Tratado de ateología (19 page)

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Authors: Michel Onfray

BOOK: Tratado de ateología
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2. VEINTISIETE SIGLOS DE CONSTRUCCIÓN

El asombro no desaparece aun después de encontrar la información. La edición de la Biblia de Emile Osty y Joseph Trinquet propone un lapso entre los siglos XII y II antes de Jesucristo: así pues, entre los últimos libros de sabiduría egipcia —el escriba Any, por ejemplo— y la Nueva Academia de Carneades de Cirene. Jean Soler —un excelente destructor de mitos— presenta el suyo: entre el siglo V y el I antes de nuestra era, o sea, entre Sócrates y Lucrecio. Pero algunos investigadores reducen aun más el tiempo y lo ubican entre los siglos III y II...

¡Casi diez siglos de diferencia con respecto a la fecha de origen del primer libro de la Biblia! Resulta difícil, por lo tanto, pensar como historiador y realizar un trabajo de contextualización sociológica, política y filosófica. El trabajo de supresión, voluntario o no, de huellas y pruebas de historicidad, y el escamoteo de sus fundamentos tienen serias consecuencias: no sabemos quiénes elaboraron esos libros ni cuáles fueron las condiciones inmanentes que los hicieron posibles. Así, queda libre el camino para las fabulaciones de los seguidores de fuentes divinas.

Aparecen las mismas imprecisiones en los textos del Nuevo Testamento. Los más antiguos datan de medio siglo después de la supuesta vida de Jesús. En todos los ejemplos, ninguno de los cuatro evangelistas conoció real y físicamente a Cristo. En el mejor de los casos, su saber proviene del relato mitológico y fabuloso transmitido de manera oral y luego transcrito entre el año 50 de nuestra era —las Epístolas de Pablo— y fines del siglo I —el Apocalipsis—. No obstante, no existe ninguna copia de los Evangelios antes de fines del siglo II o principios del III. Fechamos a ojo los pretendidos hechos, creyendo
a priori
lo que los textos relatan.

Puesto que son Marcos, Lucas, Mateo, etc., puesto que compartimos sus opiniones, es preciso que los textos daten de tal o cual año, aun cuando el más antiguo sea bastante tardío, contemporáneo de lo que algunos llaman la «falsificación» del cristianismo, los famosos decenios del siglo II de nuestra era. En 1546, el Concilio de Trento corta por lo sano y decide el corpus definitivo a partir de la Vulgata, elaborada a su vez con el texto hebreo, traducido entre los siglos IV y V por un tal Jerónimo, a quien no le inquietaba demasiado la honestidad intelectual...

Los judíos constituyeron su corpus con la misma lentitud, en un período igualmente extenso. Si bien algunos textos de la Tora databan, al parecer, del siglo XII antes de Jesucristo, hubo que esperar algunos años después de la destrucción del templo de Jerusalén, alrededor del año 100, para que los rabinos fariseos fijaran en detalle la Biblia hebraica. En la misma época, Epicteto llevaba en la Roma imperial una vida estoica emblemática...

A principios del siglo III, caligrafiaron en rollos la enseñanza de la Tora (la Mishná). Simultáneamente, Diógenes Laercio recopilaba sus documentos y se preparaba para redactar sus
Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos ilustres.
Hacia el año 500, los rabinos que habían emigrado de Palestina terminaron el Talmud de Babilonia, un comentario de la Mishná. En esos momentos, Boecio componía en prisión su
Consolación de la filosofía.
El texto de la Biblia hebraica fue fijado en forma definitiva en el año 1000. En ese tiempo, desde su lugar, Avicena intentaba conciliar la filosofía y el islam.

Éste
fue también el período en que, con un puñado de Coranes —es necesario agregarle el plural...—, algunos musulmanes establecieron una versión definitiva; porque, para ese trabajo, fue necesario elegir entre varias versiones, confrontar los dialectos, unificar la sintaxis, arreglar el grafismo, corregir la ortografía, separar los versículos derogantes y los versículos derogados para evitar una incoherencia demasiado escandalosa. Una verdadera tarea de calibración textual, por cierto, pero también ideológica. El tiempo altera los documentos; y aún falta escribir la historia meticulosa de esa falsificación.

Conclusión: si consideramos la datación más remota (XII a. C.) para el libro
más
antiguo veterotestamentario, luego la fijación del corpus neotestamentario en el Concilio de Trento (XVI), la construcción de los monoteísmos abarca veintisiete siglos de historia agitada. Con respecto a libros dictados en forma directa por Dios a sus fieles, las ocasiones de intermediación se cuentan por docenas. Éstas requieren y merecen, por lo menos, un verdadero trabajo arqueológico.

3. NO ENCONTRAR OTRA COSA QUE LO QUE SE ALEGA

¿Qué hay de cierto en esta exploración histórica impresionante? Ni siquiera la fecha de nacimiento del monoteísmo... Algunos la sitúan cerca del siglo XIII, pero Jean Soler considera como más probables los siglos IV y III, por lo tanto, bastante tarde. Ahí también hay cierta vaguedad. Pero las intenciones genealógicas parecen claras: los judíos las inventaron —aun inspirándose en el culto solar egipcio...—, para hacer posible la coherencia, la cohesión y la existencia de su pequeño pueblo amenazado. La mitología elaborada con tanto cuidado les permitió crear un Dios guerrero, combativo, sanguinario, agresivo y jefe militar, muy útil para movilizar la fuerza del pueblo sin tierra. El mito del pueblo elegido fundó la esencia de una nación dotada en lo sucesivo de un destino.

Quedan algunos miles de páginas canónicas de esa invención. Muy pocas, finalmente, en comparación con sus efectos sobre el mundo después de más de veinte siglos. Para tener una idea de semejante edición —La Pléiade, que, dicho sea paso, opta ideológicamente por la cubierta gris de los textos sagrados y no por la verde, de los textos de la Antigüedad...—, el Antiguo Testamento totaliza, en líneas generales, tres mil quinientas páginas; el Nuevo, novecientas; y el Corán, setecientas cincuenta, o sea, un poco más de cinco mil páginas en las que todo está dicho y lo contrario también...

En cada uno de los tres libros fundadores abundan las contradicciones: a cada cosa dicha le sigue casi de inmediato su contradicción, se hace una advertencia, pero la contraria también, se prescribe un valor y su antítesis un poco más allá. La labor de fijación definitiva, la construcción de un corpus coherente no ha servido de nada, ni siquiera la decisión de denominar «sinópticos» a tres evangelios, puesto que cada uno se puede leer en relación con los otros. El judío, el cristiano y el musulmán pueden consultar, según su deseo, en la Tora, los Evangelios y el Corán; encontrarán motivos, según su necesidad, para justificar lo blanco y lo negro, el día y la noche, el vicio y la virtud.

¿Un jefe militar busca un versículo que justifique su acción? Encontrará una cantidad increíble de ellos. ¡Pero un pacifista que deteste la guerra, decidido a hacer valer su punto de vista, también puede esgrimir frases, citas o palabras contrarias! ¿Otro consulta el texto para justificar la guerra de exterminación total? Hay libros y también textos. ¿Otro clama por la paz universal? Igualmente encontrará máximas apropiadas. ¿Un antisemita justifica su odio histérico? ¿Un creyente quiere basar su desprecio por los palestinos con la Biblia en la mano? ¿Un misógino desea demostrar la inferioridad de las mujeres? Abundan los textos a favor... Pero una palabra extraída de ese caos también permite deducir lo contrario. Lo mismo ocurre si se desea descargar la conciencia justificando el odio, las masacres y el desprecio, pues hay tanto material para legitimar la bajeza como para ejercer un indudable amor al prójimo.

Demasiadas páginas escritas en demasiados años por demasiadas personas desconocidas, demasiadas reposiciones y retrocesos, demasiadas fuentes y demasiados materiales. A falta de un único inspirador, Dios, los tres libros considerados sagrados incluyen muchos escribas, intermediarios y copistas. Ninguno de los libros es coherente, homogéneo y unívoco. Llegamos, pues, a la incoherencia, heterogeneidad y a la pluralidad de voces de las enseñanzas. Un método muy sencillo, pero poco practicado, es el de leer con atención, empezar por el principio y continuar hasta el fin por el camino trazado.

¿Quién ha leído verdaderamente, en su totalidad, el libro de su religión? Y quien lo haya leído, ¿utilizó la razón, la memoria, la inteligencia y el espíritu crítico con respecto a los detalles y al conjunto de su lectura? Leer no es pasar las páginas una por una, repetirlas como un derviche, consultarlas a manera de un catálogo, extraer esto y aquello, cada tanto, una página por una historia, sino tomarse el tiempo de
meditar sobre la totalidad.
Al hacerlo así, descubrimos la inverosimilitud y la retahíla de incoherencias de los tres libros forjadores de imperios, estados, naciones e historia desde hace más de dos mil años.

4. LA LÓGICA DE LA SELECCIÓN DE CITAS

En esta excavación arqueológica al aire libre rige de modo indiscutido la selección de citas. Puesto que se considera que Dios ha inspirado o dictado cada uno de esos libros, éstos sólo pueden ser perfectos, categóricos y definitivos. Dios domina el uso de la razón, el principio de la no contradicción, la dialéctica de las consecuencias y la causalidad lógica, pues de lo contrario no es Dios. Como el Todo es perfecto, las Partes que lo constituyen también lo son. Así, la totalidad del libro obedece a la perfección de las instancias que lo integran: la Biblia es Verdadera, por lo tanto cada uno de sus fragmentos lo es también, lo mismo que una frase seleccionada.

Partiendo de ese principio, se glosa sobre el Espíritu a partir de la Letra, y viceversa. ¿Una cita dice lo contrario? Sí, pero la tercera afirma lo contrario de lo contrario. Y desglosamos otra frase que, al contradecir lo contrario, restablece la primera proposición. El juego de justificaciones de una tesis a través del uso de una cita sacada del texto y del contexto permite que cada cual utilice los pasajes llamados sagrados a favor de su causa: Hitler justificaba su acción alabando a Jesús cuando éste expulsaba a los mercaderes del templo, mientras que Martin Luther King legitimaba la no violencia también citando los Evangelios... El Estado de Israel se apoya en la Tora para justificar la colonización de Palestina, los palestinos citan el Corán para expulsarlos por medio del asesinato. Los sofismas y la habilidad dialéctica adquieren formas retorcidas; el gusto por la argumentación basta para ensalzar el vicio y convertir la virtud en oprobio.

Ejemplo judío: la historia es conocida. Yahvé interviene en persona, en la montaña, en medio del fuego, en una nube, con una aureola de nubarrones, y le entrega a Moisés, con voz atronadora —cuesta imaginarla débil y poco firme...—, los Diez Mandamientos. En la lista, el quinto, el más célebre: «No matarás» (Dt 5:17). No puede ser más simple: sujeto tácito, adverbio de negación, verbo en futuro imperfecto, con valor de imperativo. Dios se expresa con sencillez. Un ejemplo típico para el análisis gramatical en una clase de primaria; una fórmula comprensible hasta para la inteligencia más obtusa: está prohibido asesinar, quitarle la vida a alguien; es un principio absoluto, intangible, que no justifica modificación alguna y no otorga dispensas ni admite excepciones. Queda dicho y entendido.

La selección de algunas palabras del decálogo basta para definir una ética. La no violencia, la paz, el amor, el perdón, la bondad y la tolerancia: todo un esquema que excluye la guerra, la violencia, los ejércitos, la pena de muerte, las luchas, las Cruzadas, la Inquisición, el colonialismo, la bomba atómica, el asesinato... No obstante, los seguidores de la Biblia han practicado todo esto durante siglos, sin vergüenza, en nombre incluso de su famoso libro sagrado. ¿Por qué, pues, este aparente paralogismo?

«Aparente», porque en el mismo Deuteronomio, no mucho después, unos cuantos versículos más abajo (Dt 7:1), el mismo Yahvé interviene para justificar a los judíos en su exterminación de varias poblaciones nombradas explícitamente en la Tora: los hititas —del Asia Menor—, los amorreos, los pereceos, los cananeos, los gergeseos, los heveos y los jebuseos, no menos de siete naciones que ocupaban la Palestina de entonces. Con respecto a esas naciones, Yahvé autoriza el anatema, el racismo —prohibición del matrimonio mixto—, prohíbe establecer contratos, niega la compasión, incita a destruir sus altares y monumentos, y legitima los autos de fe. ¿Cuáles son las razones? Respuesta: los judíos son el pueblo elegido (Dt 7:6), preferido por Dios contra todos los demás y a pesar de todos los demás.

Por un lado, no matar; por el otro, los términos que aparecen más adelante en el Deuteronomio: golpear, matar, aniquilar, quemar, desposeer y otros vocablos propios de la guerra total. Yahvé justifica la masacre de todo lo viviente. Hombres y bestias, mujeres y niños, ancianos, asnos, toros y ovejas, dice el texto, habrán de ser pasados a espada (Jos 6:21). La conquista del país de Canaán y la toma de Jericó se pagan con la vida. Incendian la ciudad. El oro y la plata se salvan de la vindicta y se consagran a Yahvé, por su grandeza, su esplendidez y su complicidad en lo que bien podríamos llamar
el primer genocidio:
el exterminio de un pueblo.

¿Qué debemos deducir? ¿Hay allí una contradicción definitiva? ¿O sería mejor leer con mayor finura, dejando de lado los caminos trillados que se suelen tomar por lo general para abordar este tema? Porque el imperativo de no matar puede parecer compatible con la legitimación del exterminio de un pueblo. En su época, León Trotski planteaba una solución, por otras razones y en otras circunstancias, mientras escribía un libro titulado
Su moral y la nuestra:
una moral de lucha, una ética para unos y un código diferente para los otros.

Hipótesis: el decálogo vale como exhortación local, sectaria y comunitaria. Se sobreentiende, pues, que «tú, judío, no matarás a judíos». El mandamiento desempeña un papel estructural con el propósito de que viva y sobreviva la comunidad. En cambio, matar a los otros, los no judíos, los
goys
—la palabra indica dos mundos irreductibles—, el crimen no es verdaderamente matar, al menos eso ya no compete a los Diez Mandamientos. El imperativo de no quitar la vida deja de ser categórico y se vuelve hipotético. No funda lo universal, sino lo particular. Yahvé le habla a su pueblo elegido y no tiene ninguna consideración para con los otros. La Tora inventa la desigualdad ética, ontológica y metafísica de las razas.

5. EL LÁTIGO Y LA OTRA MEJILLA

Esta vez tomaremos un ejemplo cristiano de posibles contradicciones o paralogismos. Los cuatro Evangelios dan la impresión de alabar sólo la bondad, la paz y el amor. Jesús resplandece como ejemplo del perdón a los pecadores, dotado de la palabra de consuelo para los enfermos y los afligidos, elogiando a los pobres de espíritu y otras variaciones sobre el tema de la caridad. Ésta es la habitual panoplia del Mesías que se les relata a los niños y se dramatiza los domingos en la prédica dirigida a las familias.

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