Tres funerales para Eladio Monroy (11 page)

Read Tres funerales para Eladio Monroy Online

Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
5.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Humm… Me pueden. Los tocinillos es que me pueden…

Eladio la contempló sonriente.

—Da gusto verte comer, mi niña…

—Tú dirás que me voy a poner como una vaca… Pero, ¿sabes qué te digo? Que me da igual. A estas alturas de la película ya no espero que venga George Clooney a rescatarme.

—Venga, no te hagas la modesta, que estás muy rica…

—No me seas zalamero. Claro, me trajiste dulces para que te informara de lo del Paco, ¿no?

—No. Con llamarte por teléfono hubiera bastado. Pero era una buena excusa para pasarme por aquí…

La Nati hizo una pausa en la escabechina que estaba llevando a cabo entre los dulces. Le miró muy seriamente y dijo:

—Eladio, te lo digo de ley: no te juntes con esa gente. Y, si tienes que hacerlo, cúbrete bien las espaldas. No sólo son peligrosos, sino que, además, tienen muchos contactos. ¿Me entiendes, cariño?

—De acuerdo. Tendré cuidado —la tranquilizó él levantándose—. Bueno, tengo que irme.

—¿Ya? ¿Por qué no te quedas hasta que vengan las niñas? La Tere estuvo preguntando por ti el otro día.

—No, déjalo estar, que después me lío.

Cuando ya se dirigía a la puerta, se volvió un momento.

—Ah, por cierto… Pregunta a las niñas si a alguna le interesa una cámara de vídeo digital a precio arreglado.

—¿Nueva?

—De paquete.

* * *

Los yonquis, sentados a la sombra del balcón de Casimiro, disfrutaban la fumada de mediodía. Pronto se disiparía y comenzarían a buscar dinero. A las cuatro y media de la tarde el bar Casablanca solía estar tan vacío como cuando acababa de abrir. Eladio se sentó en una de las banquetas de la barra. Casimiro, que zapeaba desde la plancha, dejó el mando a distancia y se acercó a él.

—¿Qué pasó, Monroy?

—Nada, Casi… A echar la cervecita.

El tuerto sacó un botellín, limpió el cuello de la botella con una bayeta y lo puso ante él después de abrirlo.

—Oye, Casi, ¿pasó el senegalés que te dije a coger el recado?

—Sí. Empezó ya a currar con el Chapi. Esta mañana.

—Joder. El Chapi se enrolló, ¿no?

—Ah, el otro pibe lo tenía bastante harto, supongo.

—¿Y qué tal?

—Pues parece que bien… El Chapi lo trajo hoy a comer y todo…

—Coño, con lo agarrado que es…

—¿Ése? Más agarrado que un pasamanos.

Después de soltar una risita asmática, Casimiro volvió a su mutismo habitual y al zapeo. Monroy siguió allí, mirando a su botellín y pensando.

—¿No ha venido hoy Roquito? —preguntó de repente.

Casimiro dejó vagar su ojo sano por el techo, haciendo memoria.

—No, pero suele venir sobre esta hora, más o menos.

Volvió a hacerse el silencio, roto sólo por las emisiones de los distintos canales de televisión, que Casimiro no mantenía más que uno o dos minutos. Cuando llegaba al final de la parrilla, regresaba al comienzo.

—Déjalo ya en algún canal, hombre, que me vas a volver loco.

—Si es que no echan nada que valga.

—Pues apágala y pon música, joder. Que también tiene un botón para apagarla.

—¿Y si echan algo bueno?

Monroy mantuvo su mirada en el ojo bueno de Casimiro durante unos segundos y decidió darlo por imposible. Algún día cogería aquel mando a distancia y se lo metería por el culo al jodido tuerto. Eso fue lo que estaba diciéndose a sí mismo cuando Roque se situó a su lado y, después de saludar, pidió un John Haig.

—Aquí está. ¿No lo querías ver? —preguntó Casimiro a Eladio.

Roque les miró alternativamente y se quedó esperando explicaciones. Por su parte, Monroy le echó una mirada de arriba abajo, preguntándose si realmente se ajustaba a sus propósitos. Si bien tenía un rostro redondo y bonachón, de piel clara y nariz sonrosada, contaba con la ventaja de ser muy corpulento. Su enorme barriga no hacía pensar que sus cien kilos fueran sólo huesos y grasa. Había sido luchador y, en bermudas, camisilla y chancletas, como estaba ahora, hacía pensar que, en una bronca, uno querría siempre tenerlo a su lado y no enfrente. Por otra parte, era un hombre de carácter apacible, aficionado a la pesca y el ajedrez. Eso era lo que a Eladio le hacía dudar de la capacidad del ex luchador para el trabajo que iba a proponerle. Pero no tenía, por lo demás, tiempo para buscar a alguien más apropiado. Y Roque era buena gente: se merecía un dinerillo.

—¿Y bien? —preguntó Roque, intrigado.

—Vamos a sentarnos —se limitó a decir Eladio dirigiéndose a una de las mesas.

Sentados uno frente al otro, con Roque mirándole con una expectación cada vez mayor, Eladio buscó las palabras apropiadas para empezar.

—¿Cómo te van las cosas, Roquito?

—Tirando, Eladio, tirando.

Monroy sabía perfectamente lo que significaba esa expresión para un parado de más de cuarenta años. Roque hacía chapuzas aquí y allá como albañil, carpintero o fontanero. Pequeños trabajos hechos sin factura, complementando el subsidio de desempleo.

—¿Por qué lo preguntas?

—Mira, te voy a proponer un trabajo.

—Cojonudo.

—No tanto. Primero escucha y luego me dices. Sin compromiso. ¿Vale?

—De acuerdo, pero si es algo ilegal, de entrada, ya te digo que no.

—Ilegal no es, Roque. Pero a lo mejor es peligroso.

—¿Peligroso?

—Se trata de que me cubras las espaldas en un asunto. Mañana por la noche tengo que ir a un sitio a hacer una cosa, llevar un dinero. Pero los tipos con los que tengo que tratar… Bueno, en principio sólo tengo que tratar con uno, pero no creo que esté solo. El caso es que no son de fiar. Y ahí entras tú.

—¿Y qué tendría que hacer? Yo no soy un tío violento, Eladio.

—Ni falta que hace. Tú sólo tienes que estar por allí cerca. Que se te vea. Y, si algo sale mal…

—¿Si algo sale mal…?

Monroy se quedó pensando un momento. No había contado con lo que ocurriría en ese caso. Pero decidió que la carrera política de García Medina no valía ni una cuarta parte que su seguridad o la de Roque.

—Si algo sale mal, te vas cagando leches y llamas a la policía. Simplemente eso.

—Pero, ¿adónde tienes que ir? ¿Al Polvorín?

Eladio soltó una risita al pensar en esa posibilidad.

—No, hombre, no. Es a un puticlub.

Roque se pasó la mano por la franja de pelo gris que le quedaba en la nuca.

—No sé, Eladio, no sé…

—Venga, hombre. Salga como salga, te pago igual. Y, además, es sólo una precaución. Igual luego no hay ningún problema.

—No habrá nada de drogas de por medio, ¿no?

—No, hombre. Tú sabes que yo no me meto en esas movidas.

* * *

Nunca sabría exactamente por qué lo hizo, pero, esa tarde, Monroy se presentó en la librería de Gloria con una americana de hilo en color crudo y una invitación para cenar. Gloria, sorprendida, no supo decirle que no.

Eligieron un restaurante vegetariano, bastante tranquilo, de la zona de Vegueta. Allí, ante unas setas a la plancha y unas croquetas de seitán, Gloria decidió preguntarle a qué se debía todo aquello.

—Nada —respondió Monroy—. Pensé que nunca habíamos hecho esto.

—¿Qué? ¿Cenar?

—Nunca te había ido a buscar a la salida del trabajo. Nunca te había invitado a cenar en un restaurante.

Gloria sonrió. Tomó un sorbo de vino blanco y le miró por encima de las gafas.

—Ten cuidado, Eladio Monroy. Corres el riesgo de convertirte en una persona normal.

—Siempre he sido normal.

—Sí. Normal como un gato con seis patas.

Se hizo un silencio de unos segundos, que Monroy empleó en probar las setas.

—Lo que quiero decir —prosiguió ella— es que te estás arriesgando a…

—¿A qué? ¿No te gustó que fuera buscarte?

—Sí. Sí me gustó. Ahí está el problema. Que me gustó mucho.

Se clavaron las miradas, con una media sonrisa. Se sentían tontos, tremendamente tontos, como si no tuvieran derecho a aquello. Como si hubiesen perdido toda posibilidad de hacer lo que estaban haciendo en aquel mismo instante: estar juntos, frente a frente, hablando a media voz en un restaurante iluminado por la tenue luz de las velas y acariciarse las manos por encima del mantel.

—A lo mejor —aventuró Gloria—, todavía tengo una esperanza. Una esperanza de llevar una vida buena. Y que sea contigo.

—La esperanza —recordó él—. Esa puta del vestido verde.

Nunca entres en un sitio del que no sepas cómo salir

El viernes, a las once y media de la noche, Monroy estaba en el salón de la casa de García Medina, acompañado por su ex mujer, esperando a que el hombrecillo bajara de su despacho con el dinero. Ella procuraba ser agradable, darle conversación. Él, sin embargo, se concentraba en el fondo de la copa de vino que le habían ofrecido al llegar, contestándole con monosílabos, ultimando ciertos detalles de la operación que iba a llevar a cabo en menos de media hora.

Roque le esperaba en el bar Casablanca. Él pasaría, antes de recogerle, por el cajero automático. Pensaba que era mejor pagarle antes de llegar al club, por si acaso. No sabía si la cantidad acordada con él era del todo justa. En todo caso, si había problemas, ya se encargaría de recompensarle. Por otro lado, cien mil pesetas de las de antes por tomarse una copa en un puticlub le parecía un sueldo de ministro.

El asunto se le representaba cada vez más turbio, menos seguro, más plagado de detalles que él no era capaz de controlar. Y cuando había detalles que no controlaba, tendía, pese a que no lo demostrara, a ponerse nervioso.

Ana María explanaba libremente sobre las últimas tendencias en telefonía móvil cuando García Medina regresó, al fin, de su despacho. Monroy, aliviado, se levantó y fue a su encuentro. Ese encuentro se produjo ante el cuadro olvidado de Antonio Padrón.

García Medina, con una amplia sonrisa de confianza, le tendió un neceser.

—Está en billetes grandes —dijo—. Será mejor que lo cuente.

Eladio, que se empezaba a impacientar, estuvo a punto de negarse. Al fin, alzó las cejas y se resignó. Cuando el hombrecillo tenía razón, tenía razón. Volvió a sentarse en el sofá y contó el dinero ante la atenta mirada del matrimonio. Ciento veinte billetes de quinientos euros. Diez millones de pesetas.

—Okey. Está todo —dijo, cerrando nuevamente la cremallera del neceser.

—Muy bien —dijo García Medina—. Entonces quedamos en que usted me llama en cuanto salga de Cuarenta Grados. Desde una cabina, por supuesto. En cuanto me llame le hago el ingreso. Después, viene para acá y me trae el cedé. O los cedés. Me gustaría que se asegurara, en lo posible, de que le dan todas las copias.

—Se intentará.

* * *

A Monroy nunca se le había ocurrido que un termómetro pudiera resultar un símbolo fálico evidente. Sin embargo, allí estaba, en el neón de Cuarenta Grados, el termómetro amenazando a dos líneas curvas que representaban a unas nalgas. Durante un instante, se preguntó cuánto eran cuarenta grados Celsius en la escala de Fahrenheit. Al instante siguiente se llamó estúpido. Estaba allí, en una calle sórdida a medianoche, sentado en su coche recién aparcado, con un grandullón despistado en el asiento del acompañante, diez kilos en la guantera y a punto de meterse en aquel sitio para un negocio más que dudoso, y se dedicaba a preguntarse gilipolleces.

—¿Salimos? —preguntó Roque tímidamente, con miedo de interrumpir alguna importante deliberación.

Monroy, sin quitarle ojo a la puerta del local que estaba en la acera de enfrente, le respondió que esperara un momento.

—Échate un cigarrito —añadió, acercándole su propio paquete de tabaco y su mechero.

Él se aplicó a la tarea de observar el negocio. La entrada tenía una de esas puertas antipánico. Ante ella, un negro enorme con un esmoquin demasiado estrecho para ser suyo, controlaba la entrada. Eladio observó el resto de la acera. Hacia la derecha había un vídeo club, un bar de copas y la entrada de un edificio de viviendas. En la dirección contraria, una panadería (cerrada, como el vídeo club), la puerta de un garaje y ¡bingo!, otra puerta antipánico. Eso era lo que buscaba su mirada. Señaló la puerta a Roque, diciéndole que aquella debía ser la salida de emergencia. Justo unos segundos después, el Opel Kadett que estaba aparcando allí, decidió no hacerlo y salió, dejando el sitio libre. Eladio volvió a arrancar el auto y lo estacionó en aquel sitio. Roque le preguntó para qué hacía aquello.

—Muy fácil. Las llaves del coche te las quedas tú. Ahora, cuando entremos, te quedas tomándote algo lo más cerca posible de la salida de emergencia. Si pasa algo, que no va a pasar, tranquilo… pero si pasa algo, sales, te metes en el coche y te mandas a mudar. Llamas a la madera y les dices que hay puñaladas aquí.

Roque le miró con los ojos como huevos duros.

—¿Va a haber puñaladas?

—No, hombre, qué va —le tranquilizó Monroy—. Pero la policía no se va a dar mucha prisa para separar a dos borrachos en un bar de putas. Tú dices que hay puñaladas y sangre y todo eso, para que se den prisa. ¿Estamos?

—Estamos.

Monroy soltó un suspiro.

—Bueno, vamos allá.

Roque salió del auto, mientras Monroy sacaba el neceser de la guantera, atestada de folletos, cintas de casette, libros, agendas, libretas, bolígrafos y todo aquello que a alguien tan descuidado y desordenado como Monroy se le hubiese podido ocurrir meter en la guantera de su viejo Fiat 124. Una vez fuera, cerró las puertas y le lanzó las llaves a Roque, que las cazó al vuelo.

—¿Qué hacemos ahora, cuando entremos? —preguntó Roque mientras se encaminaban al local.

—Nada. Entramos, vamos a la barra y nos pedimos un par de whiskitos.

—Coño, aquí la priva es cara, Eladio.

Eladio le miró sorprendido.

—Joder, Roque, no seas rata. Te acabo de dar cien talegos.

El otro asintió. Sólo se le ocurrió añadir:

—Si mi mujer se entera de que estoy en un puticlub, me mata.

Lo dijo cuando ya casi llegaban a la puerta, por lo cual el portero les escuchó reír. Bien, pensó Monroy mientras se daban las buenas noches de rigor, muy bien: mejor que pienses que somos dos tipos más que están buscando puterío.

Al tiempo que entraba, midió con la mirada al portero. Muy grande, pero no tan fuerte como pudiera parecer. Amedrentable, sentenció, a no ser que luego nos dé una sorpresa.

Al traspasar el umbral, el Cuarenta Grados le pareció una whiskería más. Vista una, vistas todas: las mismas mesas bajas atornilladas al suelo, con sillones forrados de plástico alrededor; la misma exigua pista de baile en el centro para que las chicas pudieran menear el culo ante los indecisos; la misma barra con borde acolchado, rajado aquí y allá; el mismo globo araña lanzando chiribitas por todo el local oscurecido para desorientar a la clientela al ritmo de la misma música caribeña pasada de moda o demasiado de moda. Había dos o tres chicas, seguramente latinas, trabajándose a clientes en las mesas. En la barra, sentadas ante unas coca-colas, otras dos chicas, éstas de apariencia eslava, charlaban animadamente hasta que ellos dos entraron. Cuando esto ocurrió se volvieron para mirarles. Eladio les indicó con la mirada que podían seguir hablando, que luego ya veríamos y ellas continuaron la cháchara sobre novios hechos en el messenger, colores de laca de uñas y otros asuntos de elevada altura intelectual.

Other books

I'm Still Here (Je Suis Là) by Clelie Avit, Lucy Foster
Just William's New Year's Day by Richmal Crompton
Forgotten Secrets by Robin Perini
Guardians of Time by Sarah Woodbury
Cambodia's Curse by Joel Brinkley
Push by Claire Wallis
The Anathema by Rawlins, Zachary
Once Upon an Autumn Eve by Dennis L. Mckiernan
Fly Paper by Collins, Max Allan