Authors: Laura Gallego García
El shek no dijo nada; solo siguió andando, con ella en brazos. Victoria comprendió al punto sus intenciones y, con sus últimas fuerzas, se revolvió hasta conseguir que la soltara.
—Yo no me voy sin Jack —dijo.
—Si te quedas aquí, morirás —replicó Christian con calma— Así que voy a llevarte a un lugar seguro, te guste o no.
—No me iré sin Jack —insistió ella.
Christian la miró con una expresión indescifrable.
—No pienso salvarle la vida a un dragón.
Victoria respiró hondo. La simple idea de separarse de Christian ahora que se habían reencontrado le resultaba insoportable, pero no tenía alternativa.
—Entonces no me salves a mí tampoco.
Christian avanzó hacia ella. Victoria retrocedió.
—No, Christian —advirtió—. Tendrás que llevarme por la fuerza. En los ojos del shek brilló un destello acerado.
—Que así sea —dijo, y desenvainó a Haiass.
Victoria vio que el filo de la espada presentaba un débil resplandor sobrenatural. Se dio cuenta entonces de que el paisaje estaba sembrado de cadáveres de szish que parecían haber probado la gélida mordedura de Haiass.
Victoria apretó los dientes, pero aceptó el desafío. Alzó una mano y el báculo acudió a ella, obedeciendo a su orden silenciosa. Los dos se miraron. Victoria pensó que aquello era absurdo, que amaba demasiado a Christian como para enfrentarse a él de aquella manera, o siquiera imaginar la posibilidad de hacerle daño. Pero los ojos de él brillaban de forma extraña al mirar a Jack, y Victoria supo que debía luchar contra el shek para salvar la vida del dragón.
Christian atacó. Victoria detuvo su estocada con el báculo, ambas armas legendarias centellearon un momento. Los dos cruzaron una breve mirada. Victoria pensó en Jack y, con las escasas fuerzas que le restaban, empujó para hacer retroceder a Christian. El se movió con rapidez, y la muchacha lo perdió de vista. Lo sintió junto a ella y descargó el báculo en esa dirección.
Detuvo su ataque, lo empujó hacia atrás. Se estudiaron un momento. Victoria jadeaba, esforzándose por mantenerse en pié.
—No puedes más, Victoria —dijo Christian—. Estás tan débil que apenas puedes moverte.
—Pero pelearé —replicó ella—. Hasta el último aliento. Tengo que... tengo que ayudar a Jack, ¿no lo entiendes?
—Si vienes conmigo ahora, sin oponer resistencia, no lo mataré. Pero si me obligas a quedarme y a luchar, no puedo garantizarte que pueda reprimir mi instinto mucho más tiempo
Victoria apretó los dientes.
—Si lo abandono, morirá de todas formas. Tengo que salvarlo...
—Morirás con él. No puedo permitirlo.
Se movió con rapidez y atacó de nuevo. Victoria giró sobre sí misma, enarboló el báculo... Pero se encontró con una poderosa estocada de Haiass, descargada desde un punto que ella no esperaba. La espada de Christian le arrebató el báculo de las manos. Instantes después, su filo acariciaba el cuello de Victoria.
Ella cerró los ojos un segundo, temblando bajo el helado poder de Haiass. Recordaba demasiado bien una escena semejante, dos años atrás. La primera vez que Christian y ella se habían mirado a los ojos... en aquel momento, comprendió Victoria, había comenzado su historia juntos, aunque entonces ella no lo supiera. ¿Lo había sabido él?
Victoria alzó la cabeza para mirarlo, serena y desafiante. No tenía miedo de Haiass. Esta vez, no.
Christian sostuvo su mirada con calma. Victoria descubrió un rastro de emoción en sus ojos azules, y comprendió que él también estaba recordando viejos tiempos. Pero entonces sintió la conciencia de él introduciéndose en su mente, y comprendió qué era lo que pretendía hacer.
—No —susurró, pero él no se detuvo—. ¡¡No!! —gritó Victoria.
Se apartó de él, sin preocuparse por la espada, que se retiró sin hacerle daño, como ella sospechaba. Pero Christian la agarró del brazo y la retuvo junto a sí, y soltó a Haiass para cogerla con las dos manos y acercarla más a él.
—¡NO! —chilló Victoria, y, a pesar de que estaba tan débil que apenas podía tenerse en pie, la estrella de su frente brilló con más intensidad que nunca—. ¡No, Christian, no me apartes de él!
Estaba llorando, pero sus lágrimas no conmovieron al shek. Victoria sintió cómo un profundo sueño se apoderaba de ella, y luchó por resistir, luchó con todas sus fuerzas... pero lo único que pudo decir, antes de caer dormida en los brazos de Christian, antes de rendirse al poder de él, fue:
—... por favor...
Los rebeldes trabajaron deprisa. Exploraron las ruinas de la Fortaleza y establecieron la base en el sector sur, que era el que mejor conservado estaba. Descargaron las armas de la barcaza, levantaron barricadas, establecieron puestos y turnos de guardia. Allegra, por su parte, se encargó de las defensas mágicas que protegerían la nueva base de los rebeldes. Pronto se dio cuenta de que era demasiado para ella sola. Qaydar y Tanawe, los otros dos magos del grupo, viajaban en aquellos momentos, en dirección a Nurgon, en sendas barcazas como la que los había llevado a ellos hasta allí. No tardarían en llegar, pero Allegra no tenía tanto tiempo. De modo que subió a lo más alto de la muralla más alta y dirigió la mirada de sus ojos negros hacia la otra orilla, donde se alzaban los límites del bosque de Awa. Y escuchó la canción de los árboles, intentando captar en ella señales de su gente. Sabía que el escudo de protección del bosque de Awa todavía funcionaba; si los feéricos pudieran extenderlo un poco más, hacer que cubriera la Fortaleza con su manto protector, la Resistencia estaría a salvo una vez más.
Detectó entonces algo curioso en la otra orilla: una luz que se movía de un lado a otro, haciéndoles señas.
Más abajo, uno de los vigías también la había visto. Su grito de alerta resonó sobre las ruinas del castillo.
Allegra bajó al patio, donde se reunió con los demás. Denyal y Kestra llegaron juntos; la maga detectó enseguida la expresión sombría de la joven, y supo que el líder de los rebeldes, la había reprendido por su temeridad. Al fondo, junto a una pared semiderruida, descansaba Fagnor. El hechizo se había roto y ahora no parecía otra cosa que un extraño armatoste de madera. Uno de los armazones de las alas aparecía torcido en un ángulo extraño. Allegra supuso que Rown y Tanawe tendrían que trabajar mucho para volver a ponerlo a punto.
—¿Qué sucede? —preguntó Denyal, ceñudo; desde que los Nuevos Dragones habían abandonado su refugio en las montañas de Nandelt, su humor había empeorado mucho.
Allegra no podía culparlo por estar tan preocupado. El plan de Alexander era tan arriesgado como lo había sido la maniobra de Kestra aquella misma tarde. Pero Denyal tenía autoridad sobre Kestra y podía reprochárselo, mientras que, como vanissardo que era, sentía que debía una lealtad ciega a Alexander.
—Nos hacen señas desde el otro lado del río —respondió Allegra—. Parece que por fin vamos a conocer a nuestros aliados.
No dejó de mirar a Kestra mientras hablaba. Se dio cuenta de que la muchacha se volvía a menudo para echar un vistazo a su Fagnor, sin prestar apenas atención a Denyal y a la hechicera. Pensó, de pronto, que no parecía una joven acostumbrada a recibir órdenes. Y empezó a plantearse si de verdad Denyal tenía tanto dominio sobre ella como pensaba.
No tuvo tiempo de seguir reflexionando, porque Denyal echó a andar a grandes zancadas hacia la ribera del río. Allegra lo siguió. Descubrieron ya la silueta de Alexander saltando de roca en roca, haciendo gala de su agilidad sobrehumana. Lo alcanzaron cuando ya se reunía con los vigías junto al lugar donde habían atracado la barcaza.
La luz seguía allí, vibrante e inquieta, como si tuviera vida propia. Volaba de un lado a otro, nerviosa, iluminando con su tenue resplandor un grupo de sombras que estaban allí plantadas, entre la maleza, al otro lado del río.
—Eso es un fuego fatuo —dijo Allegra, sorprendida—. Es muy raro verlos tan lejos del corazón del bosque.
Se llevó las manos a ambos lados de la boca y emitió un sonido claro y agudo que sonó como el canto de un ave nocturna. Desde el otro lado del río, alguien le respondió en la misma clave.
—Son amigos —concluyó Allegra—. Pero quieren saber quiénes somos y qué derecho tenemos a pisar la Fortaleza.
—¿Eso te han dicho? —gruñó Alexander, frunciendo el ceño—. Extrañas palabras para un feérico. Déjame probar una cosa.
Avanzó un par de pasos y gritó a los que aguardaban en la otra orilla:
—¡Suml-ar-Nurgon, Nandelt camina bajo la luz de Irial!
—¡Bajo la luz de Irial defendemos a nuestra gente! —le respondió una potente voz masculina.
A Alexander le resultó familiar, pero no terminó de ubicarla
—¡Por la gloria de Nurgon, hermano! ¿Quién eres?
—¿Quién lo pregunta?
Fue Denyal quien tomó la palabra en el lugar de Alexander.
—¡Estás hablando con Alsan de Vanissar, uno de los reyes de Nandelt!
Hubo un breve silencio.
—¡Alsan de Vanissar está muerto! —respondió la voz, y en esta ocasión Alexander sí supo reconocerla—. ¡Su cobarde hermano es quien reina ahora en su tierra!
—¡Por todos los dioses, Covan! —exclamó Alexander—. ¿Es esa manera de recibir a un amigo? ¿Predicando su muerte? Se oyó un sonoro juramento.
—¡Alsan, muchacho! ¿Eres realmente tú?
—¿Por qué no vienes a comprobarlo?
Hubo un movimiento al otro lado del río. Pareció que el grupo conferenciaba. Al cabo de unos instantes, se oyó de nuevo la voz de Covan.
—¡Izad el puente!
Algo se movió entre la maleza, y las aguas se agitaron. Los rebeldes tardaron un rato en comprender lo que estaba pasando: los de la otra orilla tiraban de unas sogas que se hundían bajo el río. Y, según iban tirando, algo emergía a la superficie.
Alexander y los suyos contemplaron cómo tensaban las cuerdas hasta conseguir que las tablas del puente quedaran firmes sobre el río. Denyal buscó el sitio de donde partían las sogas en la orilla en la que ellos se encontraban, y las halló sólidamente amarradas a unas rocas, no lejos del lugar donde habían anclado su barcaza, ocultas entre la maleza de la ribera. Cuando en el otro lado terminaron de atar el otro extremo de las sogas en los árboles del lugar, el puente de tablas, todavía chorreando, unía ya las dos orillas.
—¡Covan! —gritó Alexander—. ¿Estás seguro de querer cruzar por ahí?
El hombre de la otra orilla rió.
—Llevo años haciéndolo, chico. Si de verdad eres tú, y no tu fantasma, no vas a librarte de un buen tirón de orejas.
Los rebeldes contemplaron, entre atónitos y recelosos, cómo Covan y los suyos cruzaban el puente con paso ágil. Eran cuatro: tres hombres y un silfo. Ante ellos revoloteaba el fuego fatuo, iluminándoles el canino. La aguda vista de Allegra detectó que había quedado más gente al otro lado del río, pero nadie lo mencionó.
Covan saltó a la orilla con gran agilidad, a pesar de que aparentaba edad suficiente como para ser el abuelo de Alexander. Pero su rostro enjuto parecía cincelado en piedra, y su cuerpo, duro y membrudo, había sido adiestrado en la Academia mucho tiempo atrás.
Bajo la luz del fuego fatuo y de las tres lunas, los dos se estudiaron mutuamente.
—Por el amor de Irial —murmuró Covan—. Si no eres el espectro de Alsan, te pareces mucho a él. Hace quince años que no sé nada de ti, pero no pareces haber envejecido mucho desde entonces. Y, sin embargo, eres muy diferente a como te recordaba.
—Han pasado muchas cosas, viejo amigo —sonrió Alexander con cansancio—. También yo me alegro de verte con vida. Me dijeron que todos los caballeros de Nurgon habían sido exterminados.
—Ziessel —escupió Covan—. Esa maldita shek se encargó de perseguirnos a todos y matarnos como a alimañas. Pero algunos sobrevivimos, y nos ocultamos en los alrededores de la Fortaleza, como mendigos. Cuando no hay serpientes por los alrededores, cruzamos el río, como ahora hemos hecho, y regresamos a nuestro hogar.
—O a lo que queda de él —murmuró Alexander con pesar.
—¿Dónde has estado tú todo este tiempo? —quiso saber Covan, receloso de repente.
—Fui en busca de nuestra última esperanza. Para traerla de vuelta.
Covan movió la cabeza.
—No quise creer los rumores. Me parecieron demasiado fantásticos. Algo acerca de un dragón y un unicornio que sobrevivieron a la conjunción maldita... Pero hemos visto a ese dragón rojo esta tarde...
—No era un auténtico dragón —aclaró Alexander—. Ése no.
—Un dragón artificial, ¿eh? He oído hablar de ellos. No derrotarán a los sheks.
—Tal vez no, pero ayudarán. Hay un dragón de verdad, van, uno auténtico. Yo mismo lo encontré y lo traje de vuelta. Y pronto se reunirá con nosotros. Por eso hemos vuelto; para hacer de este lugar la base de la Resistencia, el punto desde el que reconquistaremos todo Idhún.
—Aunque eso fuera cierto... ¿qué puede hacer un solo dragón contra Ashran y todos sus sheks? Ya has visto lo que pude hacer uno solo de esos monstruos.
Y tú has visto que uno solo de nuestros dragones puede hacerle frente —interrumpió una voz con orgullo.
Todos se volvieron hacia Kestra, que era quien había hablado. Exasperado, Denyal iba a mandarle callar, pero una exclamación ahogada de Covan lo interrumpió.
El viejo se había quedado mirando a la muchacha, pálido y desencajado.
—Dos fantasmas en un solo día —murmuró—. Niña, niña. ¿Dónde te habías metido?
Avanzó hacia ella, pero Kestra retrocedió y le dirigió una mirada de advertencia.
—No —dijo—. Ya no soy la misma de antes. No pronuncies mi nombre. No recuerdes quién fui. Eso pertenece al pasado.
Dio media vuelta y se perdió en la oscuridad. Hubo un silencio desconcertado.
—Covan —murmuró entonces Alexander—. Maestro de armas de la Fortaleza. Esa chica estuvo a tu cargo, ¿no es cierto? Estudió en Nurgon.
El caballero negó con la cabeza y exhaló un suspiro pesaroso.
—No, Alexander, te equivocas. Han pasado quince años desde que la Fortaleza fue destruida. Ella es demasiado joven para haber estudiado en Nurgon. Pero su hermana mayor no lo era. —Clavó su mirada en él—. Coincidisteis en la Academia, pero es probable que no la recuerdes, porque ella acababa de entrar cuando tú ya casi te graduabas. Y quizá sea mejor que la hayas olvidado. Porque la hermana mayor probablemente esté muerta, y en cuanto a la más joven... tal vez tenga razón, y lo mejor para ella sea que su nombre y su historia no vuelvan a ser recordados. Como todo lo que existió una vez sobre el reino de Shia.