—¿Conseguiste la alambrada? —le preguntó—. Has tardado mucho.
—No era de la que yo quiero. No nos hubiera servido para nada. ¿Y tú qué has estado haciendo? Me refiero a que no habrá llegado nadie todavía.
—La señora Boyle no vendrá hasta mañana.
—Pero el mayor Metcalf y el señor Wren tendrían que haber llegado hoy.
—El mayor Metcalf ha enviado una postal diciendo que no podrá llegar hasta mañana.
—Entonces a cenar sólo tendremos al señor Wren. ¿Cómo te lo imaginas? Yo como funcionario público retirado.
—No, creo que es un artista.
—En ese caso —repuso Giles—, será mejor que le cobremos una semana por adelantado.
—Oh, no, Giles; trae equipaje. Si no paga nos quedaremos con él.
—¿Y si luego resulta que consiste sólo en piedras envueltas en papel de periódico? La verdad es, Molly, que no tenemos la menor idea de cómo llevar este negocio. Espero que no se den cuenta de nuestra inexperiencia.
—Seguro que la señora Boyle lo descubre —dijo Molly—. Es de esa clase de mujeres.
—¿Cómo lo sabes? ¡Si aún no la has visto!
Molly le volvió la espalda, y extendiendo un periódico sobre la mesa fue a buscar un pedazo de queso y comenzó a rallarlo.
—¿Qué es esto? —quiso saber su esposo.
—Pues será un exquisito pastel de queso galés —le informó—. Miga de pan y patata chafada, y sólo un
poquitín
de queso para justificar su nombre.
—Eres una cocinera estupenda —dijo Giles con admiración.
—¿Tú crees? Sólo puedo hacer una cosa a un tiempo. Es el hacer
varias a la vez
, lo que demuestra tener mucha práctica. El desayuno es lo peor.
—¿Por qué?
—Porque se junta todo... huevos con jamón... café con leche... las tostadas. La leche se sale, o se queman las tostadas... El jamón se carboniza o los huevos se cuecen demasiado. Hay que vigilarlo todo con la velocidad de un gato escaldado.
—Tendré que espiarte mañana por la mañana, sin que tú te des cuenta, para contemplar esa encarnación del gato escaldado.
—Ya hierve el agua —dijo Molly—. ¿Quieres que llevemos la bandeja a la biblioteca y escuchemos la radio? No tardarán en dar noticias de Prensa.
—Y como parece ser que vamos a pasar la mayor parte del tiempo en la cocina, veo que tendremos que instalar un aparato aquí también.
—Sí. ¡Qué bonitas son las cocinas! Ésta me encanta. Creo que es lo más bonito de la casa... con su mesa... la vajilla... y la sensación de grandeza que da esta
enorme
cocina económica... aunque, naturalmente, me alegro de no tener que cocinar con ella.
—Supongo que debe consumir en un día nuestra ración de combustible de todo un año...
—Casi seguro. Pero piensa en las cosas que se asaban aquí... solomillos de ternera y piernas de cordero. Grandes calderos en los que se preparaba mermelada casera de fresas con libras y libras de azúcar. ¡Qué época tan agradable la victoriana... y qué cómoda! Fíjate en los muebles de arriba, grandes, sólidos y bastante adornados..., pero, ¡oh!, comodísimos; amplios armarios para la mucha ropa que se solía tener. Y en todos los cajones, que se abren y cierran con una facilidad extraordinaria. ¿Te acuerdas de aquel pisito moderno que nos alquilaron? Todo se atascaba... las puertas no cerraban, y si se cerraban, luego no podían abrirse.
—Sí, eso es lo malo de las casas modernas. Si se estropean estás perdido.
—Bueno, vamos a escuchar las noticias.
Las noticias consistieron principalmente en tristes pronósticos sobre el tiempo, el acostumbrado punto muerto de los asuntos de política internacional, discusiones en el Parlamento y un asesinato en la calle Culver, en Paddington.
—¡Bah! —dijo Molly, desconectando la radio—. Sólo miseria. No voy a escuchar otra vez las recomendaciones para que economicemos combustible. ¿Qué es lo que esperan? ¿Que nos quedemos helados? No creo que haya sido un acierto inaugurar nuestra casa de huéspedes en invierno. Debimos haber esperado hasta la primavera. —Y agregó en otro tono de voz—: Quisiera saber qué aspecto tenía esa mujer que han asesinado.
—¿La señora Lyon?
—¿Se llamaba así? Me pregunto quién la asesinó y por qué...
—Tal vez tuviera una fortuna escondida debajo de un ladrillo.
—Cuando se dice que la policía está deseando interrogar a un hombre que «se vio por la vecindad», ¿significa ello que él es el presunto asesino?
—Por lo general creo que sí. Es simplemente un modo de decirlo.
La aguda vibración del timbre les hizo sobresaltarse.
—Es la puerta principal —dijo Giles—. ¿Será el asesino? —agregó a modo de chiste.
—En una comedia, desde luego, lo sería. Date prisa.
—Debe de ser el señor Wren. Ahora veremos quién tiene razón, si tú o yo.
El señor Wren entró acompañado de un ramalazo de nieve y, todo lo que Molly pudo distinguir de su persona, desde la puerta de la biblioteca, fue su silueta recortándose contra el blanco mundo exterior.
«Qué parecidos son todos los hombres civilizados», pensó Molly. Abrigo oscuro, sombrero gris y una bufanda alrededor del cuello.
Giles cerró la puerta, mientras el señor Wren se quitaba la bufanda y el sombrero y dejaba la maleta en el suelo... todo ello sin parar de hablar. Tenía una voz aguda, casi molesta, y la voz del recibidor, le reveló como un hombre joven, de cabellos rubios, tostado por el sol, y los ojos claros e inquietos.
—Muy malo, demasiado malo —decía—. El invierno inglés ha llegado a su punto culminante... y hay que ser muy valiente para hacerle cara. ¿No le parece? He tenido un viaje terrible desde Gales. ¿Es usted la señora Davis? ¡Encantado! —Molly sintió su mano aprisionada en una mano huesuda—. Es completamente distinta de como la había imaginado. Yo me la suponía como la viuda de un general del Ejército indio... muy triste... una verdadera
rinconera
victoriana... y es celestial... sencillamente celestial... ¿Tienen flores de cera? ¿O aves del paraíso? Oh, este lugar me va a encantar. Temía que fuera demasiado anticuado... muy, muy... Manor. Y es maravilloso, auténticamente victoriano. Dígame, ¿tienen alguno de esos aparadores de caoba... de caoba rojiza con grandes frutas talladas?
—Pues a decir verdad —dijo Molly, casi sin aliento ante aquel torrente de palabras—, sí lo tenemos.
—¡No! ¿Puedo verlo en seguida? ¿Está aquí?
Su velocidad era desconcertante. Ya había hecho girar el pomo de la puerta del comedor y encendido la luz. Molly le siguió consciente de la mirada desaprobadora de su marido.
El señor Wren pasó sus dedos largos y angulosos por el rico trabajo de talla del macizo aparador, lanzando exclamaciones apreciativas.
—¿No tienen una gran mesa de caoba? ¿Cómo es que han puesto todas esas mesitas pequeñas?
—Pensamos que los huéspedes lo preferirían así —repuso Molly.
—Querida, claro que tiene
toda
la razón. Me había dejado llevar de mi amor a la época. Claro que de tener la gran mesa habría que sentar a su alrededor a la familia adecuada. Un padre severo, con una gran barba... una madre prolífica, once niños; una torva institutriz y alguien llamado «pobre Enriqueta...» la pariente pobre que es la ayuda de todos y se siente muy agradecida porque le han dado cobijo. Miren esa chimenea... imagínese las llamas que lamen el hogar quemando la espalda de la pobre Enriqueta.
—Le subiré la maleta a la habitación —dijo Giles—. ¿La habitación del ala este?
—Sí —repuso Molly.
El señor Wren salió al vestíbulo mientras Giles subía la escalera.
—¿Es una cama con dosel? —preguntó.
—No —repuso Giles antes de desaparecer en un recodo de la escalera.
—Me parece que no voy a ser del agrado de su esposo —dijo el señor Wren—. ¿Dónde ha estado? ¿En la Marina?
—Sí.
—Me lo figuraba. Son mucho menos tolerantes que en el Ejército y las fuerzas aéreas. ¿Cuánto tiempo llevan casados? ¿Está usted muy enamorada de él?
—Tal vez deseará usted subir a ver si le agrada su habitación.
—Sí. Perdón. He estado algo impertinente. Pero la verdad es que quiero saberlo. Quiero decir, que es interesante conocer la vida de los demás, ¿no le parece? Me refiero a lo que sienten y piensan, no a lo que son y a lo que hacen.
—Supongo que usted es el señor Wren —dijo Molly.
El joven se quedó cortado.
—Pero ¡qué tonto...! Nunca se me ocurre aclarar las cosas primero. Sí, yo soy Cristóbal Wren... no se ría. Mis padres eran una pareja muy romántica y esperaban que yo llegara a ser arquitecto y por eso les pareció una buena idea llamarme Cristóbal... De ese modo ya tenía mucho ganado.
—¿Y es usted arquitecto? —preguntó Molly, incapaz de ocultar su regocijo.
—Sí, lo soy —repuso el señor Wren, triunfante—. Por lo menos estoy muy cerca de serlo. Todavía no he terminado la carrera. Pero la verdad es que soy un buen ejemplo de un deseo que por una vez se cumplió. Y si quiere que le diga la verdad, me temo que ese nombre me servirá de estorbo. Nunca llegaré a ser un Cristóbal Wren. No obstante, los Nidos Prefabricados de Cris Wren puede que lleguen a tener fama.
Giles bajaba la escalera y Molly dijo:
—Ahora le enseñaré su habitación, señor Wren.
Cuando bajó al cabo de unos minutos, Giles le preguntó:
—Bueno, ¿le han gustado los muebles de roble?
—Tenía tantas ganas de dormir en una cama con dosel que le di el cuarto rosa.
Giles gruñó algo que terminaba en «ese joven cargante».
—Escúchame, Giles —Molly adoptó una expresión severa—. Esto no es una reunión de invitados, sino un negocio. Y te guste o no, Cristóbal Wren...
—No me gusta —la interrumpió Giles.
—...tienes que aguantarte. Nos paga siete guineas a la semana y eso es todo lo que importa.
—Si las paga, sí.
—Se ha comprometido a pagarlas. Tenemos su carta.
—¿Y le has llevado tú la maleta hasta la habitación rosa?
—La ha llevado él, naturalmente.
—Muy galante. Pero no te hubieras cansado cargando con ella. Desde luego no es probable que esté llena de piedras envueltas en papeles. Es tan ligera que me parece que debe estar vacía.
—¡Chist! Ahí viene —dijo Molly avisándole.
Cristóbal Wren fue acompañado a la biblioteca que presentaba un bonito aspecto con sus butacones y el hogar de la chimenea encendido. Molly le dijo que la cena se servía al cabo de media hora, y contestando a sus preguntas le explicó que de momento él era el único huésped.
—En este caso —dijo Cristóbal—, ¿le molestaría que fuera a la cocina a ayudarla? Puedo hacer una tortilla, si me lo permite —ofreció para que Molly accediera.
Así fue cómo Cristóbal se metió en la cocina y luego les ayudó a secar los platos y los vasos.
Molly se daba cuenta de que todo aquello no acreditaba a una casa de huéspedes formal... y a Giles no le había gustado nada. Oh, bueno, pensó Molly antes de quedarse dormida: mañana, cuando estén los demás, será distinto.
La mañana llegó acompañada de un cielo oscuro y nieve. Giles se mostraba preocupado, y Molly desanimada. Con aquel tiempo todo iba a resultar extremadamente difícil.
La señora Boyle llegó en el taxi de la localidad pertrechado con cadenas en las ruedas, y el conductor le dio malas noticias sobre el estado de la carretera.
—¡Vaya nevada que va a caer antes de la noche! —profetizó.
Y la propia señora Boyle no contribuyó a desvanecer el pesimismo reinante. Era una mujer alta, de aspecto desagradable, voz campanuda y ademanes autoritarios. Su natural agresividad se había acrecentado con el cargo de gran utilidad militar que desempeñó durante la guerra.
—De haber imaginado que esto no estaba
en marcha
, nunca se me hubiera ocurrido venir —dijo—. Pensé que era una Casa de Huéspedes debidamente establecida.
—No tiene por qué quedarse si no es de su agrado, señora Boyle —dijo Giles.
—No, desde luego, y no pienso hacerlo.
—Tal vez prefiera que llame a un taxi, señora Boyle —continuó Giles—. Las carreteras todavía no están bloqueadas. Si es que ha habido algún malentendido, lo mejor será que vaya a otro sitio. —Y agregó—: Tenemos tantos pedidos de habitaciones que podremos alquilar la suya sin dificultad... Por cierto que vamos a elevar el precio de la pensión.
La señora Boyle le lanzó una mirada aplastante.
—Desde luego que no voy a marcharse sin haber probado antes cómo es este sitio. ¿Puede darme una toalla de baño más grande, señora Davis? No estoy acostumbrada a secarme con un pañuelo de bolsillo.
Giles hizo una mueca a Molly a espaldas de la señora Boyle.
—Querido, has estado magnífico —dijo Molly—. ¡Cómo le has parado los pies!
—Las personas agresivas en seguida se amansan cuando se las trata con su propia medicina —dijo Giles.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Molly—. Me pregunto qué tal se llevará con Cristóbal Wren.
—Pues mal —dijo Giles.
Y desde luego, aquella misma tarde la señora Boyle le decía a Molly con evidente desagrado:
—Es un joven muy particular.
El panadero con aspecto de un explorador del Ártico, les trajo el pan, advirtiéndoles que tal vez no pudiera efectuar el próximo reparto.
—Todos los caminos se están cerrando con la nieve —les anunció—. Espero que tengan provisiones suficientes para aguantar unos días.
—¡Oh, sí! —contestó Molly—- Tenemos gran cantidad de latas de conserva. Aunque será mejor que me quede con más harina.
Recordaba vagamente que los irlandeses hacían un pan llamado de soda. En caso de llegar a lo peor, tal vez ella pudiera hacerlo.
El panadero también les trajo los periódicos, y Molly los extendió sobre la mesa de la cocina.
Las noticias del extranjero habían perdido importancia. El tiempo y el asesinato de la señora Lyon ocupaban la primera página.
Se hallaba contemplando la borrosa reproducción del rostro de la difunta cuando la voz de Cristóbal Wren dijo a sus espaldas:
—Un crimen bastante
bajo
, ¿no le parece? Una mujer de aspecto tan vulgar y en semejante calle. ¿No es verdad que tras esto puede esconderse cualquier historia?
—No tengo la menor duda —dijo la señora Boyle con un bufido— de que esa mujer ha tenido el fin que merecía.
—¡Oh! —El señor Wren volvióse hacia ella con fingido interés—. De modo que usted lo considera un crimen
pasional
, ¿verdad?