Read Trilogía de la Flota Negra 3 La Prueba del Tirano Online
Authors: Michael P. Kube-McDowell
—Excelente —dijo Drayson, haciéndose a un lado y dando un paso hacia el vehículo de superficie.
Eckels se movió con él.
—Me estaba preguntando si podría echar un vistazo a esos artefactos antes de volver a Maltha Obex. Aunque sólo pudiera inspeccionar un holograma, ya me...
—Lo siento, pero no creo que eso sea posible —dijo Drayson, sonriendo cortésmente y haciendo un nuevo intento de marcharse.
—Comprendo que la discreción es necesaria, desde luego —replicó Eckels—. Sólo quería explicarle que eso podría resultar muy útil a la hora de establecer nuestras prioridades para el resto del tiempo que pasaremos allí. Después de todo, con veinticinco días apenas habremos conseguido iniciar la investigación arqueológica de todo un planeta... Recuerdo expediciones en las que dedicamos tres meses a la exploración preliminar y a seleccionar los lugares más adecuados antes de mover nuestro primer guijarro.
—Lo entiendo, doctor, lo entiendo..., y no le consideraré responsable de los problemas que puedan surgir a causa de las restricciones con las que tiene que cargar —dijo Drayson—. Por encima de todo, soy un realista. Estoy seguro de que los resultados estarán a la altura de mis expectativas.
Drayson fue hacia la puerta del vehículo de superficie como si se dispusiera a marcharse, pero Eckels se movió más deprisa y se interpuso en su camino.
—Hay otro asunto del que he de hablar con usted.
Esta vez Drayson permitió que un destello de irritación cruzara velozmente por su rostro.
—¿De qué se trata?
—El... Eh... El material que le he traído... —Eckels bajó la voz—. La forma en que encontramos los restos, y los artefactos encontrados con ellos, indican con toda claridad que se trataba de criaturas inteligentes.
—Que es justo lo que yo esperaba. ¿Acaso usted esperaba otra cosa?
—Es que eso complica el asunto, señor Dyson, nada más. Si hubiera supervivientes, entonces naturalmente el material les pertenecería —dijo Eckels—. Dada la ausencia de supervivientes, sin embargo, hay que aplicar las reglas y protocolos del Departamento de Especies Inteligentes: los restos deben ser preservados tal como fueron encontrados, los artefactos pueden ser reconstruidos pero no restaurados, etcétera etcétera. Estoy seguro de que un coleccionista de su talla se encuentra familiarizado con esas normas...
—Me son relativamente familiares, sí —dijo Drayson..
—Bien, pues entonces esto no debería crearle ningún problema. Es para tranquilizar mi conciencia, ¿comprende? Lo único que deseo es poder contar con su garantía personal de que el material será tratado de la manera más respetuosa posible —dijo Eckels—. Que sepamos, actualmente no hay supervivientes, pero eso puede cambiar. Recuerde el caso de los fraii wys, que reaparecieron nueve mil años después de que la historia registrara su supuesta extinción. Y nadie desea tener que enfrentarse a una situación en la que de repente aparezcan unos supervivientes para descubrir que sus antepasados están colgados en la pared de la sala de estar y que forman parte de la decoración, ¿verdad?
—¿Está tratando de insultarme, doctor Eckels? Si es así, permítame que le diga que se encuentra muy cerca de conseguirlo.
—Oh, no, por favor... No, no, en absoluto. Le ruego que lo entienda; el Instituto hace cuanto puede para evitar que el material arqueológico quede fuera de nuestro control, e incluso cuando lo permitimos, siempre insistimos en reservarnos el derecho de llevar a cabo el primer examen...
—Cosa que ya ha hecho —le interrumpió Drayson—. Confío en que habrán aprovechado el viaje para llevar a cabo ese examen y obtener todos los hologramas y datos de sensores que habrían registrado en circunstancias normales.
—Sí. Sí, lo hicimos.
—Bien, bien —dijo Drayson, obsequiando al científico con una fugaz sonrisa—. Si eso va a ayudar a que se quede más tranquilo, doctor, permítame asegurarle que soy agudamente consciente del valor de lo que contiene ese contenedor..., y no me refiero únicamente a qué cantidad de dinero le he pagado para que lo recuperase. Será tratado con el máximo cuidado posible. Después de todo, una suma semejante sólo se gasta para adquirir un tesoro y no para dilapidarlo y destruirlo. Aparte de eso, en las paredes de mi sala de estar ya no cabe absolutamente nada más.
—Sí, por supuesto —dijo Eckels, inclinando la cabeza—. Si le he ofendido, le pido disculpas.
—No me ha ofendido —replicó Drayson—. Y ahora, si me perdona...
El vuelo desde Puerto Nuevo hasta la Sección de Servicios Técnicos de Alfa Azul más cercana, que se encontraba en el mismo distrito en el que varios de los senadores más conocidos tenían sus residencias oficiales, duró unos veinte minutos. A pesar de la fama de sus vecinos, los nada llamativos edificios que albergaban la Sección 41 no figuraban en la ruta turística.
Las plaquitas sobre las que estaba escrito un nombre comercial tan prosaico y fácil de olvidar como intermática, r.c., servían para justificar el abundante tráfico que entraba y salía de sus dos hangares privados.
El vehículo de Drayson no tuvo tiempo de quedar totalmente inmóvil antes de que un pelotón de la Sección 41 que remolcaba una plataforma repulsora para transportar cargas empezara a avanzar hacia él. El almirante emergió de detrás de los controles y su presencia fue acogida con una serie de marciales saludos.
—Almirante...
—Descanse, Tomis. —Drayson fue hacia la parte posterior del vehículo y ayudó a soltar las sujeciones y a guiar la plataforma provista de ruedas que sostenía el contenedor—. ¿Está preparada la doctora Eicroth?
—Nos espera en el laboratorio cinco —dijo el coronel—. Ya lleva casi una hora allí.
—Bien, pues vayamos a reunimos con ella.
La doctora Joi Eicroth saludó a Drayson con una sonrisa profesional en la que no había nada que permitiera sospechar la existencia de una relación en la que había sido amiga, amante y compañera de supervivencia del almirante durante más de trece años. Pero en cuanto el contenedor hubo quedado colocado junto a la gran pantalla de examen, Drayson despidió a sus oficiales y añadió un rápido beso a su saludo.
—Este comportamiento es realmente escandaloso, almirante... Estoy de servicio.
—Sí, lo estás —replicó Drayson—. Vamos a abrirlo.
—Primero lo primero —dijo la doctora, y tiró de un cordoncillo que hizo bajar del techo dos trajes de aislamiento suspendidos de sus umbilicales—. He de ponerme algo más cómodo.
Necesitó casi cinco minutos para ponerse su traje de aislamiento, y después necesitó cinco más para ayudar a Drayson a ponerse el suyo y sellar el laboratorio. Pero desconectar el sistema de estabilización del contenedor, romper el sello, quitar la tapa y aspirar la masa de espumita inerte que ocultaba su contenido apenas requirió unos instantes.
Y después se quedaron inmóviles, uno a cada extremo del contenedor, y bajaron la vista hacia él para contemplar en silencio a una criatura que había muerto hacía más de un siglo y a la que sus amigos habían enterrado en las masas de hielo móviles de Maltha Obex. Su cuerpo ovalado y de piel muy lisa era casi tan ancho como el contenedor. Los esbeltos miembros provistos de dos articulaciones no habrían cabido en él si no hubieran sido pulcramente doblados de tal manera que sus manos, de tres dedos y aspecto un tanto desgarbado, le tapasen la cara y sus piernas formaran un impecable cuadrado-con-X debajo del cuerpo.
—No me extraña —dijo Eicroth meneando la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
Eicroth fue hacia el contenedor.
—Estos miembros deben de tener unos cinco o seis metros de longitud..., con una sección transversal de seis centímetros escasos. Eso constituye una adaptación perfectamente horrible al frío. Me asombra que esta criatura llegara a vivir el tiempo suficiente para morir donde lo hizo.
Drayson asintió.
—Quiero que el material genético sea extraído y secuenciado inmediatamente. La disección general puede esperar hasta que eso esté hecho.
—Entendido —dijo Eicroth—. Ayúdame a colocarlo sobre la pantalla.
—General Ábaht...
—¿Sí?
—El esquife del
Yakez
se está aproximando. Pidió que le informáramos de su llegada.
—Gracias, teniente —dijo Etahn Ábaht sin levantar la mirada hacia el oficial—. Asegúrese de que el comodoro Carson es escoltado a la sala de reuniones en cuanto llegue.
Era la primera de las cinco naves de ese tipo que tenían una cita con el transporte de la flota
Intrépido
aquella mañana, y Farley Carson era el primero de los cinco comandantes de la fuerza expedicionaria que subirían a bordo para ser informados de la situación. El Destructor Estelar
Yakez
era el navío insignia de la Fuerza Expedicionaria Ápice de la Cuarta Flota, y Carson era el único amigo personal con que contaba Ábaht entre los altos oficiales que estaban a punto de llegar.
La presidenta Organa Solo había dado la orden, y la Cuarta Flota había sido reforzada con elementos sacados de otras flotas de la Nueva República. Con la llegada de la Fuerza Expedicionaria Gema, todos los elementos dispersos por fin habían quedado reunidos en el espacio profundo junto a la periferia del Cúmulo de Koornacht..., y eso quería decir que la compleja labor de unificarlos bajo un solo mando podría ser iniciada por fin.
Esa pesada carga hubiese tenido que recaer sobre los hombros de Han Solo, pero la emboscada que los yevethanos habían tendido a la lanzadera del comodoro y su escolta había dejado a la flota combinada sin su nuevo líder. Hasta el momento no se había anunciado quién lo sustituiría, y eso dejaba la cadena de mando tal como había estado organizada en el pasado, con Ábaht como comandante en jefe de las fuerzas enviadas al Sector de Farlax. Pero el Alto Mando se había involucrado en los detalles operacionales hasta un grado que limitaba considerablemente la autonomía de Ábaht, y la selección de un nuevo comodoro parecía inevitable.
Mientras tanto, sin embargo, había mucho trabajo por hacer.
—General Ábaht —dijo una nueva voz.
Ábaht alzó la mirada para ver a Carson inmóvil en la compuerta con los labios curvados en una media sonrisa.
—«Roca» Carson en persona... —dijo Ábaht, levantándose de su escritorio—. Creía haberle dicho a mi edecán que te acompañase a la sala de reuniones.
—El oficial del hangar de atraque dijo que el esquife siguiente sólo estaba a diez minutos de trayecto del mío —le explicó Carson, cerrando la compuerta detrás de él y tomando asiento en un sillón—. Pensé que aprovecharía la oportunidad para saludarte.
Ábaht dejó escapar un resoplido y después se recostó en su asiento y activó el comunicador con una presión del pulgar.
—Avíseme en cuanto lleguen los demás, teniente.
—Sí, señor.
Ábaht desconectó la unidad, la dejó encima de su escritorio y se permitió una fugaz sonrisa.
—Me alegro de verte, Roca.
—Yo también, Ethan. He oído decir que las cosas se habían puesto un poco feas.
—Sí, y por eso me alegra tanto tenerte aquí —dijo Ábaht—. Esta flota tiene muy poca experiencia de combate.
—Dudo mucho que tus métodos de adiestramiento se hayan suavizado con el paso de los años —dijo Carson—. Cuando llegue el momento, sabrán luchar.
—Repartir unas cuantas tripulaciones experimentadas y algunos navíos que hayan sido puestos a prueba en la batalla por entre sus filas los hará todavía mejores —dijo Ábaht—. Los hemos entrenado lo mejor posible, pero el entrenamiento no es lo mismo que el combate. Pudieron comprobarlo por primera vez en Doornik-319.
—Y a juzgar por las noticias que nos han llegado, la experiencia fue bastante dura —dijo Carson—. ¿Qué tal se portaron las nuevas naves?
—Aguantaron bien. Sufrimos pérdidas, pero básicamente se debieron a cuestiones de diseño. Un par de capitanes descubrieron qué era lo que no debían hacer la próxima vez. —Ábaht hizo una pausa antes de seguir hablando—. Un par de tripulaciones pagaron un precio muy elevado para regalarme unas lecciones que probablemente no tendré ocasión de poner en práctica —añadió después con expresión sombría.
—No estarás pensando que vas a volver a casa antes de que esto haya terminado, ¿verdad?
—No, claro que no... No es el momento de hacer nuevos cambios. Pero cuando el nuevo comodoro llegue, me veré reducido a ser un mero subalterno..., de hecho, ya que no de nombre —dijo Ábaht—. En estos momentos, la verdad es que casi se podría afirmar que me he convertido en un mero portavoz del Alto Mando.
—Esas cosas pasan de vez en cuando —dijo Carson, y su sonrisa se hizo un poco más ancha—. Nadie que lleve puesto este uniforme puede disfrutar de la libertad de acción que el ejército dorneano otorga a sus generales.
Ábaht, que sabía muy bien de qué le estaba hablando, sonrió.
—Ni de sus responsabilidades. Si hubiera podido contar con todo eso desde el principio...
—Coruscant nunca hace las cosas de esa manera. Siempre hay riendas, y da igual quién las tenga en sus manos —dijo Carson—. ¿Estás seguro de que van a enviar a alguien?
—Creo que lo único que les ha impedido enviar a Ackbar o a Nantz para que asuman el mando es el temor a que ellos también acaben convertidos en rehenes de los yevethanos —replicó Ábaht—. Parece que no estoy muy bien visto en el cuartel general.
—Te lo advertí, ¿no? Tendrías que haber permitido que te nombraran almirante —dijo Carson—. Apuesto a que la mitad de los problemas que estás teniendo con el Alto Mando se deben a que sigues aferrándote a tu antiguo rango. El cuartel general está lleno de tradicionalistas renacidos, y esos tipos no consiguen sacarse de la cabeza la idea de que un general debería tener las botas sucias o las alas llenas de polvo. Estos lujosos aposentos... —alzó las manos en un gesto que abarcó todo el austero recinto en el que se encontraban— son para los almirantes.
—Lo que me estás diciendo es que su oferta de permitirme conservar mi rango dorneano era una simple mentira cortés —murmuró Ábaht.
—Oh, estoy seguro de que fuera quien fuese, el que firmó el plan de consolidación era sincero —dijo Carson—. Los generales son C-uno y los almirantes son C-uno..., así que lo que importa es el grado y no el rango, ¿verdad? Pero los viejos prejuicios tardan mucho en morir..., por no hablar de las viejas rivalidades.
—Qué estupidez —dijo Ábaht, visiblemente disgustado—. Juzgar a un hombre por su título...