Lógicamente la historia de Miles Eastin de haber visto a Carlos Núñez en el banco el mismo día de la pérdida de caja, era una falsedad destinada a lanzar más sospechas sobre Juanita.
¡Despreciable hijo de puta! ¿Qué clase de hombre era, primero al dirigir la culpa hacia la muchacha, después al querer aumentarla? El jefe de Seguridad sintió que se le cerraban los puños, pero recordó que no debía dejarse llevar por sus sentimientos.
El aviso era necesario, y él sabía bien por qué. Era una causa de un incidente hacía tiempo enterrado en su mente, y que raras veces desenterraba. Sin quererlo realmente, empezó a recordar.
Nolan Wainwright, que ahora tenía casi cuarenta años, se había criado en los suburbios de la ciudad, y desde el nacimiento había descubierto que las posibilidades de la vida estaban en su contra. Creció con la supervivencia como una provocación diaria y con el crimen —minúsculo y del otro— como norma que lo rodeaba. En la adolescencia había formado parte de un grupo del ghetto, para quienes los choques con la ley eran prueba de virilidad.
Como otros, antes y después, y con el mismo origen de barrio, era movido por la urgencia de ser alguien, ser notado de alguna manera, por la necesidad de liberar una ira interna contra la oscuridad. No tenía experiencia ni filosofía para pesar las alternativas y, por eso, la participación en el crimen callejero parecía el único camino inevitable. Parecía muy posible que se graduara, como muchos de sus contemporáneos, para un prontuario policial y la cárcel.
Que no lo hiciera se debió, en parte, a la suerte; en parte a Bufflehead Kelly.
Bufflehead era un policía viejo, no muy vivo, siempre amable, que había aprendido que la supervivencia de un policía en el ghetto se prolongaba cuando hábilmente uno se encontraba en otra parte del lugar en el que se iniciaba la trifulca, y actuaba sólo cuando un problema se le presentaba directamente ante las narices. Los superiores se quejaban de que su récord de detenciones era el menor de la comisaría, pero en contra de esto —desde el punto de vista de Bufflehead— su retiro y su jubilación avanzaban satisfactoriamente año tras año.
Pero el adolescente Nolan Wainwright
había
caído bajo las narices de Bufflehead, la noche de una intentona de atraco de la banda a un almacén de mercancías, que la policía había turbado sin querer, de modo que todos tuvieron que huir, escaparon, excepto Nolan Wainwright, que tropezó y cayó a los pies de Bufflehead.
—Ah, mono imbécil —se quejó Bufflehead—. Esta noche me vas a traer toda clase de líos, papeles, tribunales…
Kelly detestaba los papeleos y las comparecencias ante el tribunal, que cortaban terriblemente el tiempo libre de un policía.
Al final hizo un compromiso. En lugar de detener y acusar a Wainwright, lo llevó, esa misma noche, al gimnasio policial y allí, según sus propias palabras, «le sacó el alma» en el cuadrilátero de boxeo.
Nolan Wainwright, moreteado, herido, y con un ojo muy hinchado —aunque todavía sin haber sido detenido— reaccionó con odio. En cuanto pudiera iba a hacer trizas a Bufflehead Kelly, objetivo que volvió a llevarle al gimnasio policial… y a Bufflehead… para que le enseñara cómo hacer la cosa. Según comprendió Wainwright más adelante, aquella había sido la escapada necesaria para su ira contenida. Aprendió rápido. Cuando llegó el momento de convertir a aquel policía medio idiota y haragán en una castigada bolsa de boxeo, descubrió que el deseo de hacerlo se había evaporado. En lugar de esto había tomado afecto al viejo, emoción que sorprendió profundamente al mismo muchacho.
Pasó un año en el cual Wainwright continuó boxeando, siguió en el colegio y se las arregló para no meterse en líos. Después, una noche, cuando estaba de guardia, por casualidad, Bufflehead, interrumpió un asalto en un almacén. Indudablemente el policía había quedado más sorprendido que los dos vagabundos en cuestión, y ciertamente no hubiera interrumpido, tanto más estando ambos armados. Como lo demostró después la investigación, Bufflehead ni siquiera intentó sacar el revólver.
Pero uno de los ladrones, sorprendido, se asustó y, antes de huir, disparó una ráfaga de tiros, a quemarropa, en el vientre del viejo policía Bufflehead Kelly.
La noticia del tiroteo corrió rápidamente y se reunió la gente. Nolan Wainwright estaba entre los curiosos.
Siempre iba a recordar —como recordaba ahora— la vista y el ruido del indefenso y perezoso Bufflehead, consciente, retorciéndose, gimiendo, chillando en loca agonía mientras la sangre y las entrañas se derramaban por la espaciosa herida mortal.
La ambulancia tardó mucho en llegar. Momentos antes de que llegara, Bufflehead, aullando sin cesar, murió.
El incidente dejó para siempre una marca en Nolan Wainwright, aunque no había sido la muerte de Bufflehead lo que más lo había afectado. Y tampoco le trastornó demasiado la detención y ejecución del ladrón que había disparado y de su compañero, cosa que le pareció fuera de lugar.
Lo que le había chocado e influido por encima de todas las cosas había sido el desperdicio aterrador, sin sentido. El crimen original era mezquino, tonto, condenado al fracaso, y, sin embargo, en su fracaso, la devastación que producía era vergonzosamente inmensa. En la mente del joven Wainwright aquel simple pensamiento, aquel razonamiento persistió. Fue una catarsis a través de la cual llegó a ver todo crimen como igualmente negativo, igualmente destructivo… y, más tarde, como un mal que había que combatir. Tal vez, desde el principio, una huella de puritanismo había existido en él, siempre latente, profunda. En todo caso, salió a la superficie.
Pasó de la juventud a la edad madura como un individuo sin reglas de compromiso y, quizá por esto, se convirtió en una especie de solitario, entre sus amigos y eventualmente cuando se hizo policía. Pero era un policía eficiente que aprendió y subió con rapidez, y que era incorruptible, como supieron alguna vez Ben Rosselli y sus ayudantes.
Y más tarde aún, cuando ya estaba en el First Mercantile American, los fuertes sentimientos de Wainwright persistían.
Es posible que el jefe de Seguridad se hubiera amodorrado, pero una llave en la cerradura del apartamento le alertó. Con cautela se incorporó. El reloj luminoso de su muñeca le mostró que era poco después de medianoche.
Entró una figura, en sombras, un rayo de la luz exterior reveló que era Eastin. Luego la puerta se cerró y Wainwright supo que Eastin buscaba la luz. La luz se encendió.
Eastin vio en seguida a Wainwright, y su sorpresa fue total. Se quedó con la boca abierta, y la sangre abandonó totalmente su cara. Procuró hablar pero se atragantó y no se presentaron las palabras.
Wainwright permaneció allí mirando furioso. Su voz fue cortante como un cuchillo.
—¿Cuánto ha robado hoy?
Antes que Eastin pudiera contestar o recobrarse, Wainwright lo agarró por las solapas, le dio la vuelta y lo empujó. El otro cayó despatarrado en el sofá.
A medida que la sorpresa se convertía en indignación, el joven estalló:
—¿Cómo ha entrado aquí? ¿Qué diablos…? —sus ojos vieron el dinero, la pequeña carpeta negra y se interrumpió.
—Así es —dijo con dureza Wainwright—, he venido a buscar el dinero del banco, o lo poco que quede… —hizo un gesto hacia los billetes amontonados en la mesa—. Sabemos que esto es lo que usted robó el miércoles. Y en caso de que dude, debo decirle que hemos descubierto el ordeñar de las cuentas y lo demás.
Miles Eastin miraba fijamente, con expresión helada, atónito. Un temblor convulsivo lo atravesó. En una nueva sacudida su cabeza se abatió, sus manos cubrieron su cara.
—¡Basta de comedia! —Wainwright se acercó, quitó las manos de la cara de Eastin y le echó hacia atrás la cabeza, pero sin dureza, recordando lo que había prometido al hombre del FBI. Nada de patata machacada.
Añadió:
—Usted tiene algo que decir. Empecemos.
—Eh, un poco de tiempo ¿eh? —suplicó Eastin—. Deme un minuto para pensar.
—¡Ni lo sueñe! —lo que menos quería Wainwright era dar a Eastin tiempo para reflexionar. Era un joven inteligente y capaz de razonar, correctamente, que el silencio era lo que más le convenía. El jefe de Seguridad sabía que en este momento contaba con dos ventajas. Una era de haber hecho perder el equilibrio a Miles Eastin; la otra no estar restringido por reglas.
Si los agentes del FBI estuvieran aquí, tendrían que informar a Eastin de sus derechos legales —el derecho a no contestar preguntas, y a tener presente un abogado. Pero Wainwright, que ya no era policía, no tenía esa obligación.
Lo que el jefe de Seguridad necesitaba era una clara prueba sobre el robo de los seis mil dólares. Una confesión firmada bastaría.
Se sentó frente a Eastin; sus ojos tenían clavado en la picota al joven.
—Podemos hacer esto de una manera dura y difícil, o bien podemos avanzar rápido.
Como no hubo respuesta, Wainwright tomó la pequeña carpeta negra y la abrió.
—Empecemos con esto —puso el dedo en la lista de sumas y fechas; al lado de cada entrada había otras cifras, en código—. Éstas son apuestas, ¿correcto?
En medio de una confusa pesadez, Eastin asintió.
—Explíqueme ésta.
Era una apuesta de doscientos cincuenta dólares, murmuró Miles Eastin sobre el resultado de un partido de fútbol entre Texas y Notre Dame. Explicó los detalles. Había apostado por Notre Dame. Texas había ganado.
—¿Y ésta?
Otra respuesta entre dientes: otro partido de fútbol. Otra pérdida.
—Siga —persistió Wainwright, manteniendo el dedo en la página, sin cejar la presión.
Las respuestas fueron lentas. Algunas de las entradas eran para partidos de baloncesto. Algunas apuestas estaban del lado ganador, aunque las pérdidas eran mucho mayores. La apuesta mínima era de cien dólares, la mayor de trescientos.
—¿Apostaba usted solo o con un grupo?
—Un grupo.
—¿Quiénes forman parte de ese grupo?
—Otros cuatro muchachos. Trabajan. Como yo.
—¿Trabajan en el banco?
Eastin negó con la cabeza.
—En otros lugares.
—¿Y también perdieron?
—A veces. Pero su promedio de ganancias era mejor que el mío.
—¿Cómo se llaman esos cuatro?
No hubo respuesta. Wainwright lo dejó pasar.
—No ha hecho apuestas sobre caballos. ¿Por qué?
—Nos habíamos juntado. Todos saben que en las carreras hay trampa, que están arregladas. El fútbol y el baloncesto son potables. Inventamos un sistema. Con juegos limpios, calculamos que podíamos vencer las malas posibilidades.
El total de pérdidas demostraba hasta qué punto el cálculo había sido equivocado.
—¿Apostaba usted con un tomador de apuestas o con más?
—Con uno.
—¿Su nombre?
Eastin siguió mudo.
—El resto del dinero que ha estado robando del banco… ¿dónde está?
El joven torció la boca. Contestó miserablemente.
—Lo he gastado.
—¿Y alguno más, supongo?
Un movimiento de cabeza abatido, afirmativo.
—Después nos ocuparemos de eso. Ahora hablemos de
este
dinero —Wainwright tocó los seis mil dólares que estaban entre ellos—. Sabemos que los robó usted el miércoles. ¿Cómo lo hizo?
Eastin vaciló, se encogió de hombros.
—Tanto da que lo sepa…
Wainwright dijo con agudeza:
—Adivina usted correctamente, pero está perdiendo tiempo.
—El miércoles pasado —dijo Eastin— había gente con gripe. Yo reemplacé a un cajero.
—Ya lo sé. Diga lo que pasó.
—Antes de que se abriera el banco fui a la cámara del tesoro para sacar una caja fuerte… una de las que estaban libres. Juanita Núñez estaba presente. Ella abrió su camión-caja. Yo estaba al lado. Sin que ella lo notara, vi la combinación.
—¿Y?
—La recordé de memoria. En cuando pude la anoté.
Ante la urgencia de Wainwright los condenados hechos se multiplicaban.
La cámara del tesoro en la sucursal era muy grande. Durante el día un contador del tesoro trabajaba en un recinto como una jaula, allí dentro, cerca de la pesada puerta de control mecánico. El contador del tesoro estaba invariablemente ocupado, contando los billetes, entregando paquetes de dinero o recibiéndolos, controlando a los pagadores y a los camiones-caja que entraban y salían. Aunque nadie podía pasar frente al cajero del tesoro sin ser visto, una vez que estaba dentro, él apenas les prestaba atención.
Aquella mañana, aunque ostensiblemente estaba muy contento, Miles Eastin necesitaba dinero desesperadamente. Había sufrido pérdidas en las apuestas la semana anterior, y le exigían el pago de deudas acumuladas.
Wainwright interrumpió:
—Usted ya había pedido un préstamo como empleado del banco. Debía dinero a compañías financieras. También al tomador de apuestas. ¿Correcto?
—Correcto.
—¿Debía algo más a alguien?
Eastin asintió, afirmativamente.
—¿A algún prestamista?
El joven vaciló, después asintió:
—Sí.
—¿Y ese prestamista le estaba amenazando?
Miles Eastin se mojó los labios.
—Sí, y también el tomador de apuestas. Los dos me amenazan todavía… —su mirada se dirigió a los seis mil dólares.
El rompecabezas empezaba a unirse. Wainwright señaló el dinero.
—¿Usted había prometido al prestamista y al tomador de apuestas pagarles eso?
—Sí.
—¿Cuánto a cada uno?
—Tres mil.
—¿Cuándo?
—Mañana —Eastin miró nerviosamente el reloj de pared y se corrigió—. Hoy.
Wainwright interrumpió:
—Volvamos al miércoles. Así que usted sabía la combinación de la caja de Juanita Núñez. ¿Cómo la usó?
A medida que Miles Eastin revelaba los detalles, la cosa parecía increíblemente sencilla. Tras trabajar toda la mañana, había salido a almorzar al mismo tiempo que Juanita Núñez. Antes de salir ambos llevaron sus camiones-caja a la cámara. Las dos cajas quedaron una junto a otra, ambas cerradas.
Eastin volvió del almuerzo más temprano y se dirigió a la cámara. El cajero del tesoro controló su entrada, y siguió trabajando. No había nadie más en la cámara.
Miles Eastin fue directamente al camión-caja de Juanita Núñez y la abrió, usando la combinación que había escrito. Sólo tardó unos segundos en retirar tres paquetes de billetes por un total de seis mil dólares, después cerró y volvió a cerrar con la combinación. Se metió los paquetes de dinero en los bolsillos interiores; el bulto apenas se notaba. Después sacó su propio camión-caja de la cámara y volvió al trabajo.