Tratado de la Naturaleza Humana (23 page)

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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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A esta explicación de la diferente influencia de la adulación o sátira franca y oculta añadiré la consideración de otro fenómeno que es análogo. Existen muchas particularidades en el punto de honor, tanto en los hombres como en las mujeres, cuya violación, cuando es franca y declarada, no la excusa jamás el mundo; pero éste se inclina a no tenerla en cuenta cuando las apariencias se salvan y la transgresión es secreta y oculta. Aun aquellos que conocen con igual certidumbre que la falta se ha cometido, la perdonan más fácilmente cuando las pruebas parecen en alguna medida oblicuas y equívocas que cuando son directas e innegables. La misma idea se presenta en los dos casos, y, propiamente hablando, el juicio asiente igualmente a ella, y, sin embargo, su influencia es diferente a causa del diferente modo en que se presenta.

Ahora bien; si comparamos estos dos casos, el de la violación manifiesta y el de la oculta de las leyes del honor, hallaremos que la diferencia entre ellos consiste en que en el primer caso el signo del que inferimos la acción censurable es único y basta por sí solo para ser el fundamento de nuestro razonamiento y juicio, mientras que en el último los signos son numerosos y dicen muy poco o nada cuando van solos y no están acompañados de muchas pequeñas circunstancias que son casi imperceptibles. Es evidentemente cierto que el razonamiento es tanto más convincente cuanto más único y unitario se presenta y cuanto menos trabajo da a la imaginación para reunir todas sus partes y pasar de él a la idea correspondiente que forma la conclusión. La labor del pensamiento perturba el progreso de los sentimientos, como lo observaremos de aquí a poco. La idea no nos impresiona con una vivacidad tal y, por consecuencia, no tiene una influencia tal sobre la pasión y la imaginación.

Partiendo de los mismos principios, podemos explicar la observación del al De Retz de que existen muchas cosas en las que puede engañarnos la sabiduría profana y que es más fácil excusar a una persona de sus acciones que de sus discursos en contra del decoro de su profesión y carácter. Una falta en el discurso es uentemente más patente y clara que en las acciones que admiten muchas excusas atenuadoras y no revela tan claramente la intención y opiniones del autor.

Así, resulta, en resumen, que todo género de opinión o juicio que no llega a ser conocimiento se deriva enteramente de la fuerza y vivacidad de la percepción, y que estas cualidades constituyen en el espíritu lo que llamamos creencia en la existencia del objeto. Esta fuerza y vivacidad son más notables en la memoria, y, por consiguiente, nuestra confianza en la veracidad de esta facultad es la mayor imaginable e iguala en muchos respectos a la seguridad de la demostración. El grado próximo de estas cualidades es el que se deriva de la relación de la causa y efecto, y aquí es también muy grande, especialmente cuando el enlace se sabe por experiencia que es absolutamente constante y cuando el objeto que se nos presenta se asemeja exactamente a aquellos de que tenemos experiencia. Sin embargo, por bajo este grado de evidencia existen muchos otros que tienen una influencia sobre las pasiones e imaginación proporcionada al grado de fuerza y vivacidad que comunican a las ideas.

Por el hábito hacemos la transición de causa a efecto, y de una impresión presente tomamos la vivacidad que difundimos sobra la idea relacionada; pero cuando no hemos observado un número suficiente de casos para producir un hábito fuerte, o cuando estos casos son contrarios los unos a los otros, o cuando la semejanza no es exacta, o la impresión presente es débil y obscura, o la experiencia se ha olvidado en alguna medida por la memoria, o la conexión depende de una larga cadena de objetos, o la inferencia se deriva de reglas generales, no siendo, sin embargo, concordante con ellas, la evidencia disminuye por la disminución de la fuerza e intensidad de la idea. Por consiguiente, esta es la naturaleza del juicio y la probabilidad.

Lo que da autoridad a este sistema, aparte de los argumentos indudables sobre los que cada afirmación se funda, es la concordancia de estas afirmaciones y la necesidad de unas para explicar las otras. La creencia que acompaña a nuestra memoria es de la misma naturaleza que la que se deriva de nuestros juicios y no hay diferencia entre el juicio que se deriva de un enlace constante y uniforme de causa y efecto y el que depende del enlace interrumpido e incierto. Es de hecho evidente que en todas las determinaciones en las que el espíritu decide, partiendo de experimentos contrarios, se halla primeramente en conflicto consigo mismo y tiene una inclinación hacia cada lado en proporción con el número de experimentos que hemos visto y recordado. Esta contienda se termina, por último, en favor del lado en que observamos un número superior de estos experimentos, pero aun con una disminución de fuerza en la evidencia correspondiente al número de experimentos opuestos.

Cada posibilidad de que se compone la probabilidad actúa separadamente sobre la imaginación, y la colección más amplia de posibilidades es la que prevalece al final, y esto con una fuerza proporcionada a su superioridad. Todos estos fenómenos llevan directamente al sistema precedente, y no será posible, basándose en otros principios, dar una explicación de ellos satisfactoria y consistente. Sin considerar estos juicios como efectos de la costumbre sobre la imaginación, nos perderíamos en una contradicción perpetua y absurda.

Sección XIV - De la idea de la conexión necesaria.

Habiendo explicado la manera según la que razonamos más allá de nuestras impresiones inmediatas y concluimos que determinadas causas deben tener determinados efectos, debemos volver ahora atrás para examinar la cuestión que se nos presentó primeramente y que dejamos a un lado en nuestro camino, a saber: cuál es nuestra idea de la necesidad cuando decimos que dos objetos están necesariamente enlazados entre ellos. Sobre este asunto repito que he tenido frecuentemente ocasión de observar que, como no tenemos ninguna idea que no se derive de impresiones, debemos hallar alguna impresión que dé lugar a la idea de la necesidad si afirmamos que tenemos realmente tal idea. Para esto considero en qué objeto se supone comúnmente que reside la necesidad, y hallando que se atribuye siempre a las causas y efectos, dirijo mi vista a dos objetos que se supone están enlazados por esta relación y los examino en todas las situaciones de que son susceptibles. Inmediatamente percibo que son contiguos en tiempo y lugar y que el objeto que llamamos causa precede al que llamamos efecto. En ningún caso puedo ir más lejos ni es posible para mí descubrir una tercera relación entre estos objetos, y, por consiguiente, amplío mi consideración hasta que comprenda varios casos en los que hallo iguales objetos existiendo en iguales relaciones de contigüidad y sucesión. A primera vista esto parece ser poco útil para mi propósito. La reflexión sobre varios casos tan sólo repite los mismos objetos, y, por consiguiente, no puede dar lugar a una nueva idea. Sin embargo, basándonos en una investigación ulterior, hallo que la repetición no es en cada caso particular la misma, sino que produce una nueva impresión, y por este medio, la idea que examino al presente; pues después de una repetición frecuente hallo que ante la aparición de uno de los objetos el espíritu se halla determinado por la costumbre a considerar su acompañante usual y a considerarlo de un modo más enérgico por su relación con el primer objeto. Es la impresión, pues, o la determinación la que me proporciona la idea de la necesidad.

No dudo que estas consecuencias a primera vista serán admitidas sin dificultad por ser deducciones evidentes de los principios que ya he establecido y que hemos empleado frecuentemente en nuestros razonamientos. Esta evidencia de los primeros principios, a la vez que de las deducciones, puede llevarnos irreflexivamente a la conclusión y hacernos imaginar, que no contiene nada extraordinario ni merecedor de nuestra curiosidad. Sin embargo, aunque una inadvertencia tal pueda facilitar la aceptación de este razonamiento, hará que también se le olvide más fácilmente, por cuya razón creo apropiado indicar que acabo de examinar una de las cuestiones más altas de la filosofía, a saber: la concerniente al poder y eficacia de las causas, en la que todas las ciencias parecen tan interesadas. Una indicación tal despertará, naturalmente, la atención del lector y le hará desear una explicación más amplia de mi doctrina, así como de los argumentos en que se funda. Esta petición es tan razonable, que yo no puedo rehusarme a ella, especialmente porque espero que cuanto más sean examinados estos principios más fuerza y evidencia adquirirán.

No existe cuestión alguna que, tanto por su importancia como por su dificultad, haya ocasionado más disputas entre los filósofos antiguos y modernos que la que se refiere a la eficacia de las causas o a la cualidad que las hace ir seguidas de sus efectos. Sin embargo, antes de haber llegado a estas discusiones pienso que no hubiera sido impropio el haber examinado qué idea tenemos de la eficacia que constituye el asunto de la controversia. Esto es lo que principalmente hallo que falta en su razonamiento y lo que intentaré suplir aquí.

Comienzo observando que los términos de eficacia, influencia, poder, fuerza, necesidad, conexión y cualidad productiva son casi sinónimos y, por consiguiente, que es un absurdo emplear alguno de ellos para definir los restantes. Por esta observación rechazamos a la vez todas las definiciones vulgares que los filósofos han dado del poder y eficacia, y en lugar de buscar las ideas en estas definiciones, debemos buscarlas en las impresiones de las que se derivan originalmente. Si se trata de una idea compuesta, ésta debe surgir de impresiones compuestas; si simple, de impresiones simples.

Creo que la explicación más general y más popular de esta materia, es decir, que hallando por experiencia que existen varias producciones nuevas en la materia, como las de los movimientos y variaciones de los cuerpos, y concluyendo que debe existir en alguna parte un poder capaz de producirlas, llegamos por último, mediante este razonamiento, a la idea del poder y eficacia. Sin embargo, para convencerse de que esta explicación es más popular que filosófica no necesitamos más que reflexionar sobre dos principios muy claros: primero, que la razón por sí sola jamás puede dar lugar a una idea original, y segundo, que la razón como distinta de la experiencia jamás puede hacernos concluir que una causa o cualidad productiva se requiere absolutamente para todo comienzo de existencia. Estas dos consideraciones han sido suficientemente explicadas y, por consiguiente, no debo insistir ahora más sobre ellas.

Debo inferir tan sólo de ellas que ya que la razón jamás puede dar lugar a la idea de eficacia, esta idea debe derivarse de la experiencia y de algunos casos particulares de esta eficacia que constituyen sus pasos hacia el espíritu por los canales comunes de la sensación o reflexión. Las ideas representan siempre sus objetos o impresiones y, por el contrario, son necesarios algunos objetos para dar lugar a la idea. Si pretendemos, por consiguiente, que tenemos una idea precisa de esta eficacia, debemos presentar algún caso en que la eficacia sea claramente cognoscible para el espíritu y su actuación manifiesta para nuestra conciencia o sensación. Si no podemos hacer esto, reconocemos que la idea es imposible e imaginaria, ya que el principio de las ideas innatas, el único que puede sacarnos de este dilema, ha sido ya refutado y es ahora rechazado casi universalmente en el mundo de las gentes cultas. Nuestro asunto presente, pues, debe ser hallar alguna producción natural en la que la actuación y eficacia de una causa pueda ser concebida y comprendida claramente por el espíritu sin peligro alguno de obscuridad o error.

En esta investigación nos sentimos muy poco animados, dada la prodigiosa diversidad que se halla en las opiniones de los filósofos que han pretendido explicar la fuerza y energía secreta de las causas. Hay algunos que mantienen que los cuerpos actúan por su forma substancial; otros, que por sus accidentes o cualidades; muchos, que por su materia y forma; algunos, que por su forma y accidentes, y otros, que por ciertas virtudes y facultades diferentes de todo ello. Todas estas opiniones, a su vez, se hallan mezcladas y variadas de mil modos diferentes y constituyen una decidida sospecha de que ninguna de ellas tiene solidez o evidencia y que el supuesto de una eficacia en alguna de las cualidades conocidas de la materia carece en absoluto de fundamento. Esta sospecha debe aumentar cuando consideremos que estos principios o formas substanciales, accidentes y facultades no son en realidad ninguna de las propiedades conocidas de los cuerpos, sino que son totalmente ininteligibles e inexplicables; pues es evidente que los filósofos jamás recurrirían a principios tan obscuros e inciertos si hubieran hallado la solución en los que son claros e inteligibles, especialmente en una cuestión como ésta, que debe ser objeto del más simple entendimiento si no lo es de los sentidos. En resumen, podemos concluir que es imposible mostrar en ningún caso el principio en que reside la fuerza e influencia de una causa y que tanto los entendimientos más refinados como los más vulgares se hallan igualmente perplejos en este particular. Si alguno piensa ser capaz de refutar esta afirmación no necesita someterse a la perturbación de encontrar algún largo razonamiento, sino que puede mostramos de una vez un caso de una causa en que descubramos el poder o principio actuante. Nos veremos obligados a hacer uso frecuentemente de este reto por ser casi el único medio de probar una negación en la filosofía.

El escaso éxito obtenido en todos los intentos de determinar este poder ha obligado, por último, a los filósofos a concluir que la fuerza y eficacia última de la naturaleza nos es totalmente desconocida y que es en vano buscarla en todas las cualidades conocidas de la materia. En esta opinión concuerdan casi todos, y sólo en la inferencia que realizan partiendo de ella se expresa alguna diferencia de sus pareceres, pues algunos de ellos, como en particular los cartesianos, habiendo establecido como un principio que conocemos perfectamente la esencia de la materia, han inferido muy naturalmente que no se halla dotada de eficacia alguna y que es imposible que comunique por sí misma el movimiento o produzca los efectos que le atribuimos. Como la esencia de la materia consiste en la extensión y como la extensión no implica ningún movimiento actual, sino sólo la movilidad, concluyen que la energía que produce el movimiento no puede residir en la extensión.

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