Read Tratado de ateología Online
Authors: Michel Onfray
No hay que asombrarse, por lo tanto, de que los judíos se apeguen tanto a la circuncisión, seguidos en ese terreno, como en muchos otros, por los musulmanes; que surja un debate en el cristianismo de los orígenes sobre el tema, y que Pablo de Tarso, circuncidado él también, zanje el problema para los cristianos decididos a salvar la carne real y optar por la
circuncisión del corazón
(Hechos de los Apóstoles 15:1), del espíritu, y de lo que se quiera: los labios, los verdaderos, los de la boca, los ojos, las orejas y otras partes de cuerpo catalogadas en el Nuevo Testamento. Lo que hoy exime a los cristianos —excepto a los coptos, cristianos de Egipto— de ventilar el glande al aire libre...
Es curioso cómo la excisión —la circuncisión femenina, aunque algunas lenguas utilizan la misma palabra para las dos mutilaciones— de las niñas pequeñas espanta a Occidente, pero no provoca ninguna condena cuando se practica en los niños pequeños. El consenso parece general, hasta que invitamos a nuestro interlocutor a reflexionar sobre el fundamento de esa operación quirúrgica que consiste en cercenar una parte sana del cuerpo de un niño, que no puede dar su consentimiento, sin causa médica: la definición jurídica de... la mutilación.
Cuando una filósofa canadiense —Margaret Somerville— planteó el tema, sin ánimo polémico, con argumentos razonables y haciendo uso de la comparación y el análisis, mientras suministraba datos anatómicos válidos, científicos, neuropatológicos y psicológicos en contra de la tesis de la mutilación, fue objeto de un violento ataque por parte de sus compatriotas, al punto que después de la protesta nacional, perseveró en sus análisis, por cierto, pero suspendió su juicio y luego aceptó legitimar la circuncisión por razones... religiosas. (A modo de información, el 60% de los estadounidenses, el 20% de los canadienses y el 15% de los australianos han sido circuncidados debido a argumentos no religiosos, presuntamente higiénicos.)
El vendaje chino de los pies, el alargamiento
padaung
del cuello con anillos, el limado de dientes, la perforación de la nariz, orejas o labios en las tribus de la Amazonia, las escarificaciones y tatuajes polinesios, el aplastamiento peruano de la caja craneana, provienen de los mismos pensamientos mágicos que acompañan la excisión e infibulación africanas o la circuncisión judía y musulmana. Marcación del cuerpo por razones religiosas, sufrimientos rituales con el fin de ganarse la integración en la comunidad, prácticas tribales destinadas a atraer la benevolencia de los dioses, no faltan razones... sin acudir a las hipótesis psicoanalíticas.
¿Por qué reírse de la incrustación de una barra a través del glande en Oceanía, de la emasculación de los
skopzi rusos
—una secta cristiana que existió entre el siglo XVIII y los años 1920—, de la subincisión australiana —pene hendido desde el meato hasta el escroto, a todo lo largo—? Pues las lógicas mentales, los presupuestos ontológicos y las dosis de pensamiento mágico son exactamente los mismos. A reserva de considerar bárbaro lo que es ajeno a nuestras costumbres —Montaigne, desde ya...—, ¿cómo aceptar y legitimar nuestras mutilaciones y luego rechazar las de los vecinos?
La mutilación es un hecho probado. En primer lugar, de acuerdo con lo jurídico, el derecho prohíbe las intervenciones quirúrgicas sin justificación médica bien fundada. Ahora bien, el prepucio no es, por sí mismo, una patología. En segundo lugar, desde el punto de vista fisiológico, la superficie de la piel cortada corresponde a la mitad o a dos tercios del recubrimiento tegumentario del pene. Esa zona de treinta y dos centímetros cuadrados en un adulto —piel externa, piel interna— concentra más de mil terminaciones nerviosas, que incluyen doscientos cincuenta pies de nervios. Se procede así a la amputación de una de las estructuras más inervadas del cuerpo.
Además, la desaparición del prepucio —que los pueblos primitivos entierran, comen, secan, pulverizan y conservan— ocasiona una cicatriz circunferencial que se querateniza con el tiempo: la exposición permanente a las frotaciones de los tejidos obra de manera abrasiva sobre la piel, que se endurece y pierde sensibilidad. La desecación de la superficie y la desaparición de la lubricación restan comodidad sexual a la pareja.
El Corán no estimula ni obliga a la circuncisión, pero no la condena. De todos modos, la tradición establece que Mahoma nació circunciso. El Libro tampoco prescribe la excisión o la infibulación. En cambio, en la región oriental del África donde se practican estas mutilaciones, la resección del capuchón del clítoris se llama «
sunna
dulce», la de la cabeza del capuchón, «
sunna
modificada».
Sunna
significa «tradición y vía del Profeta»...
Igualmente, los judíos consideran la mutilación como una prueba de pertenencia radical a la comunidad. La rigidez sobre este punto —si se nos permite decirlo— es terrible; Dios le exige a Abraham que la lleve a cabo a los noventa y nueve años; la dicta para todos los miembros varones de la casa, incluso los esclavos; la codifica para el octavo día después del nacimiento; la convierte en el símbolo de la Alianza específica con su pueblo elegido. La circuncisión importa tanto que si cae en un día de
shabat,
todas las prohibiciones de actividad asociadas ritualmente a ese día desaparecen. Incluso en el caso de un niño muerto antes de la ablación del prepucio, el
mohel lle
va a cabo su trabajo.
Montaigne relata una circuncisión en su
Diario de viaje:
el circuncizador utiliza un cuchillo colocado previamente bajo la almohada de la madre con el fin de asegurarse los mayores beneficios. Toma el pene, baja la piel, empuja el glande, corta en vivo, sin anestesia, para levantar el prepucio. Después de beber un trago de vino, conservado en la boca, chupa la herida —la aspiración ritual se llama
mezizá
—, luego aspira la sangre a fin de evitar que quede en el fondo de la herida, dice el Talmud. Escupe en tres ocasiones. Entonces el niño ingresa en la comunidad y recibe su nombre. Desde Montaigne, el ritual no ha cambiado,
mezizá
incluida.
Ya todo se ha dicho sobre este rito primitivo y su persistencia a través de los siglos. Freud —cuyo mal recuerdo de la circuncisión destacan los biógrafos— habla, y después de él numerosos psicoanalistas, acerca de la supresión de lo femenino en el hombre (circuncisión) como contrapartida de la eliminación de lo masculino en la mujer (excisión); de la advertencia paterna, luego de la prevención contra el deseo edípico por la amenaza de una castración mayor; y de la repetición del corte del cordón umbilical como símbolo de un nuevo nacimiento. Es posible que, en más de un ritual de pertenencia identitaria y comunitaria, todo eso importe.
Pero también, y sobre todo, la hipótesis formulada por dos filósofos judíos, Filón de Alejandría, en
Quaestiones in Genesim,
y Moisés Maimónides, en
La guía de los descarriados:
dicha operación exige y tiene como finalidad el debilitamiento del órgano sexual y vuelve a centrar al individuo en lo esencial, al impedirle que derroche, por jactancia erótica, una energía que estaría mejor empleada en la alabanza de Dios, y además, debilita la concupiscencia y facilita el control de la voluptuosidad. A lo cual se le puede agregar: altera las posibilidades sexuales, impide el goce puro, por sí mismo; inscribe en la carne y con ella el odio hacia el deseo, la libido y la vida; significa el dominio de las pasiones mortíferas en el sitio mismo de las pulsiones vitales; y revela una de las modalidades de la pulsión de muerte dirigida contra el prójimo para su propio bien, como siempre...
Con el cristianismo y las decisiones de Pablo, la circuncisión se convierte en una cuestión mental. Ya no hay necesidad de una marca en la carne, la mutilación no corresponde a nada real. Así pues, sólo importa la circuncisión del corazón. Para ello, se trata de despojar al cuerpo de todos los pecados que surjan de la concupiscencia carnal. De ahí el bautismo, sin duda, pero sobre todo la ascesis cotidiana de una vida consagrada a la imitación de Cristo, de su sufrimiento y su Pasión.
Con el tarsiota, el fiel mantiene su pene entero, cierto, pero pierde la totalidad de su cuerpo. Se trata en lo sucesivo de separarse de él en su totalidad, a la manera en que el circuncizador anula el prepucio. Con el cristianismo, la pulsión de muerte intenta gangrenar el mundo entero...
Cristianismo
Jesús existió, sin duda, como Ulises y Zaratustra, de quienes importa poco saber si vivieron físicamente, en carne y hueso, en un tiempo dado y en un lugar específico. La existencia de Jesús no ha sido verificada históricamente. Ningún documento de la época, ninguna prueba arqueológica ni ninguna certeza permiten llegar a la conclusión, hoy en día, de que hubo una presencia real que intermediara entre dos mundos y que invalidara uno nombrando al otro.
No hay tumba, ni sudario, ni archivos; apenas un sepulcro que, en el año 325, inventó Santa Helena, la madre de Constantino, muy inspirada, pues le debemos igualmente el descubrimiento del Gólgota y el del
titulus,
el pedazo de madera que llevaba inscrito el motivo de la condena de Jesús. También hay una pieza de tela cuya fecha, por medio del carbono 14, demuestra que data del siglo XIII de nuestra era, de modo que sólo un milagro hubiese podido lograr que envolviera el cuerpo de Cristo, el supuesto cadáver, más de mil años antes. Por último, encontramos tres o cuatro vagas referencias muy imprecisas en los textos antiguos —Flavio Josefo, Suetonio y Tácito—, es cierto, pero en copias hechas algunos siglos después de la pretendida crucifixión de Jesús y sobre todo bastante después de la existencia y deseo de complacer de aquellos adulones...
Pero, en cambio, ¿cómo negar la existencia conceptual de Jesús? Con la misma validez que el Fuego de Heráclito, la Amistad de Empédocles, las Ideas platónicas o el Placer de Epicuro, Jesús funciona de maravilla como Idea, la que articula una visión del mundo, una concepción de lo real, y una teoría del pasado pecaminoso y del futuro en la salvación. Dejemos que los amantes de los debates imposibles diluciden la cuestión de la existencia de Jesús y dediquémonos a los temas que importan: ¿qué contiene la construcción llamada Jesús?, ¿para hacer qué?, ¿con qué intenciones?, ¿con el fin de servir a qué intereses?, ¿quién creó esa ficción?, ¿cómo adquirió consistencia el mito?, ¿cómo evolucionó la fábula a través de los siglos?
Las respuestas a esas preguntas exigen que demos un rodeo por un decimotercer apóstol histérico, Pablo de Tarso; por un «obispo de relaciones exteriores», como se hacía llamar Constantino, también autor de un golpe de Estado exitoso; y por sus seguidores, Justiniano, Teodosio, Valentiniano, que alentaron a los cristianos a saquear, torturar, asesinar y quemar bibliotecas. La historia coincide con la genealogía de nuestra civilización, desde el ectoplasma invisible hasta los plenos poderes del fantasma que se extendió sobre un Imperio y luego sobre el mundo. La historia comienza envuelta en brumas, en Palestina, prosigue en Roma, y después en Bizancio, entre las riquezas, el boato y la púrpura del poder cristiano; reina aún hoy en millones de espíritus formateados por esa increíble historia construida en el aire, con improbabilidades, imprecisiones y contradicciones, que la Iglesia impone desde siempre por medio de la violencia política.
Sabemos, por lo tanto, que los documentos existentes son en su mayoría falsificaciones llevadas a cabo con habilidad. Las bibliotecas quemadas, los continuos saqueos de vándalos, los incendios accidentales, las persecuciones y los autos de fe cristianos, los terremotos, la revolución de los medios de impresión que desplazó el papiro en favor del pergamino y permitió a los copistas, sectarios fanáticos de Cristo, elegir entre los documentos rescatables y los prescindibles, las libertades que se tomaron los monjes al establecer las ediciones de autores antiguos en las que agregaron lo que hacía falta con miras a la consideración retrospectiva de los vencedores, constituyen más de un motivo de trastorno filosófico.
Nada de lo que perdura es confiable. El archivo cristiano es el resultado de una elaboración ideológica, e incluso Flavio Josefo, Suetonio o Tácito, en cuyas obras un puñado de palabras indica la existencia de Cristo y sus fieles en el siglo I de nuestra era, responden a la ley de la falsificación intelectual. Cuando un monje anónimo vuelve a copiar las
Antigüedades judaicas
del historiador judío, arrestado y luego convertido en colaborador del poder romano, en el instante en que tiene ante sí un original de los
Anales
de Tácito o de la
Vida de los doce Césares
de Suetonio y se asombra de la ausencia en el texto de alguna mención de la historia en la que cree, de buena fe agrega un pasaje de su puño y letra, sin vergüenza o complejos y sin imaginarse que actúa mal o que inventa una falsedad, puesto que en esas épocas no abordaban los libros con el ojo de nuestros contemporáneos obsesionados por la verdad, el respeto a la integridad del texto y el derecho de autor... Hoy, incluso, leemos a los escritores de la Antigüedad en manuscritos varios siglos posteriores a sus autores, confeccionados por copistas cristianos que modificaron sus contenidos con el fin de que siguieran el curso de la historia...
Los ultrarracionalistas —desde Prosper Alfaric hasta Raoul Vaneigem— tienen razón, probablemente, acerca de la inexistencia histórica de Jesús. Durante decenios, se ha investigado, en todos los sentidos posibles, el corpus de textos, documentos y datos a nuestra disposición, sin que se haya podido llegar a una conclusión definitiva ni a un consenso general. Entre el Jesús ficticio y el Jesús, Hijo de Dios, hay un amplio espectro, y la cantidad de hipótesis justifica tanto el ateísmo agresivo y militante de la unión racionalista como la adhesión al Opus Dei...
Lo que podemos decir es que en la época en que supuestamente aparece Jesús abundaban los individuos de su clase, profetas furibundos, locos iluminados, histéricos convencidos de la superioridad de sus verdades grotescas y vaticinadores de múltiples apocalipsis. La historia de aquel siglo exaltado incluye numerosos casos de esta índole; por otra parte, los filósofos gnósticos provienen de la efervescencia milenarista y de la locura delirante que teñía la época de angustia, temor e incertidumbre en un mundo desconocido para todos. La vieja mentira se agrietaba y amenazaba con el fin del mundo. La desaparición anunciada generaba miedos a los que algunos individuos respondían con proposiciones francamente irracionales.