Read Tratado de ateología Online
Authors: Michel Onfray
La ley del Libro único, total, integral, revestida con la fastidiosa costumbre de creer que todo se encuentra en un solo texto, conduce a descartar el recurso a, y el auxilio de, los libros no religiosos —sin ser por ello ateos—, como las obras científicas. Al monoteísmo, fuera de los usos prácticos, no le agrada mucho el trabajo racional de los científicos. Desde luego, el Islam aprecia la astronomía, el álgebra, las matemáticas, la geometría, la óptica,
pero
para poder calcular mejor la dirección de La Meca con las estrellas, establecer calendarios religiosos y fijar las horas de oración; por cierto, reverencia la geografía,
pero
para facilitar la concurrencia a la Kaaba durante el peregrinaje de los fieles del mundo entero; desde luego, practica la medicina,
pero
para evitar la impureza que impide la relación con Alá; sin duda alguna, pondera la gramática, la filosofía y el derecho,
pero
para comentar mejor el Corán y los
hadit.
La instrumentalización religiosa de la ciencia somete la razón a un uso doméstico y teocrático. En la tierra del islam, la ciencia no se ejerce por sí misma, sino para ampliar la práctica religiosa. En siglos de cultura musulmana no se ha dado ninguna invención o investigación como tampoco ningún descubrimiento notable en el campo de la ciencia laica. Un
hadit
celebra, en efecto, la investigación científica hasta en China, pero siempre en la lógica de su instrumentalización por razones religiosas, nunca por el ideal puramente humano e inmanente del progreso social.
También el cristianismo considera que la Biblia contiene la totalidad del saber necesario para el buen funcionamiento de la Iglesia. Durante siglos, ha contribuido poderosamente a imposibilitar cualquier investigación que, sin siquiera contradecirla, vaya más allá de los textos sagrados, los cuestione o interrogue. Fiel a las lecciones del Génesis (el saber no es deseable, la ciencia aleja de lo esencial: Dios), la religión católica impide la marcha de la civilización occidental ocasionándole daños incalculables.
Desde los comienzos del cristianismo, a principios del siglo II, el paganismo fue objeto de una condena integral: todo lo que producía era rechazado, asociado a los falsos dioses, al politeísmo, a la magia y al error. ¿Las matemáticas de Euclides? ¿La física de Arquímedes? ¿La geografía de Eratóstenes? ¿La cartografía de Ptolomeo? ¿Las ciencias naturales de Aristóteles? ¿La astronomía de Aristarco? ¿La medicina de Hipócrates? ¿La anatomía de Herófilo? ¡No lo bastante cristianas!
Los descubrimientos de esos genios griegos —el helio-centrismo de Aristarco, por mencionar sólo un ejemplo...— eran válidos, a todas luces, más allá de los dioses y del sistema religioso de entonces. Poco importaba la existencia de Zeus y de los suyos si se trataba de determinar las leyes de la hidrostática, calcular la longitud de un meridiano, inventar latitudes y longitudes, medir la distancia que nos separa del Sol, plantear que la Tierra gira alrededor del Sol, perfeccionar la teoría de los epiciclos, trazar el mapa del cielo, establecer la duración del año solar, relacionar las mareas con la atracción lunar, descubrir el sistema nervioso, proponer hipótesis sobre la circulación sanguínea, tantas verdades indiferentes a la población del Cielo...
Darles la espalda a los logros de la investigación, obrar como si esos hallazgos nunca hubiesen tenido lugar y volver las cosas a foja cero, significa, en el mejor de los casos, estancarse y entrar en un inmovilismo peligroso; en el peor de los casos, mientras otros avanzan, retroceder a viva marcha y dirigirse a ciegas hacia las tinieblas, de las que, por esencia y por definición toda civilización intenta liberarse para poder ser. El rechazo de las Luces caracteriza a las religiones monoteístas; éstas aprecian las noches mentales, convenientes para conservar sus fábulas.
En materia de ciencia, la Iglesia se engaña acerca de todo desde siempre: en presencia de una verdad epistemológica, persigue al descubridor. La historia de su relación con el cristianismo presenta una cantidad considerable de necedades y estupideces. Del rechazo de la hipótesis heliocentrista de la Antigüedad a las condenas contemporáneas de la ingeniería genética, se acumulan veinticinco siglos de estancamiento para la humanidad. ¡No nos atrevemos a imaginar el avance de Occidente sin tantas vejaciones a la ciencia!
¿Una de las líneas de ataque de ese tropismo anticiencia? La condena constante y encarnizada de las hipótesis materialistas. La genialidad de Leucipo y Demócrito, quienes, en el siglo V antes de la era cristiana, descubrieron el átomo sin disponer de los medios materiales para confirmar su intuición, no deja de asombrar. Sin microscopios ni instrumentos de aumento, sin lupas o anteojos, pero con un pensamiento experimental eficaz: la extrapolación, al ver los granos de polvo en un rayo de luz, de la presencia de partículas invisibles a simple vista, desde luego, y no obstante existentes. Y la conclusión de que la manera en que estaban dispuestos los átomos daba cuenta de la naturaleza de la materia, por lo tanto, del mundo.
La tradición atomista se mantuvo viva desde Leucipo hasta Diógenes de Enoanda, pasando por Epicuro, Lucrecio y Filodemo de Gadara. Perduró ocho siglos en la Antigüedad griega y romana.
De la naturaleza de las cosas
contiene la clasificación mejor lograda de la física epicúrea: forma, naturaleza, peso, número, constitución de los átomos, disposición en el vacío, teoría de la declividad, generación y corrupción; nada falta para el desciframiento integral del mundo. Por cierto, si todo está compuesto de materia, también lo están el alma, el espíritu y los dioses. Igualmente, los hombres. Con la aparición de la inmanencia pura, se acaban las ficciones y las fábulas, y por ende, las religiones, y con ellas desaparecen los medios de circunscribir el cuerpo y el alma de los habitantes de la ciudad.
La física antigua proviene de un método poético. Pese a todo, el tiempo lo ha confirmado. Pasan los siglos, pero en la época del microscopio de barrido electrónico, los aceleradores de partículas, los positrones, la fisión nuclear y los medios tecnológicos para ingresar en el núcleo de la materia, la intuición de Demócrito ha sido convalidada. El átomo filosófico recibe la armadura del mundo científico, en particular, el nuclear. Sin embargo, la Iglesia insiste hasta hoy en mantener una posición idealista, espiritualista y antimaterialista: en el alma resiste un real irreductible a la materia.
No es sorprendente, desde luego, que el materialismo constituya la pesadilla del cristianismo desde sus orígenes. La Iglesia no se detiene ante nada cuando se trata de desprestigiar esa filosofía coherente que da cuenta en forma absoluta de lo real. Para impedir el acceso a la física atomista, ¿qué es mejor que desacreditar la moral atomista? Calumniemos, pues, la ética epicúrea: ¿el epicúreo define el placer por medio de la ataraxia? ¡Transformemos esa definición negativa —ausencia de perturbaciones— en aberración definitiva y digamos que los epicúreos alaban el goce bestial, burdo y grosero de los animales! Desde ese momento, dejamos de considerar notable esa física peligrosa a los ojos de la casta cristiana, puesto que proviene de un cerdo de la piara de Epicuro... Calumniemos diez, cien veces, un siglo, diez siglos, siempre queda algo útil para el bando del calumniador... San Jerónimo, el primero.
Así, la Iglesia se impone dondequiera que aparezca una gota de materialismo. Cuando Giordano Bruno murió, quemado por los cristianos en la hoguera de Campo dei Fiori, en 1600, pereció menos por el ateísmo —nunca negó la existencia de Dios— que por el materialismo —afirmaba la coextensividad de Dios y el mundo—. En ninguna parte blasfemó, en ningún lugar de su obra profirió injurias contra el Dios de los católicos; escribía, pensaba y afirmaba que ese Dios, que es, no puede no ser del modo extensivo. La sustancia extensa del vocabulario que aparecería con Descartes.
Giordano Bruno, dominico, por lo demás (!), no negaba la existencia del espíritu. Pero, para su desgracia, lo situaba en el nivel físico de los átomos. Entendía las partículas como otros tantos centros de vida, de lugares en los cuales se manifiesta el espíritu, coeterno con Dios. La divinidad existe, sin duda, pero se compone de materia; es la solución del misterio. La Iglesia cree en la encarnación de Dios, pero sólo en un hijo, vástago de una virgen y un carpintero. De ningún modo en los átomos...
La misma observación es válida con respecto a Galileo, el emblemático representante del odio de la Iglesia a la ciencia y del conflicto entre la Fe y la Razón. La leyenda conserva la historia del heliocentrismo: el Papa y los suyos condenaron al autor de
Diálogos acerca de los Sistemas Máximos,
porque defendía la hipótesis de la Tierra como satélite del Sol, ubicado en el centro del universo. Acusación, proceso, retractación: conocemos la historia que termina cuando Galileo, al salir de la sala de audiencias, afirmó:
Sin embargo, se mueve...
(dice Brecht).
De hecho, las cosas sucedieron de otro modo. ¿Qué se le reprochó
verdaderamente
a Galileo? No tanto su defensa de la astronomía copernicana —una tesis contradictoria, no obstante, con respecto al enfoque aristotélico de la Iglesia—, sino su toma de posición materialista... En esa época, ante los tribunales, el heliocentrismo merecía la reclusión domiciliaria de por vida, una pena más o menos leve; en cambio, la defensa del átomo llevaba derecho a la hoguera. En este caso, tenía sus ventajas elegir el tema menos perjudicial... Así, más le valía confesar el pecado de heliocentrismo, venial, que el pecado atómico, mortal.
¿Por qué la Iglesia se preocupaba tanto en este punto por perseguir a los defensores de la concepción atomista del mundo? En primer lugar, porque la existencia de la materia, con exclusión de cualquier otra realidad, conduce a afirmar la existencia de un Dios material. Por lo tanto, a la negación de su carácter espiritual, intemporal, inmaterial y otras cualidades que figuran en su documento de identidad cristiano. Destrucción, en consecuencia, del Dios intangible fabricado por el judeocristianismo.
Pero hay otra razón, en este caso, relacionada con la panadería. Pues la Iglesia cree en la transubstanciación. ¿O sea? Afirma, a partir de las palabras de Jesús durante la Ultima Cena —
Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre
(Mateo 25:26-28)— que el cuerpo real y la sangre real de Cristo se encuentran en el pan ácimo. No en forma simbólica ni alegórica, sino real... En el momento de la elevación, el cura sostiene, pues, el cuerpo real de Cristo en sus manos.
¿Qué operación realiza el Espíritu Santo para que el pan del panadero genere el misterio, en todo el planeta, del cuerpo multiplicado y de la sangre superabundante? En el momento mismo en que los curas ofician misa, en la totalidad del globo, surge
realmente
la carne de un muerto resucitado que reaparece en su eterna frescura, inalterada por la eternidad.
Apasionado por la lingüística, Cristo usó el performativo y creó lo real con su palabra: hizo que lo que dijo fuera, por el simple hecho de formularlo.
La Iglesia de los primeros tiempos creyó en ese milagro. La de los últimos, también. El
Catecismo de la Iglesia católica
—versión siglo XXI— afirma en todos capítulos la presencia
real
de Cristo en la Eucaristía (artículo 1373). Siguen, para legitimar esta fábula, las referencias al Concilio de Trento, a la
Suma teológica
de Santo Tomás de Aquino, a los Misterios de la Fe —clasificados con el número 39 por la Iglesia— y a otros textos de San Juan Crisóstomo, que, en su
Primera homilía contra los anomeos,
hace bien en adherir a la propuesta de Pablo de Tarso, que plantea en los Corintios como motivo de alegría que
la ciencia será abolida
(1 Cor 13:8). ¡Se necesita un postulado así como punto de partida para llegar a tales necedades!
Así pues, la Iglesia siempre ha creído en la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo en el pan del panadero y en el néctar del vinicultor. Pero, para poder tragar dicha píldora ontológica, resultan indispensables ciertas contorsiones intelectuales, y no de las menos importantes. Y lo que permite el magnífico pase mágico es la caja de herramientas conceptuales de Aristóteles, el filósofo querido en el Vaticano. En consecuencia, surgen los permanentes números de ilusionistas, con las categorías metafísicas del Estagirita.
Explicación: el cuerpo de Cristo se encuentra
verdadera, real
y
sustancialmente
—según el vocabulario oficial— en la hostia, y lo mismo va para la hemoglobina en el vino. Porque la
sustancia
del pan desaparece con las palabras del cura, mientras que perduran las
especies sensibles
y los
accidentes
—color, sabor, calor, frialdad—. Las especies se mantienen por voluntad divina de manera milagrosa. Quien puede lo máximo —crear un mundo—, puede lo mínimo —engañar sobre un producto de panadería—. Sin duda alguna, sabe a pan, pero no es (o ya no es) pan. Igual observación con respecto al vino: se parece mucho, es blanco, como la sangre roja de Cristo, no embriaga (o ya no), pero se trata, a pesar de todo, de un Monbazillac.
Los malabares con la sustancia y las especies sensibles son muy necesarios para convencer a los fieles de que lo que es (el pan y el vino) no existe y que lo que no es (el cuerpo y la sangre de Cristo) existe de verdad. ¡Prestidigitación metafísica sin igual! Cuando la teología se entromete, la gastronomía y la enología, incluso la dietética y la hematología, renuncian a sus pretensiones. Ahora bien, el destino del cristianismo se juega en esta lamentable comedia del
bonneteau
[2]
ontológico.
¿Y qué tiene que ver Epicuro con todo esto? Le gusta el pan, puesto que su festín con un mendrugo y un modesto pedazo de queso atraviesa los siglos y deja recuerdos imperecederos en la historia de la filosofía. Pero se habría reído del conejo eucarístico salido de la galera cristiana. Con una risa prolongada e inextinguible... Porque, en virtud de los principios enunciados en la
Carta a Herodoto,
una hostia se reduce a átomos. Lucrecio explicaría cómo se fabrica, con harina de trigo y agua, sin añadir levadura, esa galleta blanca, insulsa, pastosa, que se deshace en la boca, con un pequeño paquete de átomos ligados a sus semejantes. No es muy útil para la ficción de la transubstanciación. La materia, ni más ni menos.