Tratado de ateología (8 page)

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Authors: Michel Onfray

BOOK: Tratado de ateología
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La misma lógica se aplica a los intérpretes de las leyes coránicas —ayatolás y mulás— que intentan darles sentido y coherencia a textos contradictorios en el cuerpo mismo de su libro sagrado, haciendo malabares con los suras, los versículos y los miles de
hadit,
o haciendo trampa con los versículos derogantes y los versículos derogados. ¿Les llamamos la atención sobre el odio hacia los judíos y los no musulmanes que atiborra las páginas del Corán? Nos remitirán a la práctica de la
dhima
que, en forma vaga, permite la existencia y la protección de las personas del Libro no musulmán. Pero evitan con cuidado explicar que dicha protección se da sólo después del pago en moneda contante y sonante de un impuesto: la
gizya.
Lo cual equipara esta pretendida tolerancia a una práctica mañosa de protección del individuo sometido al financiamiento de la empresa que lo extorsiona... ¡O cómo inventar el impuesto revolucionario!

Los olvidos, la pérdida de información y el sometimiento a la obediencia más que a la inteligencia vacían la religión de sus contenidos auténticos, para no producir más que una pálida Vulgata apenas adaptable a las formas metafísicas y sociológicas. Al estilo de los marxistas que se creen tales y niegan la lucha de clases, y luego dejan de lado la dictadura del proletariado, numerosos judíos, cristianos y musulmanes se fabrican una moral a la medida que implica extraer citas del corpus a conveniencia para constituir una regla de juego y una pertenencia colectiva en perjuicio de la totalidad de su religión. De ahí proviene el doble movimiento de la desaparición de prácticas visibles coextensiva al reforzamiento de la episteme dominante. Lo mismo que el ateísmo cristiano...

6. EL ATEÍSMO CRISTIANO

Durante mucho tiempo el ateo funcionó como la cara opuesta del cura, punto por punto. El negador de Dios, fascinado por su enemigo, a menudo adoptó varias de sus manías y defectos. Ahora bien, el clericalismo ateo no ofrece nada de interés. Las capillas de librepensamiento, las uniones racionalistas tan proselitistas como el clero y las logias masónicas al estilo de la Tercera República, apenas llaman la atención. Se trata, en adelante, de apuntar hacia lo que Deleuze llama un
ateísmo tranquilo,
es decir, menos una posición estática de negación o de lucha contra Dios que un método dinámico que desemboque en una proposición positiva, que deberá construirse después de la lucha. La negación de Dios no es un fin, sino un medio para alcanzar la ética poscristiana o francamente laica.

Para empezar a definir los límites del ateísmo poscristiano, detengámonos en lo que aún debemos superar en la actualidad: el
ateísmo cristiano
o el cristianismo sin Dios. ¡Extraña quimera, una vez más! Pero existe, y caracteriza a un negador de Dios que afirma al mismo tiempo la excelencia de los valores cristianos y la índole insuperable de la moral evangélica. Su trabajo presupone la disociación de la moral y la trascendencia: el bien no tiene necesidad de Dios, de cielo o de un anclaje inteligible, pues se basta a sí mismo y depende de una necesidad inmanente: proponer una regla de juego y un código de conducta entre los hombres.

La teología deja de ser la genealogía de la moral, y la filosofía toma el relevo. Mientras que la lectura judeocristiana supone una lógica vertical —desde lo bajo de los humanos hacia lo alto de los valores—, la hipótesis del ateísmo cristiano propone una exposición horizontal: nada fuera de lo racionalmente deducible ni disposiciones en otro campo que no sea el mundo real y sensible. Dios no existe, las virtudes no se derivan de una revelación, no descienden del cielo, sino que provienen de un enfoque utilitarista y pragmático. Los hombres se dan a sí mismos las leyes y no tienen necesidad para ello de recurrir a un poder extraterrestre.

La escritura inmanente del mundo distingue al ateo cristiano del cristiano creyente. Pero no los valores comunes. El sacerdote y el filósofo, el Vaticano y Kant, los Evangelios y la
Crítica de la razón práctica,
la madre Teresa y Paul Ricoeur, el amor al prójimo católico y el humanismo trascendental de Luc Ferry tal como lo expone en
El Hombre-Dios,
la ética cristiana y las grandes virtudes de André Comte-Sponville, evolucionan en un campo común: la caridad, la templanza, la compasión, la misericordia, la humildad, pero también el amor al prójimo y el perdón de las ofensas, poner la otra mejilla cuando nos pegan una vez, el desinterés por los bienes de este mundo, la ascesis ética que rechaza el poder, los honores, las riquezas como falsos valores que desvían de la verdadera sabiduría. Estas son las opciones que se profesan
teóricamente.
El ateísmo cristiano deja de lado, la mayor parte del tiempo, el odio paulino del cuerpo, el rechazo de los deseos, los placeres, las pulsiones y las pasiones. Más de acuerdo con su época sobre las cuestiones de la moral sexual que los cristianos con Dios, los defensores de un retorno a los Evangelios —con el pretexto del retorno a Kant, incluso a Spinoza— consideran que el remedio contra el nihilismo de nuestro tiempo no necesita un esfuerzo poscristiano, sino una relectura laica e inmanente del contenido y del mensaje de Cristo. Desde el continente judío, Vladimir Jankélevitch —véase su
Tratado de las virtudes
—, Emmanuel Levinas —léase
Humanismo del otro hombre
o
Totalidad e infinito
—, pero también hoy Bernard-Henri Lévy —
El testamento de Dios
— o Alain Finkielkraut —
Sabiduría del amor
—, proporcionan a este judeocristianismo sin Dios una parte de sus modelos.

7. UN ATEÍSMO POSMODERNO

La superación del ateísmo cristiano permite plantear, sin caer en la redundancia al calificarlo así, un auténtico
ateísmo ateo...
, este casi pleonasmo para significar la negación de Dios acoplada a una negación de una parte de los valores que se desprenden de ello, sin duda, pero también para cambiar de episteme y luego desplazar la moral y la política sobre otra base, no nihilista sino poscristiana. No se trata de acondicionar las iglesias, tampoco de destruirlas, sino de construir más allá, en otra parte, otra cosa, para los que no quieran seguir habitando intelectualmente lugares que ya fueron demasiado utilizados.

El ateísmo posmoderno anula la referencia teológica, pero también la científica, para construir una moral. Ni Dios, ni Ciencia, ni Cielo inteligible, ni el recurso a propuestas matemáticas, ni Tomás de Aquino, ni Auguste Comte o Marx; sino la Filosofía, la Razón, la Utilidad, el Pragmatismo, el Hedonismo individual y social, entre otras propuestas a desarrollar dentro del campo de la inmanencia pura, en favor de los hombres, para ellos y por ellos, y no para Dios o por Dios.

La superación de los modelos religiosos y geométricos en la historia vino por el lado de los anglosajones Jeremy Bentham —léase y reléase
Deontología,
por ejemplo— y su discípulo, John Stuart Mill. Ambos echaron las bases de construcciones intelectuales, aquí y ahora, y aspiraron a edificaciones modestas, es verdad, pero habitables: no eran catedrales inmensas e inhóspitas, aunque bellas a la vista —como las edificaciones del idealismo alemán—, poco prácticas, sino obras en condiciones de ser realmente habitadas.

El Bien y el Mal existen no sólo porque coinciden con las nociones de fiel o infiel en la religión, sino porque atañen a la utilidad y la felicidad de la gran mayoría. El contrato hedonista —no puede ser más inmanente...— legitima la intersubjetividad, condiciona el pensamiento y la acción, y prescinde completamente de Dios, la religión y los curas. No hay necesidad de amenazar con el Infierno o de seducir con el Paraíso, y de nada sirve fundar una ontología de premio y castigo
post mortem
para alentar las buenas acciones, justas y rectas. Una ética sin obligaciones ni sanciones trascendentes.

8. PRINCIPIOS DE ATEOLOGÍA

La ateología se propone realizar tres tareas: primero —segunda parte—
deconstruir
los tres monoteísmos y mostrar cómo, a pesar de sus diversidades históricas y geográficas, a pesar del odio que se manifiestan los protagonistas de las tres religiones desde hace siglos, a pesar de la aparente irreductibilidad, en la superficie, de la ley mosaica, de los dichos de Jesús y de la palabra del Profeta, a pesar de los tiempos genealógicos diferentes de las tres variaciones llevadas a cabo durante más de diez siglos de un solo y único tema, la base sigue siendo la misma. Variaciones de grado, no de naturaleza.

¿Y qué hay en esa base, justamente? Una serie de odios impuestos con violencia a lo largo de la historia por los hombres que se pretenden depositarios e intérpretes de la palabra de Dios, los clérigos: odio a la inteligencia —los monoteístas prefieren la obediencia y la sumisión—; odio a la vida, reforzado por una indefectible pasión tanatofílica; odio a este mundo, desvalorizado sin cesar con respecto a un más allá, único depositario de sentido, verdad, certidumbre y bienaventuranza posibles; odio al cuerpo corruptible, despreciado hasta en sus mínimos detalles, mientras que al alma eterna, inmortal y divina se le adjudican todas las cualidades y virtudes; por último, odio a las mujeres, al sexo libre y liberado en nombre del Ángel, ese anticuerpo arquetípico común a las tres religiones.

Una vez desmontada la reactividad de los monoteísmos con respecto a la vida inmanente y posiblemente gozosa, la ateología puede ocuparse en particular de una de las tres religiones para ver cómo se constituye, se instala y se enraíza en principios que presuponen siempre la falsificación, la histeria colectiva, la mentira, la ficción y los mitos a los que se les otorgan plenos poderes. La reiteración de una suma de errores por la mayoría termina por volverse un corpus de verdades intocables, bajo pena de peligros gravísimos para los incrédulos, desde las hogueras cristianas del pasado hasta las
fatwas
musulmanas del presente.

Para intentar ver cómo se fabrica una mitología, podemos proponer —tercera parte— una
deconstrucción del cristianismo.
En efecto, la construcción de Jesús procede de una falsificación reductible a momentos precisos en la historia durante uno o dos siglos: la cristalización de la histeria de una época en una figura que cataliza lo maravilloso, reúne las aspiraciones milenaristas, proféticas y apocalípticas de la época en un personaje conceptual llamado Jesús; la existencia metodológica y de ningún modo histórica de esa ficción; la amplificación y la promoción de esa fábula por Pablo de Tarso, que se creía el delegado de Dios cuando en realidad sólo estaba cursando su propia neurosis; su odio hacia sí mismo transformado en odio hacia el mundo: su impotencia, su resentimiento y la revancha de un
aborto
—según su propio término...— transformados en motor de una individualidad que se expandió por toda la cuenca mediterránea; el goce masoquista de un hombre ampliado a la dimensión de una secta entre miles de la época; todo eso surge cuando reflexionamos un poquito, rechazamos, en materia de religión, la obediencia o la sumisión, y llevamos a cabo un acto antiguo y prohibido: saborear la fruta del árbol del conocimiento...

La deconstrucción del cristianismo implica, por cierto, un desmontaje de la elaboración de la ficción, pero también un análisis del futuro universal de esa neurosis. De ahí provienen las consideraciones históricas sobre la conversión política de Constantino a la religión sectaria por puras razones de oportunismo histórico. En consecuencia, el devenir imperial de una práctica limitada a un puñado de iluminados adquiere claridad: de perseguidos y minoritarios, los cristianos pasan a ser perseguidores y mayoritarios, gracias a la intercesión de un emperador convertido en uno de ellos.

El decimotercer apóstol, como Constantino se proclamó durante un Concilio, levantó un Imperio totalitario que dictó leyes violentas contra los no cristianos y practicó una política sistemática de erradicación de la diferencia cultural. Hogueras y autos de fe, persecuciones físicas, confiscación de bienes, exilios forzados y forzosos, asesinatos y actos insultantes, destrucción de edificios paganos, profanación de lugares y objetos de culto, incendio de bibliotecas, reciclaje arquitectónico de edificios religiosos antiguos en nuevos monumentos o como relleno de caminos, etcétera.

Con plenos poderes durante varios siglos, lo espiritual se confundió con lo temporal... De ahí —cuarta parte— surgió una
deconstrucción de las teocracias
que presuponen la reivindicación práctica y política del poder que pretendidamente emana de un Dios que no habla, y con razón, pero al que hacen hablar los sacerdotes y el clero. En nombre de Dios, pero por medio de sus supuestos servidores, el Cielo ordena lo que debemos hacer, pensar, vivir y practicar aquí en la Tierra para complacerlo. Y los mismos que pretenden predicar Su palabra afirman su competencia para la interpretación de lo que El piensa de los actos realizados en Su nombre...

La teocracia encuentra su panacea en la democracia: el poder del pueblo, la soberanía inmanente de los ciudadanos contra el pretendido magisterio de Dios, de hecho, de los que lo invocan... En nombre de Dios, la historia es testigo, los tres monoteísmos han hecho correr durante siglos increíbles ríos de sangre. Guerras, expediciones punitivas, masacres, asesinatos, colonialismo, etnocidios, genocidios, Cruzadas, Inquisiciones, ¡y hoy, hiperterrorismo universal!

Deconstruir los monoteísmos, desmistificar el judeocristianismo —también el islam, por supuesto—, luego desmontar la teocracia: éstas son las tres tareas inaugurales para la ateología. A partir de ellas, será posible elaborar un nuevo orden ético y crear en Occidente las condiciones para una verdadera moral poscristiana donde el cuerpo deje de ser un castigo y la tierra, un valle de lágrimas; la vida, una catástrofe; el placer, un pecado; las mujeres, una maldición; la inteligencia, una presunción y la voluptuosidad, una condena.

A lo que podríamos añadirle, por lo tanto, una política más fascinada con la pulsión de vida que con la pulsión de muerte. El Otro no se pensaría a sí mismo como un enemigo, adversario o diferencia que hay que suprimir, reducir, someter, sino como la oportunidad de establecer aquí y ahora una intersubjetividad, no bajo la mirada de Dios o de los dioses, más bien bajo la de sus protagonistas, en la inmanencia más radical. De manera que el Paraíso funcionaría menos como ficción del Cielo que como ideal de la razón en la Tierra. Soñemos un poco...

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