Trinidad (114 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Los De Lacy pertenecían a la antigua aristocracia católica normanda de las ensalzadas «Tribus de Galway», que habían adquirido un espíritu excéntrico a fuerza de generaciones y generaciones en las soledades de Connemara. La heredad DUNLEER formaba parte de una herencia trágica: el terreno donde los irlandeses habrían de vivir exiliados, por sentencia de Oliver Cromwell.

El barón actual, a quien solían llamar afectuosamente «lord Louie», había cerrado recientemente una distinguida carrera en la Armada británica y en el servicio consular y se había retirado a DUNLEER a criar caballitos Connemara y continuar cultivando su pasión de erudito gaélico.

Lord Louie era además un republicano apasionado, y no lo disimulaba poco ni mucho. Pertenecía, en secreto, a la Hermandad Republicana Irlandesa. Aunque no formaba parte del concejo supremo, estaba en comunicación constante con Dan Sweeney el Largo, y la finca DUNLEER figuraba en primera fila en los planes de la Hermandad.

El día que Conor Larkin se fugó de la cárcel, fueron a esconderse inmediatamente en DUNLEER. Ensangrentado y recluido en sí mismo, la única presencia humana que toleraba o incluso reconocía era la de Atty Fitzpatrick.

Aunque ni Atty conseguía establecer una auténtica comunicación con él. Sólo había entre ellos el contacto suficiente para impedir que el infierno lo devorase. Atty lograba sacarle de la casita y llevarle adonde la apatía no lo consumiera tanto, y solía cabalgar detrás de él, a una distancia prudencial, mientras Conor se perdía por las laderas de las Twelve Bens, desde donde se ponía a contemplar interminablemente la rociada de lagos e islas y las mórbidas llanuras de granito y turba. En aquella soledad dulce y amarga, Conor se hallaba en lugares y circunstancias de los cuales Atty no sabía nada.

Atty no pedía nada, y lo daba todo. Tenía una paciencia infinita, y se consideraba recompensada por los casi imperceptibles signos de que Conor iba volviendo a la vida. Eran como pequeños retazos, pero vida a pesar de todo.

Aunque Conor la tocaba, se acostaba a su lado, desahogaba con frecuencia la pena entre sus brazos, no manifestaba ni el más leve asomo de deseo de poseerla. Atty se preguntaba si el instinto del amor habría muerto en él para siempre.

Mientras Conor volvía a la vida poquito a poco, vino también el momento de irse de DUNLEER. El Consejo Supremo envió a lord Louie a entrevistarse con el embajador alemán en Londres, donde se había establecido un contacto activo. Tanto la Hermandad como los alemanes se habían fijado el objetivo de destrozar a los británicos, de modo que existían entre ambos bases comunes de colaboración. Así se dispuso una entrevista en el mar.

Una noche de octubre de 1908, lord Louie de Lacy y Conor Larkin se fueron al vecino pueblo pesquero de Roundstone donde estaba amarrado el yate
Grainne Uaile
de lord Louie. A la puesta del sol, se deslizaron fuera del puerto y navegaron hasta más allá de Slyne Head para reunirse, en el mar, con un pequeño cargo alemán, el
Baden-Baden
.

Dos semanas después, Conor cruzaba la frontera canadiense y entraba en Estados Unidos para ponerse en contacto con Joe Devoy, jefe del Clan Americano de los Gaels. Su misión: recoger fondos para un periódico clandestino y armas, esos instrumentos fundamentalísimos de una insurrección.

Con la ausencia de Conor, el crecimiento de la Hermandad se había detenido. La Hermandad seguía siendo débil y carecía de la atención de las masas. No se proponía más que un solo fin: liberarse de Inglaterra. Como movimiento revolucionario, conquistaba su propia legitimidad infiltrándose en la Liga Gaélica (GAA), los sindicatos obreros, el Sinn Fein, los boy scouts, las sociedades intelectuales y hasta la Iglesia.

Sin embargo, la Hermandad redactaba meticulosamente el libro de texto de los revolucionarios que surgirían este mismo siglo, y Conor había inscrito su nombre en él, indeleblemente. Su principio de no reconocer a las instituciones británicas en suelo irlandés y desobedecer a las autoridades británicas se transformó en una piedra angular universalmente aceptada para destruir el yugo del colonizador.

La gran influencia de la Iglesia sobre el pueblo irlandés fue el factor que más contribuyó a evitar que éste se levantara contra sus dueños. Aquí y allá, unos pocos sacerdotes que actuaban por cuenta propia se identificaron con el movimiento, pero los obispos deploraban la existencia de la Hermandad no menos de lo que el diablo odia al agua bendita.

Lo que temía realmente la Iglesia era el librepensamiento que emanaba de la sociedad urbana. El Dublín de aquella época era la parcela de Europa con el promedio de mortalidad más elevado, seguida, a mucha distancia, de Moscú. Sin embargo, la Iglesia era enemiga acérrima de los sindicatos obreros, el renacimiento gaélico y el resurgimiento intelectual, que amenazaba su tiránico poder sobre el pueblo. Además, las ciudades favorecían la existencia de sociedades secretas, los nombres de cuyos miembros no iban a parar a los confesionarios. A la Iglesia le disgustaban las sociedades secretas, aunque no había ninguna más secreta que ella misma.

Las ciudades cultivaban ideas peligrosas, como la de liberarse de Inglaterra. Evidentemente, cualquier movimiento que conquistara la independencia para Irlanda trataría además de libertar a ésta del totalitarismo de la Iglesia. En materia de política clerical, los británicos habían concedido privilegios y jurisdicciones exclusivas que había que defender.

El tremendo poder del clero sobre el pueblo nacía y dependía de una cultura agraria. En los pueblos y en las ciudades pequeñas el cura párroco lograba imponer sus argollas doctrinarias sin apenas discusión ni oposición.

En 1909 el Vaticano derramó un aceite raro sobre las alteradas aguas irlandesas, acelerando la intranquilidad con la doctrina de
Ne Temere
.

Era una costumbre establecida aceptar los matrimonios mixtos sobre la base de que los hijos varones seguirían la religión del padre, y las hijas la de la madre. Después de siglos de guerras santas, inquisiciones, cruzadas, Reforma y Contrarreforma, el siglo XX fue saludado como el advenimiento de la luz. Y no lo sería.

De una sola y devastadora pasada,
Ne Temere
invalidó los matrimonios mixtos, excepto si se habían celebrado en templos católicos y a condición, además, de que los hijos de tales matrimonios fuesen inscritos como católicos ya desde el nacimiento.
Ne Temere
sumió a Irlanda en una Edad Media. El fanatismo que rezumaba esta doctrina casaba perfectamente con las más horrendas predicciones del espumeante clero protestante. Los Oliver Cromwell MacIvor no tardaron en reaccionar;
ninguna noche de San Bartolomé
habría proporcionado mejor tierra de cultivo a su paranoia.

Dos meses después de haber llegado Conor Larkin a América tuvieron lugar, en la otra cara del mundo, en Australia, el primer juicio y la primera ejecución llevados a cabo por la Hermandad Republicana Irlandesa. Un destacamento especial de combate localizó, secuestró y juzgó a Doxie O'Brien, hallándole culpable del crimen más nefando para los irlandeses: haber actuado de confidente. Después de una confesión escrita, fue despachado de un tiro a la cabeza.

3

Hubble Manor estaba en coma desde hacía una se mana. Las camareras que cambiaban las sábanas de las camas propalaban la noticia de que el conde y la condesa no habían dormido juntos en todos aquellos días, lo cual coincidía con el hecho de que tampoco habían comido juntos y habían cancelado todos los compromisos sociales en que hubieran de participar juntos.

Fue Roger quien cruzó la tierra de nadie, para entrar en el boudoir de su esposa. El rostro de Caroline mostraba los efectos de aquella guerra silenciosa. La condesa había repasado sus argumentos una y mil veces, había justificado su cólera, se había revuelto por la cama, sin poder dormir, había estado a punto de rendirse, aunque luego cada vez había vuelto a endurecerse.

¿Qué diría ahora? ¿Estallaría contra él, o adoptaría una actitud conciliadora? Sabía cuan arraigadas estaban las convicciones de su marido. La condesa acariciaba la idea de capitular. En cualquier caso, Roger sería la encarnación misma de la calma, seguro. Roger nunca meditaba un problema tantísimo tiempo sin llegar a una decisión inconmovible. «Oye, no saltes —se aconsejó Caroline a sí misma—. No permitas que te haga estallar de cólera.»

—Creo que nos conviene realizar una tentativa —dijo él—, teniendo bien presente que una sola chispa mal dirigida puede hacer volar esta casa. Esto es grave, Caroline, terriblemente, terriblemente grave. Es lo peor que nos ha ocurrido en nuestros veinticinco años.

Caroline se estiró pausadamente en el canapé. Llevaba el cabello suelto, como para acostarse, y no se había maquillado. Durante la semana transcurrida, las líneas de los años se habían profundizado. Y no obstante, seguía poseyendo una hermosura subyugadora.

—Me humillaste —continuó Roger—. Me dejaste como un perfecto idiota, no sólo a los ojos del brigadier y de Herd, sino también a los tuyos propios.

—¿Eso es lo que te molesta, que te hiciera quedar como un tonto?

—Y en verdad que es parte de lo que me molesta. Pero lo que me ofendió de veras fue que tú y Jeremy hubieseis conspirado a mis espaldas.

—¿Conspirar? ¿Qué conspiración? El chico me escribió, hace muchísimos meses, que se había enamorado locamente, y me suplicaba que no se lo dijera a su padre. Le contesté que se lo había de contar él, precisamente; pero tuvo miedo. «Padre no lo comprendería —contestó—, padre no lo comprendería.» En dos lustros no se ha pronunciado ni escrito otra frase que se quedara más corta que ésta. Padre no le ha comprendido nunca jamás, desde el primer día de su vida. Padre ha cursado la carrera del no comprender.

—¿Has terminado?

—¡Apostar espías de la empresa en el dormitorio de tu hijo, Roger! ¿Por qué no le hiciste fotografiar cuando poseía a su amada, también?

Roger levantó la mano para imponerle silencio.

—Pasaré por alto las insinuaciones que has introducido en tus comentarios.

—Nada de insinuaciones —le disparó ella—. Son acusaciones. Detectives de dormitorio que llevan la cuenta de sábanas y toallas. Es lo más despreciable y repugnante que he oído en mi vida.

—Jeremy Hubble no es hijo de un tendero. Nada del mundo puede cambiar el hecho de que será el duodécimo conde de Foyle. Es el heredero lógico y legítimo de tierras y fábricas valoradas en decenas de millones. No sólo tengo el derecho, sino también el deber de proteger los intereses de esta familia… incluido tu padre.

—Quizá si hubieses sabido presentarte ante el muchacho con cierto aire de amigo, hubiera acudido a ti, cuando se encontró en apuros.

Roger soltó una carcajada sarcástica.

—Da gusto ver cómo combinas y retuerces lo sucedido para echarme la culpa a mí. Supongo que también es culpa mía ser su padre y que él naciera vizconde de Coleraine.

—¿Y qué tiene eso que ver con que un muchacho se enamore?

—Muchísimo, Caroline. Toda su vida, el muchacho ha tenido obligaciones que excluyen este tipo de estupideces románticas.

—Sí, pobre Jeremy, sin culpa alguna por su parte, ni por la nuestra, es el vizconde Coleraine. Y, ¡ay de mí! no es tan listo como su padre cuando era vizconde. Lord Roger no habría concebido más que un matrimonio conveniente, calculado hasta el grueso del filo de una navaja. Jeremy se limitó a salir a la calle y enamorarse como cualquier patán sin títulos. Bien, Roger, está enamorado y no pidió permiso a su padre. ¿Qué diablos haremos?

Roger dejó apagar las centellas que despedía su mujer y aguardó a que ésta se calmara.

—Yo diría que Jeremy no tiene ni la más ligera idea de si se ha enamorado de veras o si está ladrando a la luna como perro en celo.

—Lo cual no se aparta del todo de lo que solía hacer su madre —soltó Caroline—. ¿No es raro que mis retozos por los áticos de París te parecieran tan excitantes, pero el mismo hecho lo veas como cosa vulgar, cuando se trata de tu hijo? ¿O quizá te gustaría borrarme la lista también a mí?

—Deja de alterar las cosas, Caroline. La realidad del caso es que durante toda la vida las faldas de su madre le han librado de responsabilidades.

Marido y mujer se miraban de hito en hito; pero ambos comprendieron que cada uno enconaba la ir del otro con demasiada furia y en tal medida que escapaba a su control e iba llegando a un nivel en que podrían producirse daños permanentes.

Caroline se puso a deambular por la habitación, retorció las manos y las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Roger —suplicó en un susurro—, ¿qué quieres de ese chico? Jeremy es un joven franco, sencillo, y sus amigos le adoran. No tiene un átomo de maldad en todo el cuerpo. Tú te lo has enajenado porque quisiste que fuese una cosa que no es. Jeremy no es un tiburón emprendedor como Freddie, ni un ulsteriano pacato, ni un pretendiente a tronos antiguos. No es como su hermano Christopher, ataviado y dispuesto para asumir las glorias de la familia. En nombre de Dios, ¿cómo no puedes aceptarlo tal como es y amarle?

Roger estaba contemplando desde la ventana la gran extensión verde de abajo; luego se volvió lentamente.

—Yo te diré qué es Jeremy —replicó con acento triste—. Es la pesadilla que aflige desde siempre a la familia Hubble.

—Muy bien, tú lo has dicho —le atajó Caroline—. Jeremy y Arthur, tu padre, son una misma y sola persona. El querido y bueno y tartamudo de Arthur, viviendo de la pensión, aterrorizado por los tambores, pero desfilando; aterrorizado de la vida. Caso resuelto: Arthur es Jeremy, y Jeremy es Arthur.

Roger se desplomó y se cogió la cabeza un momento.

—He luchado contra la realidad —exclamó—, pero sería inútil prolongar el combate. ¿Sabes qué significa rendirse en la lucha por tu propio hijo? —gimió—. Se que destruiría en un par de lustros lo que hemos edificado durante generaciones; lo sé perfectamente. De manera que quedará bajo la tutela de Christopher… tal como mi padre estuvo bajo la mía.

—Disponlo de modo que pueda vivir en paz —suplicó la madre—. Él sabe desde siempre que Christopher llevará el timón. Y lo acepta gustoso, sin rencor.

—¡Oh, Señor, ojalá fuese tan sencillo! —contestó Roger—. ¿Qué diabólico capricho del hado hizo que Christopher fuese el menor? Ninguna disposición puede impedir que Jeremy sea en su día conde de Foyle. Comprende claramente este hecho, Caroline. Yo y solamente yo soy el responsable de la continuación de nuestra estirpe. No permitiré que una gorrona que lleva en el vientre el bastardo de alguien se convierta en la condesa de Foyle, ni consentiré que ese…, ese bastardo…, sea nuestro futuro conde.

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