Trinidad (18 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Empezando con un capital de unos pocos millares de liras, Weed compró un pequeño lote de ocho acres en la recién adaptada Crown Island. Y se lanzó al ataque con la misma furia que había caracterizado sus días de gloria como uno de los grandes del rugby.

La primera audacia de Frederick Weed consistió en duplicar la longitud del barco de vapor y de vela que navegaba por el océano sin ensanchar la manga. Al principio, la gente se mofaba de aquellas largas y estrechas agujas suyas llamándolas los ataúdes de Weed. Pero después nunca más se burlaron de él. Añadiendo el detalle de una superestructura de hierro encima de la cubierta y un diseño único de casco por debajo de la línea de flotación, los barcos no sólo tenían más estabilidad, sino que se los ponía a flote más pronto.

A medida que llegaban enormes cantidades de pedidos, Crown Island continuaba saneando tierras, doblando y triplicando su extensión. Weed transformaba barcos de hierro en barcos de acero con éxitos espectaculares. Su genio en las aleaciones de acero y los prefabricados le situaban en un puesto elevado entre los grandes. Hacia 1878, año en que fue nombrado caballero, había fundado ya su propia instalación para motores marinos, así como la fundición de acero, y había pasado a ser el patrón de la provincia del Ulster con mayor número de empleados. Saqueaba sistemáticamente el Clyde de sus mejores talentos en ingeniería y construcción en todos los niveles. El ocaso de Liverpool como centro constructor de buques se reflejaba prestamente en el crecimiento de Belfast. El núcleo fundamental y el grupo medio de su ejército de trabajadores se había incrustado fuertemente en East Belfast, al que la gente se refería a menudo llamándolo «la segunda plantación del Ulster».

La última escala en la gira de inspección tenía lugar en la sección de investigaciones y diseños. Después de una rápida caminata entre sus arquitectos, científicos y delineantes, se quedaba a solas con el jefe de todos ellos, Walter Littlejohn, distinguido metalúrgico.

Apenas se había hecho mella en el problema más considerable con que se enfrentaban los constructores de barcos. La parte más cara y que consumía más tiempo en el proceso de los barcos metálicos había resultado ser la fundición y el remachado a mano de cada plancha. Durante casi tres años, a Walter Littlejohn y algunos subordinados suyos les había devorado la obsesión, que les contagió sir Frederick, de encontrar un método de soldar barcos sin remaches.

El experimento más reciente de la serie había terminado unos días antes, engrosando la colección incesante de fracasos. Se habían puesto a prueba más de sesenta aleaciones, en un esfuerzo por encontrar un acero más resistente. Laminaron la mejor aleación imaginada y la soldaron formando el casco de un barco experimental de cien toneladas, que remolcaron hasta la isla de Rathlin donde el canal del Norte corre comprimido entre Irlanda y Escocia. Allí dejaron anclado el casco, en una caverna abierta, y durante un par de meses, cargados de ansiedad, resistió un espantoso embate continuo. Después se hizo pedazos, lo mismo que había ocurrido con los otros.

Sir Frederick repasó aceleradamente el informe de Littlejohn. Con los ojos humedecidos, lo limpió de las cenizas del cigarro que habían caído sobre él.

—Maldita sea, Littlejohn, habría jurado que esta vez lo teníamos ya.

Walter Littlejohn estaba cansado y desalentado. Parecía más pálido que de costumbre. Sus delgados labios se perdían bajo un mostacho caído. A la inquisitiva mirada de Weed, respondió con un levantamiento de hombros.

—La misma historia de siempre, sir Frederick. Sin remaches, el acero resultó demasiado quebradizo; tenia un punto de flexión demasiado bajo y, sencillamente, no estamos lo bastante adelantados en técnica de soldadura.

—Con el nuevo soplete, pensaba que lo había logrado.

—Las propiedades del acetileno dependen todavía de demasiadas circunstancias. Quizá si pudiéramos encontrar un soplete más perfeccionado…

—Quizá, quizá, quizá —repitió sir Frederick—, quizá si el perro no se hubiera parado a mear, quizá habría cogido al conejo.

Littlejohn se quedó mudo un instante, mientras Weed volvía a ojear el informe.

—Creo que deberíamos poner un porcentaje más alto de níquel y manganeso. ¿Qué dice usted?

Littlejohn se quitó las gafas, se frotó los ojos con las palmas de las manos, dejando que la mente se le quedara intencionadamente vacía.

—Bueno, ¿qué? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

El científico levantó los brazos al cielo. La réplica, esta vez, consistió en un puñetazo a la mesa.

—Yo sé, ¡por Cristo!, que hay una manera de conseguirlo, y no aguanto ya más esa maldita frustración.

—La prisa —respondió Littlejohn— es la enemiga de las investigaciones.

—¡Oh, Jesús, Littlejohn! Estamos en 1885. Por todos los puntos cardinales del Clyde se ha olido lo que nos proponemos. Algún canalla será capaz de ganarnos la partida.

Littlejohn se rascó la cabeza, desconcertado.

—El campo de las aleaciones de acero es aún un terreno virgen —repitió por enésima vez al toro inquieto que embestía contra su capa—. A menos que alguien derrame por casualidad las cantidades precisas de las botellas adecuadas y halle la fórmula milagrosa, han de pasar diez años todavía antes de que se consiga la dureza máxima del acero. Y en el caso de que la encontremos, todavía faltarán más años para dar con el diseño preciso del casco y los métodos de fusión.

Weed blandió el índice bajo la nariz del empleado.

—Si algún canalla la encuentra antes que nosotros, me muero. Quiero ese cochino barco más que nada en la vida.

—Continuaremos haciendo todo lo que podamos —murmuró Littlejohn.

La berlina, que le había esperado delante del departamento de investigaciones, condujo a sir Frederick al edificio de la administración general, donde le esperaba una ronda final de trabajo.

El último periódico que Kendrick le había dejado sobre la mesa renovó su furor. Un comité especial de la Cámara de los Comunes había terminado un estudio sobre el problema, cada día más apremiante, de los desperdicios industriales en los centros manufactureros y mineros del Reino Unido. Y llegaron a la conclusión de que Belfast era lo peor de las islas británicas, y que ahí el aire había alcanzado niveles de contaminación realmente exagerados que ponía a las personas en peligro de contraer enfermedades respiratorias. Más todavía, los desperdicios industriales arrojados al estrecho de Belfast (particularmente los procedentes de la fundición de acero de Weed) estaban corrompiendo el agua. El procurador de sir Frederick deseaba poder agregar los comentarios de éste a la opinión de la minoría.

Sir Frederick cogió la pluma de un zarpazo y garabateó sobre la cubierta: «ESTIERCOL.» Kendrick entró con la bandeja del té, y mientras limpiaba de papeles la mesa de sir Frederick fijó una silenciosa mirada en el informe de la comisión.

—Devuélvelo, nada más —ordenó Weed.

—¿Sin comentario, sir Frederick?

—Oh, bah, quita eso de ahí. Es una estupidez como aquella que otro comité quiso perpetrar, hará unos veinte años, con las fábricas de lienzos. Se trata de una despectiva fanfarronada de los liberales para poner trabas al progreso, combinada con una antiquísima conspiración por cercenar la vida de Belfast. Si quieren limpiar porquería, que se entretengan con la que tienen las ciudades del Midland. El progreso de Belfast no se dejará atajar ni desviar por trapacerías políticas, etcétera, etcétera, etcétera —sir Frederick se acercó a la ventana. El sudario de humo no dejaba ver la ciudad—. ¡Contaminar el aire y el agua, nada menos! ¿Qué quieren que haga la gente de aquí? ¿Morirse de hambre?

La sirena de las seis acuchilló el aire. La empresa escupió sus millares de trabajadores. Legiones de hombres sucios, con gorras de paño, desfilaban en desordenada manifestación camino de aquellos melancólicos cuarteles de ladrillo rojo. Sir Frederick saludaba con la cabeza, adoptando un aire protector, mientras aquel ejército suyo se quitaba la gorra, rindiéndole homenaje. Hacia la mitad del desfile se volvió a su mesa de trabajo.

—¿A qué hora llega el tren del brigadier Swan?

—A las siete y media —respondió Kendrick.

—Bien. Manda un carruaje a buscarle. Le veré en el hotel.

—Muy bien, señor —respondió Kendrick. Y salió.

Mientras sorbía una gran taza de té reforzado con brandy, sir Frederick fue poniendo coto a las llamas de su mente febril, y después dejó que su pensamiento derivara hacia el más reciente empujón de su imperio.

Años atrás, cuando decidió abrir su propia fundición de acero, Weed compró cierto número de pequeñas minas de hierro en el Ulster central y septentrional. Así empezaron sus relaciones con los ferrocarriles de vía estrecha. El hechizo de los trenes condujo a la anchura normal, y esto, a su vez, al diseño y la construcción de un prototipo de locomotora denominada «Red Hand Express», que se hizo famosa.

Sir Frederick miraba inquieto más allá de los puntos terminales de su Belfast Portrush Line hasta que se le metió en la cabeza la obsesión de ser el dueño del primer ferrocarril trans-Ulster. De Belfast a Sligo. A continuación… ¿quién sabía?

Weed confió a su poderoso brazo derecho, el brigadier Maxwell Swan, la misión de tantear el terreno. Arthur Hubble, conde de Foyle, controlaba una combinación de principios y terminales de líneas cortas allá en el Oeste. Se hizo un sondeo a Glendon Rankin, que dirigía los asuntos del conde. Su respuesta fue cálida, pero de las que no comprometen a nada. Después, Maxwell Swan fue enviado a Londres a negociar.

Sir Frederick dirigió una mirada al reloj. Swan estaría de regreso en Belfast dentro de poco. Y sintiéndose llevado por un súbito arrebato de regocijo, sir Frederick soltó la carcajada.

¡SIR FREDERICK WEED INVADE EL ULSTER OCCIDENTAL!

3

Mientras sir Frederick Weed llevaba adelante sus amoríos y sus aventurillas con los ferrocarriles, adquirió una flota de vagones particulares. Americanófilo declarado, sir Frederick adoraba desde hacía mucho tiempo los vagones «Palace» de George Pullman y la grandiosa obra de Webster Wagner. Así pues, envió a América a Manning Fix, quien había diseñado los lujosos camarotes de los vapores de Weed, encargado y autorizado para estudiar y copiar aquellos trabajos. Los vagones particulares de Weed se construían en sus propios talleres. Además del vagón de director general, tenía el suyo particular, de un lujo escandaloso, otro para transportar su equipo de rugby en la gira anual que solían hacer por los Midlands ingleses y tres vagones más pequeños. Con una locomotora «Red Hand Express» delante, el tren hacía las funciones de almirante terrestre del comandante en jefe.

El tren cruzó Templepatrick en dirección a Monkstown, donde el suelo, ondulante y eternamente verde, empezaba a nivelarse junto al mar y a poblarse de casas de campo y gente, indicando que habían llegado a los suburbios de Belfast.

En dicho tren viajaba un solo pasajero.

El hombre solitario encerrado en el esplendor de caoba pulida y cuero español del vagón del jefe de la Belfast Portrush, sir Frederick, era el brigadier Maxwell Swan, doctor en Derecho Civil, cruz al Mérito Distinguido, comandante de la Real Orden Victoriana, y otras hierbas. Lo que daba un aire tan destacado e incisivo a su figura, por todo lo demás absolutamente mediocre, era una cabeza calva, escrupulosamente afeitada, y portadora del par de ojos azules más penetrantes.

Swan, que era del Ulster, se había retirado del ejército después de un cuarto de siglo de servicios, a los cuarenta años y pico, y siendo una figura un tanto misteriosa que solía moverse por los remansos del Imperio para correr en un momento dado hacia posibles lugares de conflicto. Su misión había consistido en descubrir a tiempo las insurrecciones que se estaban incubando y cortarlas de raíz. Moviéndose silenciosamente, en secreto, había maniobrado tras el telón del motín de la India, las guerras maoríes de Nueva Zelanda, en Pekín, y en los territorios africanos para acabar con los achanti.

Los últimos años de servicio a la Corona los pasó Swan en el Castillo de Dublín, demostrando ser un maestro en la utilización de los confidentes para penetrar en las sociedades secretas y rebeldes. Visto el panorama, daba unos contragolpes despiadados, limpios, definitivos. No es extraño que, una vez retirado, sir Frederick echara mano de él y lo pusiera al frente de las cuestiones laborales.

Un principio divino vigente en el Ulster era el de mantener a su clase obrera con diez años de retraso respecto a la isla madre. Swan entabló una guerra a muerte contra los buscadores de votos tradeunionistas y otros agitadores, levantando un aparato de espionaje omnipresente del que nadie podía librarse.

Además, en Belfast la tarea resultaba más simple. La masa obrera vivía amontonada en East Belfast y en el Shankill, llevando una existencia tribal casi totalmente ritualizada por la Orden de Orange y la Reforma. Pocos hombres podían hacer frente a las iras de un gran maestre de Orange, del pastor y de sus vecinos, negándose a tomar parte.

Utilizando la Orden de Orange como base, el gran maestre estaba investido de poderes especiales para contratar y despedir, como lo estaban también muchos predicadores. Swan fue quien alentó a sir Frederick a constituirse en protector de los orangistas e incluso a ingresar en la Orden previa formación de una Logia de caballeros.

Mientras la Orden llevaba a cabo una severa misión de vigilancia, el clero inculcaba en las mentes el evangelio de que aquellos habitantes del Ulster eran unas personas especiales dotadas de las virtudes gemelas de la santidad y la laboriosidad, y habían sido elegidas para llevar a cabo la obra de Dios en Irlanda. Los padres legabán a los hijos los sombreros hongos de orangistas y compraban puestos de aprendiz en la empresa para asegurarse la continuidad de la familia. Poco pensamiento intelectual, pocas ideas liberales, poca curiosidad o alegría lograban abrirse paso y penetrar en los dos bastiones gemelos y amortajados, de East Belfast y del Shankill.

Cuando de las mencionadas áreas se elevaban vapores de tormenta, se utilizaba, invariablemente, una y mil veces, el mismo ardid, con éxito infalible: el miedo a los católicos, paganos enemigos de Dios, haraganes. Y este miedo se manejaba como la hoja de una navaja apretada contra sus muñecas. La fidelidad: fidelidad orangista, fidelidad protestante, fidelidad a la Corona, fidelidad antiunionista, es decir, antisindicalista, se premiaba con un empleo, del que dependía la existencia de cada uno. Desviarse de esta fidelidad total podía implicar que tal empleo fuera a parar a un católico.

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