Ruido y actividad. Oí gente que se movía, cosas que levantaban, cajones que se abrían y se cerraban, ese tipo de cosa.

—Tal vez buscaban algo —sugirió Innes—. Pero… ¿qué?

—Cuando usted salía —preguntó Wainwright—, ¿tuvo alguna idea de lo que representaba esa actividad?

—Por última vez, no lo sé —Juanita movió la cabeza—. Les he dicho que me sentía demasiado aterrada al ver a Miles para percibir otra cosa… —vaciló—. Bueno, estaban aquellos hombres en el garaje moviendo esos muebles raros.

—Sí —dijo Innes—, ya nos lo ha dicho. Es raro, pero todavía no hemos encontrado la explicación de eso.

—¡Un momento! Tal vez la haya…

Innes y Juanita miraron a Wainwright. Él fruncía el ceño. Parecía concentrado, meditaba.

—Esa actividad que Juanita oyó… supongamos que no buscaban algo, sino que estaban empaquetando, que se disponían a mudarse…

—Pudiera ser —reconoció Innes—. Pero lo que movían debían ser maquinarias. Máquinas grabadoras, repuestos. No muebles.

—A menos —dijo Wainwright— que los muebles fueran una cubierta. Muebles
huecos
.

Se miraron entre sí. La respuesta llegó a ambos al mismo tiempo.

—¡Dios me valga —gritó Innes— ese camión de mudanzas…!

Wainwright ya había empezado a dar la vuelta al coche, girando el volante en una vuelta rápida, apretada.

Innes se apoderó de la radio portátil. Transmitió tenso:

—Grupo dirigente a todas las unidades especiales. Converger hacia la gran casa gris que está en el fondo, al Este, en Earlham Avenue. Busquen un camión de mudanzas. Detengan y arresten a los ocupantes. Policía Municipal, llame a todos los coches en las cercanías. Código 10-13.

Código 10-13 significaba: máximo de velocidad, a todo lo que daba, con luces y sirenas. Innes puso en marcha su propia sirena. Wainwright apretó con fuerza el acelerador.

—Dios —dijo Innes, que estaba a punto de llorar—, hemos pasado dos veces al lado. Y la última vez casi habían terminado de cargar.

—Cuando salgas de aquí —ordenó Marino al conductor del camión tractor— dirígete hacia la West Coast. Marcha sin prisa, haz todo lo que harías con un cargamento normal y descansa todas las noches. Pero no pierdas el contacto, ya sabes a dónde tienes que llamar. Y, si no recibes nuevas órdenes en camino, las recibirás en Los Angeles.

—Bien, míster Marino —dijo el chófer. Era un tipo de confianza que conocía la tarea, y también que iba a recibir un premio regio por el riesgo personal que corría. Había hecho el mismo trabajo otras veces, en una ocasión en que Tony el «Oso» había mantenido el centro de falsificaciones en carretera, librando de daños a las máquinas, marchando por el campo y manteniéndose a flote hasta que todo tumulto desapareció.

—Bueno, entonces —dijo el chófer—, ya que todo está cargado, es mejor que me vaya. Hasta pronto, míster Marino.

Tony el «Oso» asintió, sintiéndose aliviado. Había estado inquieto durante el empaquetamiento y la operación de carga, sentimiento que le había clavado allí, supervisando y manteniendo la presión, aunque sabía que no era inteligente quedarse.

Generalmente se mantenía a salvadora distancia del frente de trabajo de cualquiera de sus operaciones, y se aseguraba de que no quedaran pruebas que lo relacionaran con el asunto si algo se embrollaba. Pagaba a otros para que corrieran esos riesgos y recibieran los golpes si era menester. La cosa era que, la falsificación, que se había iniciado como una insignificancia, se había convertido con el tiempo en tal fábrica de dinero —en el sentido real— que, de ser alguna vez el menor de sus intereses, figuraba ahora casi en lo alto de la lista. La buena organización había hecho la cosa; eso y el tomar
ultra
precauciones —calificación que agradaba a Tony el «Oso»— como la de mudarse ahora.

Estrictamente hablando no creía que esta mudanza fuera necesaria —por lo menos tan pronto—; estaba seguro de que Eastin había mentido cuando dijo que Danny Kerrigan le había dicho dónde estaba situada la casa, y había pasado la información.

El «Oso» Tony creía en esto a Kerrigan, aunque el viejo borracho
había
hablado demasiado, y pronto iba a tener algunas sorpresas desagradables, que le curarían de tener la lengua tan suelta. Si Eastin hubiera sabido lo que había dicho saber, y hubiera pasado la información, los policías y los empleados de Seguridad del banco habrían venido como un enjambre, hacía tiempo. Tony el «Oso» no se había sorprendido ante la mentira. Sabía que la gente bajo la tortura pasaba por diferentes puertas de desesperación mental, saltando de la mentira a la verdad y volviendo después a mentir si creían que los torturadores querían oír algo. Siempre era un juego interesante el adivinar. Tony el «Oso» se divertía con esta clase de juegos.

Pese a todo, mudarse, usando los acuerdos de emergencia establecidos con la compañía de camiones, era lo que convenía hacer. Como siempre…
ultra
inteligente. En la duda, mudarse.

Y ahora que el cargamento había terminado, era tiempo de librarse de lo que quedaba del espía Eastin. Basura. Un detalle del que se encargaría Angelo. Entretanto, decidió el «Oso» Tony, ya era hora de que él saliera de aquí disparado. Con excepcional buen humor tuvo una risita.
Ultra
inteligente.

Fue entonces cuando oyó el débil y creciente sonido de las sirenas, que convergían y, unos minutos después, comprendió que lo que había hecho no era en modo alguno inteligente.

—Es mejor que te des prisa, Harry —dijo el joven ayudante de la ambulancia al chófer—. ¡Éste no tiene tiempo que perder!

—Por lo que he visto del tipo —dijo el chófer, que mantenía los ojos hacia delante, usando luces y tocando la sirena para avanzar en medio del tráfico de esta hora—, por lo que he visto, haríamos un favor al pobre hombre si nos detuviéramos a tomar una cerveza.

—Rápido, Harry —el ayudante, que tenía título de enfermero, miró hacia Juanita. Ella estaba sentada en el asiento, se volvía, para ver a Miles, con la cara tensa, moviendo los labios.

—Perdón, señorita. Nos olvidamos que usted estaba aquí. En este trabajo uno se vuelve un poco duro.

Ella tardó un momento en comprender lo que le habían dicho. Luego preguntó:

—¿Cómo está?

—Muy mal. Es inútil engañarla —el joven enfermero había inyectado morfina subcutáneamente, y había tomado la presión. Ahora echaba agua en la cara de Miles. Miles estaba semiconsciente y, pese a la morfina, se quejaba dolorido. El ayudante no paraba de hablar—. Tiene un
shock
. Eso puede matarlo, si no le matan las quemaduras. Esta agua es para quitarle el ácido, aunque ya es tarde. En cuanto a los ojos, no quisiera… Eh, ¿qué ha pasado aquí?

Juanita movió la cabeza, porque no quería perder tiempo y hacer el esfuerzo de hablar. Tendió la mano para tocar a Miles, a través de la manta que lo cubría. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Suplicó, sin saber si la escuchaba:

—Perdón… perdón…

—¿Es su marido? —preguntó el enfermero. Empezó a colocar palillos, asegurados por vendas de algodón, en las manos de Miles.

—No.

—¿Su amigo?

—Sí —las lágrimas corrieron más aprisa. ¿Era todavía
su
amigo? ¿
Necesitaba
haberle traicionado? Aquí, en seguida, quería que la perdonara, como ella le había perdonado una vez… parecía aquello tan lejano, aunque no era así. Y también sabía que todo era inútil.

—Tenga esto —dijo el enfermero. Colocó una máscara sobre la cara de Miles y tendió a Juanita una botella portátil de oxígeno. Ella sintió un silbido cuando salió el oxígeno y se aferró a la botella como si, con el contacto, pudiera comunicarse, como había querido comunicarse desde que encontraron a Miles inconsciente, sangrando, quemado, todavía clavado a la mesa en aquella casa.

Juanita y Nolan Wainwright habían seguido a los agentes federales y a la policía local a la gran mansión gris, y Wainwright la había detenido hasta que estuvo seguro que no iba a haber un tiroteo. No lo hubo; ni siquiera resistencia aparente, ya que la gente que estaba dentro había decidido que estaban rodeados y que los sobrepasaban en número.

Fue Wainwright, con la cara más contraída de lo que ella había visto nunca, quien, con cuidado, lo más suavemente posible, aflojó los clavos y soltó las mutiladas manos de Miles. Dalrymple, de color ceniza, diciendo palabrotas en voz baja, había sostenido a Eastin mientras, uno por uno, iban saliendo los clavos… Juanita había sido vagamente consciente de la presencia de otros hombres que habían estado en la casa, alineados y esposados, pero ya no le importaba. Cuando llegó la ambulancia se mantuvo junto a la camilla que habían traído para Miles. La siguió y entró en la ambulancia. Nadie intentó detenerla.

Ahora rezaba, con palabras olvidadas hacía tiempo:

—Acordaos oh piadosísima Virgen María, de que nunca ha habido nadie que haya solicitado tu protección, implorado tu ayuda o buscado tu intercesión y Tú no hayas escuchado sus ruegos. Inspirada en esta confianza acudo a ti

Algo que había dicho el enfermero, pero que ella apenas había oído, se agitaba en el fondo de su mente.
Los ojos de Miles
. ¿Se habían quemado con el resto de la cara? Su voz tembló:

—¿Quedará ciego?

—Eso lo dirán los especialistas. En cuanto lleguemos a la Asistencia le darán el mejor tratamiento. Yo no puedo hacer aquí mucho más.

Juanita pensó: tampoco ella podía hacer mucho. Fuera de seguir junto a Miles, como iba a hacerlo, con amor y devoción, mientras él la quisiera y la necesitara. Eso, y rezar…
Oh, Virgen de las Vírgenes, acudo a Ti, ante Ti me postro, pecadora y arrepentida. Oh, Madre del Verbo encarnado, no desdeñes mi súplica, óyeme y contéstame. Amén
.

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