Read Tratado de ateología Online
Authors: Michel Onfray
Unos seleccionan lo que presenta un islam tolerante en apariencia: basta con separar los versículos en los que el Profeta propone dar asilo a los infieles, practicar el perdón, el olvido, la paz, rechazar todo tipo de violencia o crimen, renunciar al talión, amar al prójimo, sea judío, cristiano, no creyente, ateo o politeísta, y tolerar la diferencia de puntos de vista. Por desgracia, hay otros que dictan exactamente lo contrario y es también válido creer en lo bien fundado y legítimo del crimen, el asesinato, la violencia, el odio y el desprecio... Pues no hay verdad en el Corán o lectura única, sólo interpretaciones fragmentarias, comprometidas desde el punto de vista ideológico, para sacar provecho personal de la autoridad del libro y de la religión.
¿Qué significa, por ejemplo, contextualizar un versículo que incita a matar a los judíos? ¿Explicarlo en función de la época, del contexto histórico y de las razones que llevaron a escribir y a pensar de ese modo en el período tribal? ¿Y después? ¿El antisemitismo desaparece cuando mostramos su arraigo en el humus que se remonta a una historia y una geografía? ¿La invocación al crimen deja de ser una invocación al crimen de modo repentino y como por arte de magia? Es imposible impedir que el texto haya sido escrito con todo detalle, más allá de lo que se piense del contexto. Aun cuando aparezca lo contrario en el texto, el antisemitismo también se lee allí y también con toda legitimidad.
Paradójicamente, los aficionados musulmanes a la contextualización consideran su Libro sagrado, divino, inspirado, revelado y dictado por Dios. Y por eso, y de hecho, el Corán se vuelve intocable desde el punto de vista racional. Pero para que sirva a sus intereses, cambian de registro y, de pronto, proponen una lectura histórica. Quieren la fe y la razón, la creencia y el archivo, la fábula y la verdad, según sus necesidades dialécticas. Algunas veces, en el terreno místico, otras, en el registro filosófico, incomprensibles, nunca en la misma longitud de onda del lector carente de prejuicios o de convicciones que haya decidido leer realmente el texto.
Me inclino por la despiadada lectura histórica de los tres libros pretendidamente sagrados. Y por la necesidad de considerar sus consecuencias en la historia de Occidente y del mundo. Las fábulas judías sobre Canaán, las profecías genocidas mosaicas, la perspectiva de un decálogo comunitario, la ley del talión, el látigo contra los mercaderes del templo, las parábolas de la guerra y de la espada, la misericordia de un Dios asesino, antisemita e intolerante, constituyen la episteme monoteísta, a pesar de la prohibición de matar de la Tora, el amor al prójimo de los Evangelios y las mezclas que aparecen aquí y allá en el Corán. Los tres libros sirven más a menudo a la pulsión de muerte, relacionada con la neurosis de la religión de un solo Dios, convertida en religión del Dios único, que a sus prioridades.
La posibilidad de seleccionar citas a discreción en los tres libros del monoteísmo hubiese podido dar buenos resultados: bastaba con transformar la prohibición deuteronómica de matar en un absoluto universal sin tolerar ninguna excepción, con poner de relieve la teoría evangélica del amor al prójimo, prohibiendo todo lo que contradijera ese imperativo categórico y con apoyarse por entero en el sura coránico según el cual asesinar a un hombre es equivalente a eliminar a la humanidad entera, para que, de pronto, las religiones del Libro se volvieran recomendables, benévolas y deseables.
Si los rabinos prohibiesen que se pueda ser judío y asesinar, colonizar y desterrar a pueblos enteros en el nombre de la religión; si los curas condenaran a quien quitase la vida a su prójimo; si el Papa, el primer cristiano, tomase siempre partido por las víctimas, los débiles, los indigentes, los desempleados, los excluidos, los descendientes de la pequeña comunidad de fieles de Cristo; si los califas, los imanes, los ayatolás, los mulás y otros dignatarios musulmanes cubrieran de oprobio a los fanáticos de las armas y a los asesinos de judíos, cristianos e infieles; si todos los representantes del Dios único en la Tierra optasen por la paz, el amor y la tolerancia: en primer lugar, lo hubiésemos visto y sabido enseguida, y entonces, hubiésemos podido sostener a las religiones en sus premisas, luego contentarnos con condenar el uso que hicieran de ella los malos y los malvados. En lugar de eso, las practican a la inversa, eligen lo peor, y salvo rarísimas excepciones puntuales, singulares y personales, favorecen siempre en la historia a los jefes militares, a los soldados brutales, a los ejércitos, los guerreros, los violadores, los saqueadores, los criminales de guerra, los torturadores, los genocidas y los dictadores —excepto los comunistas...—, lo más vil y despreciable de la humanidad.
Pues el monoteísmo se inclina por la pulsión de muerte, ama la muerte, quiere la muerte, goza de la muerte y está fascinado con ella. La da, la distribuye masivamente, amenaza con ella y pasa al acto: desde la espada sanguinaria de los judíos que exterminaban a los cananeos, hasta la utilización de aviones de línea como proyectiles voladores en Nueva York, pasando por el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, todo se hace en nombre de Dios, con su bendición, pero, sobre todo, con la bendición de los que lo invocan.
Hoy en día, el gran rabinato de Jerusalén fustiga al terrorista palestino cargado de explosivos en las calles de Jaffa, pero guarda silencio sobre el asesinato de los habitantes de un barrio de Cisjordania destruido por los misiles de Tsahal. El Papa desaprueba la píldora como responsable del mayor genocidio de todos los tiempos, pero defiende abiertamente la masacre de cientos de miles de tutsis por los hutus católicos de Ruanda; los más altos tribunales del Islam mundial denuncian los crímenes del colonialismo, la humillación y la explotación a la que los ha sometido y somete el mundo occidental, pero se alegran de la
jihad
mundial llevada a cabo bajo los auspicios de Al-Qaeda. Fascinados por la muerte de
goys,
impíos e infieles, los tres, por otra parte, consideran al ateo como el único enemigo en común.
Las indignaciones monoteístas son selectivas: el espíritu corporativo funciona de lleno. Los judíos tienen su Alianza, los cristianos, su Iglesia y los musulmanes, su Umma. Los tres tiempos escapan a la Ley y disfrutan de una extraterritorialidad ontológica y metafísica. Todo se defiende y justifica entre los miembros de la misma comunidad. Un judío, Ariel Sharon, puede (mandar) exterminar a un palestino —el poco defendible jeque Jiacine...—, y no ofende a Yahvé, porque el asesinato se lleva a cabo en Su nombre; un cristiano, Pío XII, tiene el derecho de justificar a un genocida que asesina judíos — Eichmann pudo salir de Europa gracias al Vaticano—, no disgusta al Señor, porque el genocida venga el deicidio atribuido al pueblo judío; un musulmán —el mulá Omar— puede (mandar) arrestar a mujeres acusadas de adulterio y complace a Alá, puesto que el cadalso se levanta en Su nombre... Detrás de todas esas abominaciones hay versículos de la Tora, pasajes de los Evangelios, suras del Corán que legitiman y bendicen.
En cuanto la religión empieza a tener resonancias públicas y políticas, aumenta en forma considerable su poder de causar daño. Cuando nos basamos en un fragmento de uno u otro de los tres libros para explicar lo bien fundado y la legitimidad del crimen perpetrado, la fechoría se vuelve inatacable: ¿podemos ir en contra de la palabra revelada, del dicho de Dios o de la exhortación divina? Pues Dios no habla, excepto con el pueblo judío y con unos cuantos iluminados a los que envía a veces un mensajero, una virgen por ejemplo, pero el clero lo hace hablar con facilidad. Cuando se expresa un miembro de la Iglesia, y cita los pasajes de su libro, oponerse a él es igual que decirle no a Dios en persona. ¿Quién cuenta con suficiente fuerza moral y convicción para rechazar la palabra (de un hombre) de Dios? La teocracia vuelve imposible la democracia. Mejor aún: la sospecha de teocracia impide la existencia misma de la democracia.
A tal Señor, tal honor. Los judíos inventaron el monoteísmo e inventaron todo lo que trae consigo. El derecho divino y su correlato obligado: el pueblo elegido, enaltecido, los otros pueblos, humillados, lógica coherente; pero también, y sobre todo, la fuerza divina necesaria para el apoyo de ese derecho proveniente del Cielo, pues el brazo armado permite que sea eficaz en la Tierra. Dios dice, habla, sus profetas, los mesías y sus diversos enviados interpretan su discurso, inaudible de otro modo. El clero transforma todo eso en consignas defendidas por tropas engalanadas, acorazadas, decididas y armadas hasta los dientes. De allí surge la trifuncionalidad fundante de las civilizaciones: el Príncipe, representante de Dios en la Tierra; el Sacerdote, proveedor de los conceptos del Príncipe; y el Soldado, fuerza bruta del Sacerdote. El Pueblo paga
siempre
el costo de la perfidia teocrática.
Los judíos inventaron la dimensión temporal de lo espiritual monoteísta. Mucho antes que ellos, el Sacerdote actuaba conjuntamente con el Rey; la camaradería era primitiva, prehistórica y antediluviana. Pero el Pueblo Elegido se hizo cargo de esa lógica inteligente y práctica: hay que organizar la Tierra a la manera del Cielo. En el campo de la historia, hay que reproducir los esquemas teológicos. La inmanencia debe asumir las reglas de la trascendencia. La Tora cuenta las cosas sin rodeos.
En el Monte Sinaí, Dios habla con Moisés. El pueblo judío era débil en esa época, amenazado con el exterminio por las guerras con los pueblos de los alrededores. Se necesitaba, sin duda, el apoyo de Dios a fin de poder pensar en el futuro con serenidad. Un Dios único, belicoso, militar, implacable, dirigiendo la lucha sin piedad, capaz de aniquilar a los enemigos sin compasión, espoleando a sus tropas, he ahí a Yahvé, cuyo modelo es, como Mahoma, el del jefe militar tribal investido de galones cósmicos.
Dios promete a su pueblo —elegido, preferido, seleccionado entre muchos otros, separado del vulgo, su «bien particular» (Ex 19:5)— un país «de propiedad perpetua» (Gen 17:8). ¿Habita ese país gente modesta? ¿Un pueblo cultiva allí el campo? ¿La tierra alimenta a los niños y a los ancianos? ¿Los hombres maduros cuidan el ganado? ¿Las mujeres traen niños al mundo? ¿Educan a los adolescentes en ese lugar? ¿Adoran a sus dioses? Poco importan esos cananeos. Dios ha decidido aniquilarlos: «Los exterminaré», dice (Ex 23:23).
Para conquistar Palestina, Dios recurre a procedimientos decisivos. En términos polemológicos contemporáneos, digamos que inventa la guerra total. De paso, divide las aguas del mar, ahoga a un ejército entero —¡nada de medias tintas!—, detiene el Sol para que los hebreos tengan tiempo de exterminar a sus enemigos amoritas (Jos 10:12-14) —amor al prójimo, cuando te apoderas de nosotros...—,
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hace llover piedras y ranas —un poco de fantasía—, envía un ejército de mosquitos y tábanos —nada de mezquindades—, transforma el agua en sangre —un toque de poesía y color—, manda la peste, las úlceras y las pústulas —los comienzos de la guerra bacteriológica...—, a lo que agrega lo que la soldadesca practica desde siempre: el asesinato de todo lo que vive, mujeres, ancianos, niños, animales (Ex 12:12). La devastación, el incendio y el exterminio de pueblos enteros no son, como vemos, una invención reciente.
Yahvé bendice la guerra y a los que la hacen; santifica la lucha, la dirige y la conduce, no en persona, por cierto —un ectoplasma tiene dificultades para portar armas—, sino como inspiración para su pueblo; justifica los crímenes, las muertes, los asesinatos, legitima el exterminio de inocentes —¡matar animales como a hombres y a hombres como animales!—. Humanos mientras no se trate de cananeos, puede proponer la esclavitud en vez de la lucha, como señal de bondad y amor. A los palestinos les prometió la destrucción total, la
guerra santa
según la expresión aterradora hipermoderna del libro de Josué (6:21).
Desde hace dos mil quinientos años, ningún miembro responsable del pueblo elegido ha reconocido que esas páginas provienen de la fábula, de las necedades y ficciones prehistóricas en extremo peligrosas, hasta criminales. Muy por el contrario. En la totalidad del planeta hay una cantidad considerable de personas que viven, piensan, obran y conciben el mundo a partir de esos textos que llevan a la carnicería generalizada, sin que hayan merecido censuras alguna vez con respecto a su publicación por incitar al asesinato, al racismo y a otros actos de violencia. En las
yeshivás,
se estudia para conservar la memoria de esos pasajes en los cuales no se cambia ni una coma, y menos aún se toca un solo cabello de Yahvé. La Tora propone la primera versión occidental de numerosas artes de la guerra publicadas a través de los siglos.
Los cristianos no se quedan atrás en cuanto a reclutar a Dios en sus crímenes. No hay necesidad de ser el pueblo elegido ni de justificar el exterminio de un pueblo que molesta por su destino de mejor alumno entre los partidarios de Cristo; sólo basta con recurrir a la palabra de Dios a fin de garantizar las artimañas temporales de una religión que fue muy espiritual en su momento. La conversión del Jesús humillado a las humillaciones que se llevan a cabo en su nombre es rápida y fácil, y la manía perdura entre los cristianos.
Aquí también la selección de citas resulta muy útil: recurramos a Juan, por ejemplo, para lo siguiente: «Mi reino no es de este mundo» (18:36); pero remitámonos a Mateo para lo contrario: «Den al César lo que es del César; a Dios, lo que es de Dios» (22:21). La primera subraya la superioridad de lo espiritual y el desinterés por los asuntos terrestres; la segunda, la separación de poderes, sin duda, pero promulga, al mismo tiempo, un legalismo de hecho, pues dar al César justifica el pago del impuesto al ejército de ocupación, el consentimiento a la conservación de los ejércitos y a la sumisión a las leyes del Imperio.
La aparente antinomia se resuelve cuando acudimos a Pablo de Tarso. Pues el cristianismo se aleja del judaísmo al transformarse en paulinismo. Y las Epístolas a los diferentes pueblos que visitó el tarsiota conforman la doctrina de la Iglesia respecto de las relaciones entre lo espiritual y lo temporal. Pablo cree que el reino de Jesús será de este mundo: quiere que sea posible y contribuye a su concreción en el aquí y ahora; por eso, sus viajes de Jerusalén a Antioquía, de Tesalónica a Atenas, de Corinto al Éfeso. El converso no se contenta con la tierra prometida robada a los cananeos; quiere todo el planeta bajo el signo de Cristo blandiendo la espada.