Tratado de la Naturaleza Humana (6 page)

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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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Puedo añadir otro argumento propuesto por un autor conocido y que me parece muy poderoso y elegante. Es evidente que la existencia en sí misma corresponde tan sólo a la unidad y no es jamás aplicable al número más que en razón de las unidades de que el número está compuesto. Veinte hombres pueden considerarse como existentes, pero esto tan sólo porque uno, dos, tres, cuatro, etc., existen, y si se niega la existencia de los últimos, la de los primeros deja de tener lugar en consecuencia. Por lo tanto, es totalmente absurdo suponer que un número existe y negar la existencia de las unidades, y como la existencia es siempre un número, según la opinión corriente de los metafísicos, y jamás se reduce a una unidad o cantidad indivisible, se sigue que la existencia no puede existir jamás. Es en vano replicar que una cantidad determinada de extensión es una unidad, pero una unidad tal que admite un número infinito de fracciones y es inagotable en sus subdivisiones, pues por la misma regla estos veinte hombres pueden ser considerados como una unidad. La esfera entera de la tierra y, es más, el universo entero, pueden ser considerados como una unidad. El término de unidad es meramente una denominación ficticia que el espíritu puede aplicar a cualquier cantidad de objetos que ella agrupa, y no puede una unidad tal existir más por sí sola que lo puede el número, por ser en realidad un verdadero número. La unidad que puede existir por sí sola y cuya existencia es necesaria para la de todo número es de otro género y debe ser perfectamente indivisible e incapaz de reducirse a otra unidad menor.

Todo este razonamiento tiene lugar también con respecto al tiempo, juntamente con un argumento adicional del que será conveniente tomar nota. Es una propiedad inseparable del tiempo, que en cierto modo constituye su esencia, que a cada una de sus partes sucede otra y que ninguna de ellas, aun contiguas, pueden ser coexistentes.

Por la misma razón que el año 1737 no puede coincidir con el año presente, 1738, cada momento, debe ser distinto y posterior o antecedente a otro. Es cierto, pues, que el tiempo, tal como existe, debe hallarse compuesto de momentos indivisibles, pues si en el tiempo no podemos llegar jamás al fin de la división y si cada momento que sucede a otro no fuera perfectamente único e indivisible, existirían un número infinito de momentos coexistentes o partes del tiempo, lo que creo se concederá que es una contradicción notoria.

La divisibilidad infinita del espacio implica la del tiempo, como es evidente por la naturaleza del movimiento. Si la última, por consiguiente, es imposible, la primera debe serlo igualmente.

No dudo que será concedido fácilmente por el más obstinado defensor de la doctrina de la divisibilidad infinita que estos argumentos son difíciles y que es imposible dar una respuesta a ellos que sea perfectamente clara y satisfactoria. Aquí podemos observar que nada puede ser más absurdo que la costumbre de llamar una dificultad a lo que pretende ser una demostración y tratar por este medio de eludir su fuerza y evidencia. No sucede en las demostraciones como en las probabilidades, en las que las dificultades pueden tener lugar y un argumento puede contrarrestar a otro y disminuir su autoridad. Una demostración, si es exacta, no admite ninguna dificultad que se le oponga, y si no es exacta, es un mero sofisma y, por consiguiente, no puede ser una dificultad: o es irresistible o no tiene fuerza alguna. Hablar, pues, de objeciones y réplicas y pesar los argumentos en una cuestión como ésta es confesar o que la razón humana no es mas que un juego de palabras o que la persona misma que habla así no tiene capacidad suficiente para estos asuntos. Las demostraciones pueden ser difíciles de ser comprendidas a causa de lo abstracto del asunto, pero no pueden poseer jamás dificultades tales que debiliten su autoridad una vez que han sido comprendidas.

Es verdad que los matemáticos acostumbran a decir que existen aquí argumentos igualmente poderosos en favor de cada lado de la cuestión y que la doctrina de los puntos indivisibles se halla también unida a objeciones irrefutables. Antes de que examine estos argumentos y objeciones en detalle los consideraré en un cuerpo y trataré de probar de una vez, por una razón breve y decisiva, que es totalmente imposible que puedan tener un fundamento exacto.

Es una máxima establecida en metafísica que todo lo que el espíritu concibe claramente incluye la idea de una existencia posible o, en otras palabras, que nada de lo que imaginamos es absolutamente imposible. Podemos formarnos la idea de una montaña de oro y de aquí concluir que esta montaña puede existir actualmente.

No podemos formarnos la idea de una montaña sin valle y, por consiguiente, la consideramos como imposible.

Ahora bien; es cierto que poseemos una idea de extensión, pues de otro modo,

¿por qué hablaríamos y razonaríamos acerca de ella? Es igualmente cierto que esta idea, concebida por la imaginación, aunque divisible en partes o ideas inferiores, no es divisible infinitamente ni consta de un número infinito de partes, pues esto excede a la comprensión de nuestras limitadas facultades. Aquí, pues, existe una idea de extensión que consta de partes o ideas inferiores que son perfectamente indivisibles; así, pues, esta idea no implica contradicción; por consiguiente, es posible que exista realmente la extensión en conformidad con ella y, por tanto, todos los argumentos empleados contra la posibilidad de los puntos matemáticos son meras sutilidades escolásticas inmerecedoras de nuestra atención.

Podemos llevar estas consecuencias más lejos y concluir que todas las pretendidas demostraciones en favor de la divisibilidad infinita de la extensión son igualmente sofísticas, pues es cierto que estas demostraciones no pueden ser exactas sin probar la imposibilidad de los puntos matemáticos, y pretenderlo es un evidente absurdo.

Sección III - De otras cualidades de nuestras ideas de espacio y tiempo.

Ningún descubrimiento más feliz pudo ser hecho para decidir de todas las controversias concernientes a las ideas que el antes mencionado de que las impresiones las preceden siempre y que toda idea que la imaginación posee hace su primera aparición en una impresión correspondiente. Estas últimas percepciones son tan claras y evidentes que no admiten controversia ninguna, aunque muchas de nuestras ideas sean tan obscuras que es casi imposible, aun para el espíritu que las forma, decir exactamente cuál es su naturaleza y composición. Apliquemos este principio para descubrir aún más la naturaleza de nuestras ideas de espacio y tiempo.

Al abrir mis ojos y dirigirlos a los objetos que me rodean percibo muchos cuerpos visibles, y al cerrarlos de nuevo y considerar la distancia entre estos cuerpos adquiero la idea de extensión. Como toda idea se deriva de alguna impresión que le es exactamente similar, las impresiones similares a esta idea de extensión deben ser o sensaciones derivadas de la vista o algunas impresiones internas que se derivan de estas impresiones.

Nuestras impresiones internas son nuestras pasiones, emociones, deseos y adversiones, ninguna de las cuales, según creo, se afirmará que sea el modelo del que se deriva la idea del espacio. No queda más, por consiguiente, que los sentidos para producirnos la impresión original; pero mis sentidos me proporcionan solamente impresiones de puntos coloreados dispuestos de un cierto modo. Si se dice que la vista es sensible a algo más, tan sólo deseo que se me indique esto; pero si es imposible mostrar algo más, podemos concluir con certidumbre que la idea de extensión no es sino una copia de estos puntos coloreados y de la forma de su aparición.

Si se supone que en el objeto extenso o composición de puntos coloreados, del cual hemos obtenido primeramente la idea de extensión, los puntos son de color púrpura, se seguirá que en cada repetición de esta idea no sólo colocaremos los puntos en el mismo orden los unos con respecto a los otros, sino que les os también el mismo color que únicamente conocemos. Sin embargo, más tarde, habiendo experimentado otros colores, violeta, verde, rojo, blanco, negro y todas las diferentes mezclas de éstos y habiendo hallado una semejanza en la disposición de los puntos coloreados de los que están compuestos, omitimos las particularidades de color tanto como es posible y hallamos una idea abstracta basándonos en la disposición de los puntos o forma de aparición en que concuerdan. Es más: aun cuando la semejanza se transporta más allá de los objetos de un sentido y se halla que las impresiones del tacto son similares a las de la vista con respecto a la disposición de sus partes, no impide esto que surja la idea abstracta que representa a ambos por razón de su semejanza. Todas las ideas abstractas no son más que ideas particulares consideradas en ciertos respectos; pero hallándose unidas a términos generales, son capaces de representar una vasta variedad y de comprender objetos que, si bien son semejantes en algunos respectos, son en otros muy diferentes entre sí.

La idea de tiempo, derivándose de la sucesión de nuestras percepciones de cualquier género, tanto ideas como impresiones y tanto impresiones de reflexión como de sensación, nos aporta un ejemplo de una idea abstracta que comprende aún una más grande variedad que el espacio y que se halla representada en la fantasía por cualquier idea particular de una determinada cualidad y cantidad.

Del mismo modo que de la disposición de los objetos visibles y tangibles obtenemos la idea del espacio, obtenemos la del tiempo de la sucesión de las ideas e impresiones y no es posible que el tiempo por sí solo aparezca o sea conocido por el espíritu. Un hombre sumido en el sueño profundo o muy ocupado con un pensamiento es insensible al tiempo, y según que sus percepciones se suceden con una rapidez más o menos grande, la misma duración aparece más larga o más breve para su imaginación. Ha sido notado por un gran filósofo que nuestras percepciones tienen ciertos límites en este particular, que son fijados por la naturaleza y constitución original del espíritu, y más allá de los cuales ninguna influencia de los objetos externos sobre los sentidos es capaz de acelerar o retardar nuestro pensamiento. Si se hace girar con rapidez un carbón encendido presentará a los sentidos la imagen de un círculo de fuego y no parecerá que exista ningún intervalo de tiempo entre sus revoluciones, por la mera razón de que es imposible, para nuestras percepciones, sucederse con la misma rapidez con que se comunica el movimiento a los cuerpos extremos. Siempre que no tenemos percepciones sucesivas, no poseemos la noción del tiempo, aunque exista una sucesión real en los objetos. De este fenómeno, lo mismo que de muchos otros, podemos concluir que el tiempo no puede hacer su aparición en el espíritu solo o acompañado de un objeto fijo e inmutable, sino que se descubre siempre por alguna sucesión perceptible de objetos mudables.

Para confirmar esto, podemos añadir el siguiente argumento, que me parece perfectamente decisivo y convincente. Es evidente que el tiempo o duración consiste en partes diferentes, pues de otro modo no podríamos concebir una duración más larga o más breve. Es, pues, evidente que estas partes no son coexistentes, pues la propiedad de la coexistencia de las partes corresponde a la extensión y es lo que las distingue de la duración. Ahora bien; como el tiempo se compone de partes que no son coexistentes, un objeto inmutable, ya que no produce más que impresiones coexistentes, no produce nada que pueda darnos la idea del tiempo, y por consecuencia esta idea debe derivarse de una sucesión de objetos mudables, y el tiempo, en su primera aparición, no puede hallarse separado de una sucesión tal.

Por consiguiente, habiendo hallado que el tiempo, en su primera aparición en el espíritu, va siempre unido con una sucesión de objetos mudables y que de otro modo no podríamos nunca conocerlos, debemos examinar ahora si puede ser concebido, sin nuestra concepción, de una sucesión de objetos y si puede formar por sí solo una idea diferente en la imaginación.

Para saber si los objetos que van unidos en una impresión son separables en la idea necesitamos tan sólo considerar si son diferentes entre sí, en cuyo caso es claro que deben ser concebidos aparte. Todo lo que es diferente es distinguible, y todo lo que es distinguible puede ser separado de acuerdo con las máximas antes expuestas.

Si, por el contrario, no son diferentes, no serán distinguibles y no podrán separarse.

Esto es precisamente lo que sucede con respecto del tiempo comparado con nuestras percepciones sucesivas. La idea del tiempo no se deriva de una impresión particular mezclada con otra y fácilmente distinguible de ella, sino que surge enteramente de la manera según la que aparecen las impresiones al espíritu sin constituir una de ellas. Cinco notas tocadas en una flauta nos dan la impresión e idea del tiempo, aunque el tiempo no sea una sexta impresión que se presente al oído o a algún otro sentido. No existe, además, una sexta impresión que el espíritu halle por reflexión en sí mismo. Estos cinco sonidos, al hacer su aparición de este modo particular, no excitan ninguna emoción en el espíritu ni producen ningún género de afección que siendo observada pueda dar lugar a una nueva idea, pues esto es necesario para producir una nueva idea de reflexión y no puede el espíritu, recorriendo mil veces sus ideas de sensación, extraer de ellas una nueva idea original a menos que la naturaleza haya forjado sus facultades de tal modo que experimente que una nueva impresión original surja de una contemplación de este género. Pero aquí tan sólo se da cuenta de la manera según la que los diferentes sonidos hacen su aparición y que puede después considerar sin tener en cuenta estos sonidos particulares y puede unir con otros objetos cualesquiera. Debe tener presente, ciertamente, las ideas de algunos objetos y no es posible, sin estas ideas, llegar a la concepción del tiempo, que, puesto que no aparece como una impresión primaria y distinta, no debe ser manifiestamente más que diferentes ideas o impresiones u objetos dispuestos de una cierta manera, esto es, sucediéndose los unos a los otros.

Ya sé que hay algunos que pretenden que la idea de duración es aplicable, en un sentido propio, a los objetos que son totalmente inmutables, y considero que es ésta la opinión corriente tanto entre los filósofos como entre el vulgo. Para convencerse de su falsedad no necesitamos más que reflexionar sobre la conclusión precedente de que la idea de duración se deriva siempre de una sucesión de objetos mudables y no puede jamás ser procurada a la mente por nada fijo e inmutable; pues inevitablemente se sigue de aquí que, ya que la idea de duración no puede derivarse de un objeto tal, no puede ser aplicada a él con alguna propiedad o exactitud y no se puede decir que algo inmutable tiene duración. Las ideas representan siempre los objetos o las impresiones de las que se derivan y no pueden jamás, sin una ficción, representar otros o ser aplicados a otras. Consideraremos más tarde la ficción por la que os la idea de tiempo aun a lo que es inmutable, y suponemos comúnmente que la duración es una medida tanto del reposo como del movimiento.

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