Trilogía de la Flota Negra 1 Antes de la Tormenta (40 page)

BOOK: Trilogía de la Flota Negra 1 Antes de la Tormenta
4.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

Durante los últimos y agónicos segundos de consciencia, con los gases hirviendo en sus vasos sanguíneos, el piloto intentó alargar los brazos hacia los interruptores para disparar manualmente la boya de emergencia y transmitir el diario de a bordo. Pero sus miembros, encadenados por el dolor, se negaron a obedecerle. Ya estaba muerto, y la consciencia no tardó en seguir a la voluntad hacia las profundidades del abismo con un último suspiro de alivio.

Vol Noorr, primado del crucero de combate Pureza, contempló con expresión aprobadora cómo una terrible salva de rayos láser de alta energía caía sobre el intruso.

Se sentía muy complacido ante la precisión y disciplina de sus dotaciones artilleras, e hizo una anotación mental para acordarse de que debía felicitar al jefe de sistemas de armamento. Cuando los cañones dejaron de disparar, el navío había quedado lleno de agujeros, pero no estaba destruido. Una nube de fuego blanco y polvo metálico no les habría revelado gran cosa. Pero de esa manera tendrían restos más que suficientes para examinar, y el informe de Vol Noorr sería lo más completo y útil posible.

—Envíen a los equipos de recuperación —ordenó—. Asegúrense de que observan los protocolos de higiene con todo el material recuperado.

Después Vol Noorr se encerró en la cabina de comunicaciones. Unos minutos después se preparó para transmitir la que iba a ser la única alerta concerniente a la destrucción del
Astrolabio
enviada desde Doornik-1142 y que consistiría en una lacónica emisión codificada cuyo destinatario no sería el Instituto de Exploración Astrográfica de Coruscant, sino el
Aramadia
, el navío insignia del virrey, que estaba atracado en el Puerto del Este de la Ciudad Imperial.

—Con éste ya son tres días seguidos —dijo Leia, mirando a los ocupantes de la sala de conferencias—. ¿Alguien tiene alguna idea de por qué Nil Spaar ha estado cancelando nuestras reuniones? ¿Sabemos algo sobre lo que ha estado haciendo?

—Sólo ha salido de la nave en una ocasión —dijo el general Carlist Rieekan—. Fue al albergue diplomático y permaneció allí durante dos horas y trece minutos...

—Esos detalles carecen de importancia —dijo Ackbar—. ¿A quién fue a ver allí?

—No hemos podido obtener esa información —admitió Rieekan—. Ya saben cómo es el albergue: utilizan todas las formas posibles de proteger la intimidad. Es lo que esperan las misiones diplomáticas, naturalmente... Puedo decirles que la dirección del albergue ha mantenido reservado un chalet para los yevethanos desde antes de que llegaran, y que ésta es la primera vez en que cualquiera de ellos ha ido a ese chalet.

—Lo cual significa que podría haberse reunido con cualquiera de los legatarios que se alojan en el albergue, o incluso con todos ellos —dijo Leia.

—Exacto.

—Quiero una lista con todos sus nombres —exigió Ackbar.

—Hemos preparado una, y la hemos transmitido a todos los que figuraban en la hoja de autorizaciones para esta reunión —dijo Rieekan—. Dispongo de cierta información adicional, que me ha sido entregada cuando salía de mi despacho para venir aquí. Esta mañana el virrey ha recibido a unos visitantes a bordo del
Aramadia
.

—¿Qué? —exclamó Nanaod Engh—. Desde que llegó la nave, los yevethanos nunca han permitido que nadie entrara en ella. ¿Quiénes eran?

—El senador Peramis, el senador Hodidiji y el senador Marook —dijo Rieekan—. Llegaron juntos, y pasaron más de dos horas dentro de la nave. El senador Marook se fue antes que los demás.

—¿Sabemos si realmente fueron invitados? ¿Es posible que se limitaran a invitarse a sí mismos? —preguntó Leia

—He hecho algunas averiguaciones lo más discretas posible y he hablado con los secretarios del senador Marook. Parece ser que fueron invitados.

—¿Y han estado en contacto con los yevethanos durante todo este tiempo?

—No puedo responder a esa pregunta, princesa Organa.

—Traigámoslos a todos aquí y así obtendremos algunas respuestas —dijo el almirante Ackbar, visiblemente enfurecido—. Que el senador Peramis responda a nuestras preguntas.

—Calma, amigo mío, calma... Intentemos ver todo este asunto desde la perspectiva adecuada —dijo Leia—. El virrey tiene todo el derecho del mundo a reunirse con quien quiera. No necesita nuestro permiso para invitar a alguien a tomar el té.

—Princesa, discúlpeme, pero... Si en realidad no quiere oír las respuestas, ¿por qué ha formulado la pregunta?

Leia se volvió hacia Rieekan y frunció el ceño.

—¿De qué me está hablando?

—Ha preguntado si alguien tenía alguna idea de por qué el virrey estaba cancelando sus reuniones con usted. Ahora acaba de enterarse de que el virrey se ha reunido en privado con algunas de las delegaciones diplomáticas de los mundos que acaban de presentar una solicitud de ingreso en la Nueva República, y en público con algunos de los miembros del Senado que defienden opiniones más radicales. Nil Spaar no sólo ha roto todos los precedentes, sino que además ha llegado al extremo de observar con otras personas ciertas cortesías que nunca le ha ofrecido durante sus reuniones..., y usted se niega a extraer la conclusión obvia.

—Que es...

—Que algo fundamental ha cambiado. Que sus negociaciones con Nil Spaar han terminado.

—Pero ¿qué puede haber causado el cambio? —protestó Leia—. Durante nuestra última reunión no hubo ningún problema. No puedo creer que Nil Spaar esté dispuesto a arrojar todos nuestros esfuerzos por la ventana sin ni siquiera una palabra...

El almirante Ackbar, que estaba de pie, fue el primero en darse cuenta de que los ventanales de la sala de conferencias estaban empezando a vibrar.

Las enormes láminas de transpariacero habían sido oscurecidas contra el sol de la mañana y las miradas de observadores indiscretos, por lo que cuando se volvió hacia ellos no pudo ver de inmediato cuál era la causa de aquel temblor.

—Princesa... Un momento...

—¿Qué ocurre?

—Conozco ese sonido... —estaba diciendo Engh.

—Alguna nave de gran tamaño está usando sus motores en Puerto del Este —dijo Rieekan—. ¿Es que no lo oye?

Ackbar ya había llegado a los controles de los ventanales, y la sala quedó repentinamente inundada de luz. Todos los rostros se volvieron al unísono hacia ella y entrecerraron los ojos, intentando ver algo entre aquel resplandor.

Y vieron cómo la reluciente silueta esférica del
Aramadia
se elevaba lentamente sobre el espaciopuerto, con sus tres diminutos escoltas trazando círculos a su alrededor como planetas en torno de una estrella.

Ondulaciones de distorsión atmosférica brotaban de las depresiones esparcidas sobre su casco.

—Supongo que ahora tendremos que creerlo —dijo Engh.

—Tengo al comandante del puerto al otro extremo del canal de comunicaciones —dijo Rieekan.

—Conecte el sistema de altavoces para que todos podamos oírlo —dijo Leia.

—Sí, princesa. Adelante, comandante... ¿Qué está pasando ahí?

El rugido de los haces de elevación del navío yevethano era claramente más audible en el canal de comunicaciones que en la sala de conferencias.

—Todavía estamos intentando averiguar qué ha sucedido. Puedo decirles que el
Aramadia
no ha solicitado ninguna ventana de lanzamiento a la torre. Nuestra primera advertencia de que iba a despegar fue cuando empezó a lanzar esos escoltas, pero no bastó para que todo el mundo pudiera alejarse lo suficiente de las emisiones de sus toberas. Seis centinelas del puerto y un mínimo de tres técnicos del personal de tierra están heridos, y la nave que ocupaba la pista más cercana, la
Madre de la Valkiria
, parece haber sufrido daños realmente serios. Esos impulsores de onda tienen una potencia terrible: hemos recibido informes de naves que salieron despedidas tan lejos que acabaron en los muelles de tráfico interno.

—Gracias, comandante. Volveremos a hablar dentro de un rato —dijo Rieekan, y cortó la comunicación—. Princesa, recomiendo que pongamos en estado de alerta máxima a la Flota Central sin perder ni un solo instante.

—Debemos hacer algo más que eso —dijo Ackbar—. He ordenado que el
Brillante
se coloque en posición para abrir fuego sobre el
Aramadia
si llegara a ser necesario.

—¿Qué está diciendo? ¿Por qué puede llegar a ser necesario hacer eso?

—Princesa, el
Aramadia
se encuentra dentro de nuestro escudo planetario —dijo Rieekan—. Una nave de ese tamaño podría transportar municiones suficientes para causar daños terribles aquí abajo y su potencia de fuego ha de ser equivalente, como mínimo, a la de un par de fragatas de asalto imperiales. No podemos retrasar nuestra respuesta hasta que sepamos qué tiene intención de hacer.

—Esto es una locura —protestó Leia—. El
Aramadia
es un navío diplomático. Ni siquiera tenemos pruebas de que esté armado. ¿Qué razón podría tener Nil Spaar para hacer algo semejante? —Volvió la cabeza para lanzar una rápida mirada por encima del hombro a Alóle—. ¿Alguna respuesta?

Su secretario meneó la cabeza.

—No, excelencia. Ni sus mensajes anteriores ni mi transmisión por la línea de código rojo han obtenido ninguna respuesta.

—Princesa —dijo Ackbar—, con todo el respeto debido, la pregunta a la que debemos dar una respuesta inmediata no es la del porqué podríamos tener que seguir ese curso de acción, sino qué podemos hacer para evitar una catástrofe. No podemos permitirnos el lujo de pensar que contamos con amigos a bordo de esa nave.

—Estoy de acuerdo —dijo Rieekan—. Las bajas producidas en Puerto del Este demuestran cuáles son las prioridades de Nil Spaar. Tenían que saber cuáles serían las consecuencias de un despegue a plena potencia sin ninguna advertencia previa. Han demostrado que sus conveniencias del momento eran más importantes para ellos que las vidas de quienes se hallaban en las pistas.

—No creo que se trate de eso —dijo Ackbar—. Esto no ha sido ninguna coincidencia. Lo habían calculado minuciosamente. Nil Spaar tenía que saber que íbamos a reunimos. Ese despegue por sorpresa, al igual que la invitación a los senadores, tenía como único objetivo colocar a la princesa en una situación lo más incómoda posible.

—No... No puedo creer eso —dijo Leia. Pero la expresión de su rostro indicaba que ya se había dado por vencida—. Aun así... —Suspiró—. Alerten a la flota y a las defensas de superficie. Que el capitán del
Brillante
se coloque en posición y espere nuevas órdenes. Pero no seremos los primeros en abrir fuego, y quiero que todo el mundo lo tenga bien claro. Esto ha de ser un malentendido. No hagamos nada que empeore todavía más la situación.

El
Aramadia
se colocó en órbita a cuarenta kilómetros por debajo del límite inferior del escudo planetario de Coruscant, con el
Brillante
siguiéndole a popa.

El navío yevethano permaneció allí durante las dos horas siguientes, tan mudo e inescrutable como siempre y, para emplear las palabras del general Rieekan, se dedicó a «correr por el patio como un perro que sabe con toda exactitud dónde está la valla». Ackbar y Leia contemplaban las trayectorias orbitales de las dos naves en un monitor de su despacho, con Leia impacientándose un poco más a cada momento que transcurría.

—¿A qué está esperando? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular mientras se paseaba nerviosamente por el despacho—. Tenía muchísima prisa para despegar, y ahora está perdiendo el tiempo en esa órbita sin hacer nada... Esto no tiene ningún sentido. Si piensa irse, tendrá que pedir permiso para atravesar el escudo, ¿no?

—Que nosotros sepamos, ninguna nave puede atravesar nuestro escudo planetario o saltar por encima de él —respondió Ackbar.

—Eso es lo que pensaba. Pero si tiene otros planes, ha desperdiciado su momento de sorpresa, y unos cuantos más. Así pues, ¿qué puede estar tramando?

—Tal vez nos está dando una oportunidad de pedir disculpas.

—¿Pedir disculpas? ¿De qué hemos de disculparnos? ¿Se supone que he de adivinarlo? Tratar con todos los que se niegan a decir qué quieren o con los que sólo te dicen lo que piensan que quieres oír ya resulta bastante difícil. ¿Qué se supone que he de hacer cuando se niegan a abrir la boca? Vienen aquí y esperan que baile en su gran gala del protocolo sin ni siquiera enseñarme los pasos...

Mientras la oía hablar, Ackbar quedó tan impresionado por la amargura de sus palabras y la aspereza de su tono que no pudo evitar encogerse levemente sobre sí mismo. Leia tardó un poco en darse cuenta de su reacción, pero acabó percibiéndola.

—Lo siento —dijo, y dejó escapar un prolongado suspiro—. Usted no tiene la culpa de nada. Es sólo que... Bueno, no entiendo lo que está ocurriendo, y me temo que el no entenderlo está empezando a afectarme un poco.

—Princesa, es muy posible que ésa sea la razón oculta detrás de todo lo que está ocurriendo.

Behn-kihl-nahm, inmóvil en el estrado de la inmensa cámara del Senado, golpeó el pequeño círculo de madera con su martillo para imponer el orden en la cámara. Estaba un poco sorprendido ante el número desusadamente elevado de senadores que habían acudido a aquella sesión: si sus ojos no le engañaban, más de la mitad de los asientos estaban ocupados.

La repentina marcha de los yevethanos había provocado muchas conversaciones en los pasillos y los vestuarios del Senado durante aquella mañana, pero eso no podía explicar la presencia de tantos senadores. La primera hora de cada sesión, y a veces incluso todavía más tiempo, normalmente siempre era malgastada en discursos de propaganda personal más destinados a los mundos natales de los senadores que los pronunciaban que a los oídos de los otros representantes. Era bastante habitual encontrar la cámara vacía, sin más presentes que aquellos que esperaban su momento de hablar. Behn-kihl-nahm recorrió la lista con la mirada, y no consiguió descubrir ningún nombre que pudiera explicar tal asistencia o la velocidad con que los senadores estaban yendo hacia sus asientos.

«Alguien está tramando algo», pensó con preocupación.

—La presidencia da la palabra al senador Hodidiji.

—Me pongo en pie para hablar sobre una cuestión de privilegio.

—Se permite hablar al senador Hodidiji sobre una cuestión de privilegio personal.

Hodidiji se puso en pie y se dirigió al Senado sin dignarse utilizar el micrófono que tenía a su disposición, y su voz retumbó a través de las hileras de representantes planetarios.

Other books

Dumplin' by Murphy,Julie
The Fall Musical by Peter Lerangis
Forbidden Flowers by Nancy Friday
Child 44 by Smith, Tom Rob
On Strike for Christmas by Sheila Roberts
Forest of Demons by Debbie Cassidy
The English Teacher by Lily King