Trinidad (117 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Conor tenía lo que podríamos llamar su domicilio en una remota casita de campo, en el rincón más apartado de la baronía DUNLEER. La casona solariega y las granjas de la baronía se extendían junto al Ballyanich Lough y el bosque, por la parte en que éste iba al encuentro de las faldas de las Twelve Bens. Quedaban allí diversos restos de un primitivo castillo normando del siglo xv, incluido un torreón perfectamente conservado. Una milla adentro del bosque, un barranco natural a lo largo del Lough Fadda escondía el campo de instrucción de la Hermandad, así como la casita de Conor, de toda mirada exterior.

Se daba instrucción a los hombres a horas raras y en número inconcreto, dependiendo de cuándo podía escapar hasta allí. Estos hombres tenían su cuartel en un antiguo monasterio, restaurado, en la orilla del lago opuesta a la de la casita de Conor.

Este montó una fragua en la que manufacturaba una aceptable reproducción de la pistola Webly, del ejército británico, así como la munición correspondiente.

Las raras veces que se reunía con Atty, era por algún asunto de la Hermandad, y parecía que ambos, por mutuo acuerdo, evitaban todo contacto personal…

Un atardecer de principios de otoño, la señal de comunicación interior de la casona sonó en la fragua, comunicando a Conor que se había dado acceso al campo de instrucción a una persona de confianza.

Conor salió hasta la orilla del lago y, con los gemelos, divisó un jinete solitario. Mientras caballo y caballero circundaban el lago sobre un fondo de pinos y los primeros rubores del agua pintados por el sol poniente, Conor pudo distinguirlos bien.

Era Atty Fitzpatrick.

Tenía, sobre el caballo, una postura magnífica, de persona que había pasado muchas horas montando. Por supuesto, en otro tiempo fue lady Royce-Moore, en el mismo condado de Galway, y había pasado una parte de la infancia y la adolescencia a horcajadas de un Connemara.

Cuando ya pudo llegarle la voz, Conor la llamó, y ella picó espuelas. El caballo corría al galope por la orilla del agua, y el cabello de la amazona flotaba en el aire como una cascada castaña. Atty paró en seco y saltó a un paso de Conor.

—¡Qué estupendo cuadro a la puesta del sol! —exclamó él.

—Estoy terriblemente desentrenada y en mala forma. Solía cabalgar bastante bien —contestó Atty, jadeando en busca de aire.

—No te acerques demasiado —dijo Conor, estirando el brazo para impedírselo—. Estoy cubierto de polvo de la fragua. Antes de informarme de lo que te trae por aquí, ¿estás en disposición de tomar un bonito baño reparador?

—¿Dónde?

—En ese lago, al desnudo —respondió Conor, quitándose el delantal de cuero, la camisa y los pantalones y echando a correr para luego saltar al agua, emitir un grito de penoso regocijo con el arranque adolescente que parecía haber brotado en él apenas ver a la amazona. Ya en el agua, se dio unas puñadas al pecho, se sumergió y se puso a gritar—: Bueno, ¿vienes o no vienes?

—Creo que te seguiría a todas partes, Conor, menos a ese lago.

—Entonces, ve a casa y tráeme una toalla.

Atty regresó con una toalla en la mano y otra alrededor del cuerpo. Quitándose ésta, saltó prestamente al agua y levantó una rociada glacial. Ambos se dejaban llevar, sin reparos, por una marejada de gozo, cogiéndose de las manos, saltando dentro del agua y chapoteando. Conor la cogió en brazos y la tiró más allá; luego ambos treparon por la orilla, sin aliento, con la carne de gallina y poblada de trechos morados por el frío, y se aplicaron las toallas vigorosamente.

—¡
Jaysus
! —exclamó Conor—. De una noche a la siguiente olvido lo vengativo que es este lago.
Jaysus
, entremos en casa.

Era una buena casita campesina irlandesa, puesto que la turba estaba siempre respaldada y a punto de arder; y en efecto, pronto se puso al rojo y los calentó, ayudada por una fogosa ración de
poteen
, mientras el sol se apagaba violentamente dentro del océano. Conor y Atty se vistieron, cada uno preguntándose a qué se debería el loco alborozo que los invadió al verse. Ambos habían pensado mucho en el momento en que se encontrasen, y ambos habían temido que se poblaría de remordimientos, evasivas y verdades a medias.

—Bueno, ¿qué aflictivas noticias traes? —preguntó Conor, mientras el filo de la noche se arrastraba para acá, descendiendo de las Twelve Bens.

—Me envía Dan Sweeney. Quería enviar a Seamus; pero Seamus corre el peligro de ser demasiado crédulo cuando trata con el hermano Conor. Vosotros dos raras veces dejáis de remontaros en vuelos de fantasía celta.

—En este momento, le estoy muy agradecido a Largo Dan —bromeó Conor.

—Además, le pregunté si podía venir yo.

En la casita penetró una ráfaga de viento. Conor estudió el firmamento desde la ventana, notando las primeras gotitas de lluvia que cabalgaban en los vientos. Las cumbres de las Bens quedaron cubiertas de pronto por un espeso manto de nubes que bajarían rodando hacia los lagos.

—Se acerca una nube de tormenta —anunció Conor—. Se acerca con la misma rapidez con que se acercaban las venidas de Escocia, allá en mi casa. Sería mejor que te llevase a la casona antes de que empiece la tempestad.

—Lord Louie está en Londres, y ahora no hay aquí ningún recluta. Si no recuerdo mal, esta casita tiene un dormitorio suplementario.

—Sí.

—¿Por qué no nos metemos dentro y vemos qué nos guarda la alacena?

—Muy bien —dijo Conor. Y aseguró la puerta de la cuadra y las ventanas, ganando por segundos a la lluvia que bajaba disparada, de una sola arremetida, desde el Benleterry. Atty encendió la estufa de turba y escogió diversos elementos para un estofado, después de haber evaluado debidamente el contenido de la despensa de lord Louie. Entre las muchas cosas que Atty sabía hacer impecablemente, figuraba la de desenvolverse con soltura en una casita de labradores. Conor la había visto en aquella misma habitación dos años atrás, pero por aquellas fechas vivía tan sumergido en una especie de bruma que ahora le parecía estar viéndola allí por primera vez. Conor oscilaba indeciso entre el deseo de rodearla con los brazos y la sensación de estar cogido en una trampa.

La comida no se pareció a ninguna de las que tomó después de salir de América.

La tormenta restallaba de lo lindo. Atty estaba sentada ante la lumbre, las rodillas juntas y rozando el mentón, y los brazos rodeando las rodillas. Conor estaba junto a ella, en un taburete, puliendo y engrasando con mano ligera cuatro pistolas que había completado en la fragua.

—Dan está enfadado contigo —empezó la mujer.

—Es la situación habitual entre él y yo.

—Louie se disponía a salir al encuentro de un cargo alemán a la altura de cabo Slyne para recoger un cargamento de armas. Pero tú revocaste la orden.

—Sí, la revoqué —admitió Conor.

—Queremos saber por qué.

—No quiero que se siga utilizando el yate de lord Louie para estos fines.

—Me temo que no lo entendemos. Los alemanes están dispuestos a concertar encuentros periódicos a cierta distancia de la costa. Incluso están meditando el proyecto de traer armas con un submarino.

Conor apuntó la pistola a un blanco imaginario, levantó el gatillo y lo apretó. Después limó con cuidado, sopló y volvió a mover el gatillo.

—El riesgo no guarda proporción con el beneficie —dijo.

—La respuesta no me parece bastante satisfactoria —comentó Atty.

—Entrar armas con aquel yate concreto y en esta zona particular llevaría a lord Louie al patíbulo en poco tiempo y acabaríamos perdiendo el campo de instrucción mejor, más escondido e irreemplazable que la Hermandad pueda tener nunca en suelo irlandés.

—Lo siento, Conor, pero no compartimos tu parecer —insistió Atty—. Louie se da cuenta del riesgo y lo acepta. Y acepta, además, las decisiones del Concejo Supremo. Quizá debería añadir que algo mejor que tú.

—Louie es un caballero aristócrata simpático, un erudito gaélico noble…, pero por lo demás muy capaz de haberse vuelto un poco zoquete por exceso de paisajes lunares en Connemara y demasiado contacto espiritual con la corte de san Jacobo. Yo decidiré por él, al menos en lo concerniente a su yate y a su casa.

—Yo sugeriría que decidirá, y ha decidido ya, el Concejo Supremo —dijo Atty.

—Bien, entonces yo sugiero que Seamus prepare un buen discurso para que lord Louie lo pronuncie desde el banquillo antes de que le ahorquen.

—Conor, maldita sea; eres obstinado y desobediente a la vez —Atty desdobló el cuerpo, poniéndose en pie, le quitó la pistola de la mano y la arrojó sobre la mesa.

—Atty, siéntate y escucha. Lo mismo en Roundstone que en Clifden hay confidentes que toman nota de cada vez que el
Grainne Uaile
entra y sale del puerto. Tienen vigilantes en todas las cuevas y playas del sector. El comandante Weatherton, de la Royal Navy, está mascando el freno, impaciente por tumbar de un manotazo a lord Louie. Para transbordar y desembarcar un cargamento de armas se necesita una brigada de diez a veinte hombres. Puedes apostar hasta la última libra a que uno o más de tales hombres estarán a sueldo de los británicos.

Atty se había puesto furiosa.

—¿Cómo diablos no nos dijiste todo eso desde un principio? —preguntó.

—Oh, cuida tu acento, Atty. No te encuentras en una reunión del Concejo. Si soy el comandante de este destacamento, tienes que permitir que utilice mi buen criterio. No toleraré que Dublín usurpe mis atribuciones por un capricho. Primero habrán de convencerme de que he tomado una decisión equivocada. En otro caso, no queráis fastidiarme por el solo hecho de que tenéis una colección de mapas de Irlanda con que jugar.

La mujer aborrecía la arrogante suavidad de aquel hombre. Por supuesto, tenía toda la razón, y si no hubiese intervenido él, el Concejo habría cometido errores que habrían desembocado en una tragedia. Pero más que esta confianza en sí mismo, lo que le sublevaba, era que Conor se contase entre los dos o tres hombres a quienes no había podido dominar. Después del impulso inicial por suscitar una escena, ahora la aceptaba con sosiego.

—¿No hay nada más en la mente de Dan? —preguntó Conor.

—Sí —respondió Atty, reorganizándose para una discusión más tranquila—. Un problema entre tú y él. Me pidió que te hablara en su nombre porque le fastidia hacerlo él mismo. Detesta tu independencia, que en muchos aspectos va en contra de la esencia de la disciplina de la Hermandad.

—Bah, Dan sabría decirlo así por su propia cuenta.

—A lo que no sabe decidirse es a suplicarte que entres a formar parte del Concejo Supremo. Pero te quiere allá, Conor. Sencillamente, te quiere allá. Al diablo la independencia y la arrogancia. Ese hombre te necesita.

Conor recogió las pistolas con gesto pausado y las envolvió en sendos trozos de tela.

—¿Qué haría yo debatiendo con aquellos distinguidos intelectuales dublineses? —dijo.

—Actualmente diriges la mitad de la Hermandad.

—El Concejo no es para mí, Atty, te lo digo.

—Estamos sobrecargados de místicos y eruditos. Dan me dice que en la mayoría de las ocasiones soy la única persona práctica en la que poder confiar. También suele decir que has aprendido más sobre armas, tácticas e instrucción militar tú en un solo año que él en toda la vida.

—Yo sería, únicamente, como un tábano en el pescuezo de todos —esquivó el hombre—. Conozco la tarea que tengo aquí. En cambio, me falta estómago para discutir y discutir sin terminar nunca.

—Dan se está agotando. Lo que voy a decirte no puede salir de esta casita, Conor; pero Dan me ha confiado que está buscando quien le suceda.

Un postigo se abrió de repente. Conor pasó varios momentos mirando cómo iba dando golpes bajo el azote del viento.

—Muy respetuosamente, tengo que negarme —murmuró.

—Eso necesita una explicación.

—Voy a decirte una cosa que tampoco puede salir de esta casa. Para ser comandante de la Hermandad Republicana Irlandesa tendría que negar y traicionar cosas que sé que son verdad. La verdad es… que no podemos ganar. No podríamos derrotar a los británicos, con las armas, ni en cien años; no los podemos derrotar en una mesa de conferencias, y no podremos reconciliar nunca a los habitantes del Ulster. He ahí unas verdades. Unas verdades brutales que ninguna extraviada fantasía de revolucionario podrá cambiar.

Conor cruzó la habitación, muy despacio, y cuando estuvo frente a la mujer le cogió los brazos y se los oprimió fuertemente.

—Todo lo que podemos esperar es una derrota gloriosa —siguió diciendo—. Una derrota heroica que, por lo que sea, agite las dormidas cenizas de nuestro pueblo y ponga en marcha una serie de derrotas más gloriosas todavía. Cada militante de la Hermandad deberá desafiar, chillar, dar puntapiés, vender cara la vida, sangrar, sacudir conciencias. ¿No ves?, la verdadera tarea de la Hermandad no consiste en crecer para conseguir la victoria, sino en afilar los dientes para vender cara la vida.

—¿Qué harías tú, Conor?

—Cuidar de que ninguna muerte pase sin notarse, en silencio. Destruir la voluntad de los británicos con nuestra fuerza de voluntad —Conor soltó los brazos de la mujer y se apartó—. De modo que ya ves, Atty, jamás podré ser el fabricante de sueños, porque no cabe sueño alguno, sólo una pesadilla. ¿No lo comprendes, muchacha?

Conor se alejaba. Atty le siguió, le tocó por la espalda; él dio media vuelta y se quedaron mirándose fijamente.

—Oh, amigo —exclamó Atty Fitzpatrick con voz estremecida—, ¡te añoré tanto!

—Yo también a ti —susurró Conor.

—Un día me puse en ridículo delante de ti, y me dolió mucho. Hoy voy a ponerme de nuevo, y no me importa. Desde que te conocí, no me he sentido en situación de someterme a la mirada de otro hombre ni a la mía siquiera.

Ambos continuaban, rígidos, en sus respectivos puestos.

—Aunque no quiera, tengo que acudir a ti, Atty, y hacerte sufrir. A veces me da miedo que seas tan fuerte. No sé hasta qué punto estoy dañado. No sé qué me queda por dar, o si ya lo he dado todo. Hasta tengo cicatrices de nuestra condenada iglesia…, sí, también de esa parte… —dijo.

Atty tenía el rostro contraído y pálido. Cerró los ojos y dejo que las lágrimas corrieran a placer.

—No he olvidado lo que hiciste por mí, Atty. Todas las noches venías a esa habitación en la oscuridad, abrías el camisón, te acostabas a mi lado, arrimabas mi cabeza a tus pechos y me dejabas llorar. Si vivo, lo debo solamente a tu misericordia. En cierto modo me alegró que me enviasen a América, porque empezaba a sentir vergüenza de mis lágrimas y de necesitarte tan desesperadamente.

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