Trinidad (19 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Swan enseñó a todo el Ulster cómo se aplica el principio cardinal de «divide y vencerás», manteniendo a las clases obreras católica y protestante separadas y en odio perpetuo. En esto era inflexible, y jamás se apartaba de la norma clásica. Unos generosos donativos para las causas adecuadas obraban efectos contundentes. Sus escuadras especiales para el mantenimiento de paz, formadas por antiguos boxeadores, maleantes, confidentes, detectives y espías no eran menos efectivas. La paz reinaba en los Weed Ship & Iron Works, y, comparado con los Midlands ingleses, Belfast llevaba años de retraso en la sindicalización de sus obreros.

Maxwell Swan ascendió a buena marcha, hasta convertirse en un instrumento que sir Frederick conservaba permanentemente a su diestra. Eterna eminencia gris, se encargaba de la negra tarea que permitía, por otra parte, que Frederick Murdoch Weed asumiera la imagen de un hombre vulgar y corriente, y caritativo.

La picada cala de Belfast aparecía a la vista en Newtownabbey. El tren abrazaba la línea costera hasta los suburbios del norte, disminuyendo la marcha al meterse por entre las edificaciones de la bahía, donde el aroma del tabaco, el café y el cáñamo flotaba en el aire, penetrante y confuso a la vez. Cuando el «Red Hand Express» entraba silbando en la estación término de York Road, Swan entrevió las chimeneas de los Ship & Iron Works por entre un conglomerado de canales, muelles, almacenes y fábricas.

Swan cerró el maletín, se abrochó el abrigo «Inverness» dotado de capucha y se encaminó sin pérdida de tiempo hacia un coche que le esperaba junto al andén.

El hotel Antrim era como una joya solitaria entre las tristes posadas de Belfast. Situado en la calle Victoria, a pocas manzanas de la plaza Donegall y la Linen Hall, la Lonja del lino, estaba emplazado en el centro del distrito cultural, oficial y comercial.

Sir Frederick había comprado el hotel como parte de las pertenencias en Belfast del ferrocarril Belfast & Portrush y lo había renovado dotándolo de unas comodidades y un lujo sin rival en toda Irlanda. Todo el piso cuarto lo había convertido en residencia propia para sus estancias en la ciudad y en una serie de habitaciones para albergar a dirigentes de empresas navieras y ferroviarias que estuvieran de visita, así como a dignatarios, aristócratas y nobles.

Su cuartel personal se componía de diez habitaciones decoradas con lo traído de un almacén de sobras de su residencia principal, Rathweed Hall, sita en los montes Hollywood.

Weed se tendió en la sala de estar, despachando un par de vasos de Bushmills mientras su ayudante recogía silenciosamente las esparcidas prendas (chaleco, corbata, sombrero, guantes, bastón) y las sustituía por un batín y unas zapatillas. Cuando se llenaba el tercer vaso, entró su hija Caroline, vestida y enjoyada.

¡Ah, Caroline! Caroline, su alegría; Caroline, su tormento. Caroline, único retoño del viudo Weed. A sus veintiocho años era una belleza espléndida; pero había sido una empresa monumental hacerla llegar hasta ahí.

Al morir su madre, diez años atrás, Caroline se marchó al continente, corriéndose una juerga que terminó en un matrimonio breve y desastroso. Perplejo en sus esfuerzos por domarla y fallido en los que hacía por casarla y que le diera herederos varones apropiados, sir Frederick acariciaba la idea de contraer él un segundo matrimonio. Pero en este asunto, no acababa de decidirse a cruzar el Rubicón; el cariño que tenía a su hija obraba como un contrapeso enorme.

Al pedir la anulación del matrimonio, Caroline retornó a Belfast y se moderó un poco, demostrando poseer rasgos buenos y un gran temple y que, después de todo, era muy posible que la hubieran vaciado en el molde Weed. Este quería depositar el futuro en manos de su hija y sus nietos. Caroline seguía siendo independiente y sibarita, pero al mismo tiempo iba desarrollando una mente fina y activa para los negocios, y siempre que se la veía mirando desde el balcón del Antrim aquellas cuatro altas chimeneas, quedaba muy poca duda sobre sus ambiciones particulares. Como Caroline ya tenía veintiocho años, sir Frederick se ponía nervioso por la cuestión esa de los herederos…, pero por este terreno había que pisar con mucho cuidado.

Padre e hija intercambiaban predilecciones. Esta noche había una compañía rusa de ballet, verdadero golpe de efecto para Belfast logrado en gran parte gracias al mecenazgo de Caroline. La mayoría de sus merodeos culturales dejaban a sir Frederick muerto de aburrimiento, a menos que implicasen cierta atención a su persona y le dieran oportunidad para emprender la conquista momentánea de una actriz o una cantante. Protegía la cultura porque Caroline adoraba el escenario y el escenario la había elevado a la condición de dictadora de sociedad y la había retenido en Belfast.

—¿Quién es el afortunado esta noche? —le preguntó.

—El marqués de Monaghan; padre, madre, dos hijas y ese hijo.

—¡Ah, ésos!

—¿Irás con nosotros, Freddie?

—Será mejor que me retire al viejo estudio —respondió Weed, guiñando el ojo—. Espero al brigadier, que regresa de Londonderry. ¿Te importa muchísimo?

—No, por supuesto —respondió ella, subiéndose un largo guante de ópera por el esbelto brazo y dándose un repaso final ante el espejo—. ¿Sabes algo de Max?

—No, y estoy tremendamente inquieto. Ha estado fuera casi toda la semana.

—Bien, la tardanza quizá sólo indique que ha tenido que participar en negociaciones muy tensas —comentó la hija.

—Eso espero, eso espero.

Sir Frederick se levantó de la silla pausadamente, gimoteando, pues el whisky había dado en el blanco y le coloreaba ligeramente la mejilla.

—Espérame, Freddie —pidió Caroline—. Unos veinte minutos después del telón final me dará una jaqueca. Me muero de ganas por saber qué ha ocurrido. Ah, de paso, mañana por la noche, recepción en Rathweed Hall. Hay en la compañía un par de damas a las que quizá te gustaría prestar un poco de atención antes de que se marchen a Dublín.

—¿Bailarinas? Bah, demasiado flacas, la mayoría.

Otro whisky mandó la cabeza de sir Frederick a hacerle reverencias al pecho, dentro de una sólida bañera de mármol, mientras el ayuda de cámara permanecía cerca, cuidando de que su amo no resbalara bajo la superficie. Unos golpes secos a la puerta del cuarto de baño se encargaron de que sir Frederick abriera súbitamente los ojos. Maxwell Swan entraba en el preciso instante en que sir Frederick se echaba agua fría al rostro para despejar los vapores alcohólicos.

El brigadier se sentó al lado de la bañera, levantó los pies, inclinando la silla para atrás, y bebió un sorbito de jerez.

—Bien, Max, ¿cuándo cortamos la cinta para Londonderry?

—Será mejor que bebamos un trago —respondió Swan. Una larga y comunicativa mirada de aquellos ojos dominantes le explicó toda la historia.

—¿Qué diablos salió mal?

—Casi todo.

—¡Maldita sea! ¡Por mil diablos, sácame de aquí! —rugió, luchando por salir del agua como ballena que sale a la superficie.

Envuelto en una gran toalla de baño, se dejó caer en el canapé y se inclinó adelante, clavando una mirada furiosa en su ayudante. Swan tanteaba en busca de un punto de partida.

—Nosotros habíamos estimado que Glendon Rankin llevaba el condado Hubble con un estilo perfectamente arcaico. Ambos sabíamos que lord Arthur apenas pone el pie en el Ulster y que Rankin era el único con quien tendríamos que negociar. Quiero decir que ambos creíamos que Rankin estaba investido de poderes y autoridad para cerrar trato con nosotros.

—Sí, sí.

—Sabíamos que lo más probable era que lord Arthur aceptara lo que le propusiera Rankin, y etcétera, etcétera.

—Sí, sí, sí.

—Pues bien, sir Frederick, ha entrado en juego un factor nuevo. Roger Hubble, el hijo de lord Arthur, se ha metido en el negocio hasta aquí —dijo, indicando el nivel de los ojos.

—¿El vizconde de Coleraine? Buen Dios, yo pensaba que estaba sirviendo al país en alguna parte… La India…, la China… en algún lugar.

—Al contrario. El joven Hubble dejó el ejército hace dos o tres años y se ha vuelto extraordinariamente activo. Me atrevo a decir que está a punto de nacerse dueño de todo, del burro y la albarda.

—¿Hubble? ¿Roger Hubble? ¿Un tipo así, un poquitín renacuajo, según recuerdo? Además, ¿no es demasiado joven?

—Evidentemente, usted no le ha visto desde hace algún tiempo.

Sir Frederick meditó unos momentos.

—Pues ahora que lo pienso, hará cinco o seis años. ¿Qué edad le supone ahora?

—Oh, alrededor de los treinta.

—Cerebro de coliflor. ¿Verdad que sí?

—Listo como Disraeli. Antes de que termine el año habrá enviado a Glendon Rankin a comer hierba de los prados.

—¡Dios mío, esto me interesa! —exclamó Weed—. Los Hubble han tenido a esa horrible familia Rankin gobernando el condado durante generaciones. ¡Señor!

—Ahí está el quid de la cuestión —respondió Swan—. Roger Hubble siente una pasión tremenda por transformarlo haciéndolo entrar en el nuevo orden de cosas y que deje de ser una tocata de pífano medieval. Se expresó sin rodeos y dijo que no puede continuar contando con las rentas de las tierras como fuente principal de ingresos. Y está emprendiendo rápidamente y a la callada una serie de cosas nuevas: telas, minerales, fábricas diversas. Al mismo tiempo me impresionaron las consolidaciones que ha realizado en el campo, dedicando enormes extensiones al lino y al ganado.

—¿Sabes, Max? —interpuso Weed—. Esta noche precisamente Caroline ha ido al ballet con el viejo Monaghan. Ese pedo viejo, arcaico y tartamudo está decidido a seguir pegado al último acre, aunque los tenga cargados de hipotecas hasta las nubes, hasta que esté completamente arruinado.

—Pues sí, el joven Hubble se huele el final de los patrimonios agrícolas, en efecto —corroboró Swan.

—Deduzco que negociaste directamente con él, ¿no?

—Los dos primeros días hicimos la pamplina de comunicarnos a través de Glendon Rankin. Roger Hubble sólo quería averiguar nuestros propósitos sin tener que hacer comentarios ni comprometerse a nada. Luego hablamos siempre él y yo, como si Glendon Rankin no perteneciera al mundo de los vivos.

Sir Frederick tentaba por debajo de la toalla para liberarse la mano y acercar una llama a la punta del cigarro.

—Has dicho que es listo.

—Bastante.

—Entonces, ¿por qué diablos se hace el remolón en lo de vender aquellos cochinos cabos sueltos de ferrocarril? No le rinden maldito el beneficio, y debe saber que realizaría unas ganancias considerables desprendiéndose de ellos.

—Recela muchísimo de los motivos de usted —respondió Swan.

La flecha dio en el blanco. Weed se puso el albornoz, refunfuñando todo el rato, anduvo hasta la puerta vidriera sumido en profundas meditaciones y clavó la mirada en la lujosa avenida.

—Maldita sea, Max, ansío ese ferrocarril trans-Ulster como no he ansiado nada en mi vida.

El brigadier permaneció pasivo ante aquella nueva variación sobre un viejo tema. Anteriormente, Weed había deseado construir un barco de doce mil toneladas como no hubiera deseado nada en su vida, y antes había ansiado construir un barco soldado directamente más que nada en la vida, y aún antes fue una locomotora capaz de correr a noventa kilómetros por hora…, más que nada en la vida. Sir Frederick volvió a internarse en la habitación.

—Vuelve a Londonderry y duplica la oferta. Si se niega, ¡habrá guerra!

—Será inútil, sir Frederick.

—Tonterías. Con suficiente dinero se consigue todo.

—Está influido por ciertas manías predominantes —explicó Swan—. Dice que no quiere que por el oeste crezcan
weeds
.

El insulto no podía dejar de levantar ampollas.
Weed
significa «mala hierba», y, claro,
weeds
es su plural, «malas hierbas».

—Yo… le… aplastaré… las… malditas… pelotas… que… tiene…

Maxwell Swan se rascó con el índice la parte posterior de la calva cabeza como si le hubiese picado un mosquito y aguardó a que su amo repitiera la amenaza de declaración de guerra y castración. Cuando los cuadros de la pared dejaron de oscilar, sir Frederick se dio cuenta de que Hubble le tenía acorralado. Con lo cual volvió, angustiado, a la realidad y buscó el consejo práctico de su ayudante.

—No veo otro camino que el de una alianza —decía Swan.

La faz de Weed perdió la acritud para asumir una sonrisa picarona.

—Comprendo —dijo, iluminándosele la mirada—. Primero damos entrada al joven Hubble en la empresa, y después —concluyó dedicándose un aplauso a sí misino— le echamos fuera otra vez.

Swan movía la cabeza negativamente.

—Es demasiado inteligente para jugarle esa treta. Si se asocia con él, hágase la idea de que será para siempre.

El metal de sir Frederick no tenía más que un solo aditamento: nuestro hombre estaba celoso de su independencia y quería procurarse todo el poder personal que pudiera reunir por sí mismo, sin intervención de nadie más. El brigadier lo sabía. Luego las anteriores sugerencias debía haberlas inspirado algún cálculo de otra naturaleza.

—Ya sabes que lo que estás diciendo choca con mi modo de ser, Max.

—Sí, me doy cuenta —respondió Swan—. Yo no quise cortar las negociaciones de una manera definitiva. A Hubble le intriga y le excita el interés de usted. He dejado una puerta abierta. Dentro de poco, Roger Hubble irá a Daars a ver a lord Arthur. Quizá convendría que usted le invitara a detenerse en Belfast, de paso.

Sir Frederick había aprendido mucho tiempo atrás a descubrir aquel brillo especialísimo en los ojos de Maxwell Swan.

—¿Qué pasa por esa maquiavélica cabeza tuya, Swan?

Las facciones del brigadier dibujaron lo que podía interpretarse razonablemente como una sonrisa.

—Pasan Caroline y Roger Hubble —respondió.

4

¡Qué memorable día aquel en que el mayor Hamilton Walby fue, en persona, al cruce de caminos a hablar con los labradores irlandeses! Señalaba la primera vez, en seiscientos años de ocupación y gobierno británicos, que los vecinos de Ballyutogue iban a estar democráticamente reunidos con los ocupantes.

Era, además, el día que yo cumplía doce años, lo cual significaba que tendría los mismos años que Conor; durante unos meses al menos, hasta que él cumpliera trece.

El árbol de los ahorcados era, realmente, lugar apropiado para el gran acontecimiento. Nadie sabe el numero exacto de los que habían pendido de sus ramas, pero sin duda fueron varios centenares, si no millares, y allí continuaba como recuerdo permanente de la presencia de la Corona, así como de los siglos de opresión que sufríamos.

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