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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (50 page)

BOOK: Trinidad
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—¡Oh, Santa María, sálvanos! —gritó Finola.

—Silencio, madre —ordenó Conor. Y se inclinó sobre la mesa hasta quedar mirando de hito en hito a su padre—. Papá, te ruego que pidas a Liam que se quede.

Tomas sorbió el té.

—Yo soy maestro herrero y no me encargaré de las tierras —prosiguió Conor—. ¡Dile ahora a Liam que quieres que se encargue él!

Tomas volvió a beber un sorbo, pausadamente, y dejó la taza con gesto mesurado. Sus ojos iban de un hijo a otro.

—No vais a tomar vosotros decisiones que me corresponden a mí —concluyó.

—¡Y tú no vas a tomar decisiones que debo tomar yo! —gritó Conor.

—Lo que pasa es que te entristece ver marchar a tu hermano. Esto es parte de nuestras vidas; y ninguno de nosotros se habituará a ello por muchísimas veces que ocurra. ¡Cuántas noches me he pasado despierto y llorando por no poder teneros a los dos aquí! Pero en Irlanda no se puede, ni se podrá mientras seamos arrendatarios de nuestro propio suelo.

—Sé razonable, Tomas —imploró Finola—. En tus manos está ser razonable. Si quieres a los dos hijos aquí, puedes tenerlos. Sé razonable, Tomas…

—¡Razonable! ¿Quién no es razonable aquí? ¡Mira, cómo le robas el aire y le escondes la luz a Dary!

—¡Dary no tiene nada que ver con esto! —gritó Conor.

Tomas se había puesto en pie y blandía el puño contra su esposa.

—Dary es delicado porque tú quieres que lo sea. ¡Cállate, mujer, o vete! ¡Esto va entre mis hijos y yo!

La mujer se retiró a un rincón, sollozando. Tomas exhaló un suspiro, fue hasta Liam y le dio unas palmaditas en el hombro.

—Ya ves cómo se vivirá aquí, chico. Yo sufriré por ti.

Liam soltó un chillido y aporreó la mesa.

—¿Por mí sufrirás? ¡Eso es mentira, papá! ¡Tú amas a Conor! Por eso yo me voy al lugar más apartado de la tierra… ¡porque tú sólo amas a Conor! ¡Embustero! ¡Embustero! —se cogió a la escalera y subió furiosamente los travesaños hasta esconderse en el desván. Conor quiso seguirle.

—¡Déjale! —ordenó Tomas.

Conor se detuvo, luego bajó de la escala poco a poco y se acercó a su padre. Los ojos se le subían al desván, oyendo los angustiados sollozos de su hermano, que descendían hasta ellos. Arriba, grandes bocados de lágrimas bajaban a llenar la boca de Liam, para luego correrle por la barbilla. Conor se irguió delante de su padre.

—¡No quiero tus cochinas tierras! —le gritó.

Tomas levantó los brazos hacia él; pero Conor se apartó.

—Lo hice por ti, Conor —suplicaba el padre—. Te quedarás, muchacho, te quedarás… Diablo conocido es mucho mejor que diablo por conocer.

—¿Qué me dices del diablo que Liam no conoce?

—Es una carga que le corresponde a él. Y lo sabe. Ah, Conor, muchacho, el Larkin eres tú. Tú eres el Larkin de gran estatura a los ojos de todo el mundo.

—¡No, papá! —escupió Conor—. Tú has creado un Conor que no ha existido nunca. ¡Yo no quiero ser ese Conor tuyo! ¡Yo soy yo, maldita sea, soy yo! No soy Kilty, ni Tomas… ¡Soy yo, y he de vivir mi vida!

—Oh, escucha, muchacho, lo hice todo por amor a ti.

Ahora los sollozos de Liam descendían sofocados, débiles, mientras los dedos cogían y soltaban puñados de heno, y los dos gigantes que habían proyectado tan poderosas sombras sobre su vida escupían veneno uno sobre el otro.

Aquella misma noche, Conor abandonó la casita, y al llegar al cruce de caminos no volvió la cabeza para mirar atrás, un solo momento se detuvo delante de la fragua del señor Lambe, luchando por gobernar la atormentada mente.

—¡Conor! —gritaba la voz del pequeño Dary a través de la oscuridad—. ¡Conor!

Conor emprendió la marcha prestamente y siguió camino abajo.

—¡Conor! —suplicaba repetidamente la voz.

Conor se detuvo a escuchar, mientras los piececitos corrían furiosamente hacia él, y, un instante después, los brazos del pequeño le agarraban las rodillas con gesto desesperado. Conor lo levantó en vilo, como había hecho millares de veces, y lo escondió entre sus poderosos brazos; luego volvió a dejarlo en el suelo cuidadosamente y movió la cabeza para indicarle que era incapaz de pronunciar ni una sola palabra. Dary hizo un signo afirmativo, expresando que le entendía, y Conor siguió su camino.

Dary entró en la casita. La expresión de su rostro reveló a Finola y Tomas todo lo sucedido.

—Será mejor que pidas a Liam que no se marche —dijo Finola.

Tomas movió la cabeza.

—Sería una gran injusticia para Liam —replicó—. Él sabe que tiene que irse. Lo ha sabido siempre. No puedo pedirle que se quede porque… cuando Conor vuelva… todo ha de estar preparado… cuando Conor vuelva…

Cuarta Parte

BOGSIDE

1

—¿Quién hay ahí? —gritó Kevin O'Garvey desde la ventana del segundo piso.

—Conor, Conor Larkin.

Al cabo de un instante, Kevin abría la puerta de su bonita casa de Creggan Road, en Derry, y acercó la linterna al rostro del visitante.

—¿Eres tú mismo, de veras? Son las tres de la madrugada, Conor Larkin, y pareces la ira de Dios.

Una ruina de ojos enrojecidos y poblada barba siguió a Kevin hasta el recibidor, donde se derrumbó, inclinó la cabeza, dejó caer los brazos entre las piernas y fijó una mirada neblinosa en la alfombra. Teresa O'Garvey vino unos instantes después en pos de su marido, abrochándose la bata. Después de mirar a Conor, dijo:

—Tráelo a la cocina.

En la cocina de los O'Garvey la gran olla del estofado estaba siempre caliente, porque no podían saber de antemano quién vendría, ni cuándo. Teresa llenó una escudilla, cortó media hogaza de pan y ordenó:

—Echate esto entre pecho y espalda.

El calorcillo del alimento bajaba deliciosamente por el conducto digestivo. Conor tosía y sorbía, tembloroso de hambre, murmurando que no había comido nada en tres, o quizá cuatro, o cinco días. Había andado errante, sin rumbo, durmiendo en los campos. Después de tres escudillas, el alimento empezó a obrar efecto. Ante la mesa de la cocina, Conor fue explicando su aventura a trancas y barrancas. Kevin miró a su esposa con una mirada que equivalía a pedirle que los dejara solos.

—¡Dios misericordioso! —exclamó la mujer, saliendo de la cocina.

Kevin iba y venía, preparando el té.

—Había de ocurrir forzosamente —dijo—. Habéis pasado años y años portándoos de una manera brutal el uno con el otro.

—Yo me decía continuamente que, más pronto o más tarde, padre tendría que ver las cosas tal como son. Me decía que cambiaría de idea y nos sentaríamos a discutir el caso, y le pediría a Liam que se quedara. Ahora, mientras andaba por los campos, quise volver allá un millar de veces para suplicarle; pero habría sido perfectamente inútil. He conseguido respuestas mejores de una muralla. ¿Querría hablarle usted?

O'Garvey se quitó los gruesos lentes, se frotó los ojos y luego se azucaró el té.

—Y tiene que hablarle antes de que el barco de Liam zarpe, ¿no es verdad?

—No lo sé —respondió Kevin, pensativo—. ¿Crees que lejos de Ballyutogue te desenvolverías mejor?

Conor movió la cabeza, asintiendo, medio avergonzado de creerlo así, realmente.

—Para Liam, volver a casa podría ser una magnífica solución; pero no lo sería para el Conor Larkin que yo conozco. La incógnita nunca ha sido si te marcharías de aquí o no, sino cuándo.

—Eso es lo peor del caso —admitió Conor—. Tiene razón. Sé que no puedo volver a casa.

—No, no puedes. Y Liam emigra dentro de pocos días. ¿Seguirás sus pasos?

—Nadie me sacará de Irlanda —respondió Conor.

—Oye, chico, ahora estás rendido. No pensemos más en ello esta noche. Ya sabes dónde está la habitación de encima del establo.

—Sí.

—Quiero que no te precipites. Yo me iré a Londres para asistir a una sesión de los Comunes. Quédate aquí y deja que se te despeje la cabeza, al menos hasta que yo regrese. ¿Me lo prometes?

Conor lo prometió, y mientras hablaba, el agotamiento se apoderó de su ser de tal modo que al caminar hacia el establo, daba traspiés. Cogió la linterna, subió la escala y murmuró:

—Gracias.

—De nada —respondió Kevin.

—He causado una herida a mi padre. Una herida terrible.

Teresa le estuvo observando desde la ventana del dormitorio, hasta que la luz del establo se apagó.

—Pobre muchacho —dijo.

Kevin iba y venía junto a los pies de la cama.

—A estas horas, ya debería haberme habituado a verles partir. ¡Qué aborto de pueblos somos que todos los años enviamos lejos de aquí a millares de chicas y muchachos como él, dejando aquí a los débiles, despilfarrando nuestra riqueza! ¿Cuántos más podemos perder todavía, sin quedar arruinados?

—Estás despotricando, hombre —le reprendió Teresa—. A los Larkin siempre los has tenido demasiado dentro del corazón.

—Sí, pero el secreto de la cuestión es éste, Teresa. Con Parnell… —se interrumpió, porque el recuerdo de este nombre le había quebrado la voz—. Con Parnell solíamos comentarlo horas y horas. Y no puedes por menos de volver a recordarlo todo, cuando piensas que vas a perder un muchacho como Conor.

—Quizá encontremos la manera de retenerle aquí.

—Hemos de encontrarla. No podemos seguir renunciando. Conor puede representar el límite. Él no se dejará vencer fácilmente.

—Ven, acuéstate ya.

Kevin se envolvió con la manta, pero continuó con la vista fija en el techo. Teresa alargo el brazo, le quitó las gafas y las dejó sobre el mármol de la mesita de noche.

—Ojalá viviera Parnell. Entonces, siempre había una esperanza…

Liam salía de la Oficina de la Junta del Puerto. Conor le esperaba en la esquina. Cogió la maltratada maleta de mimbre de su hermano y dieron unos pasos en silencio.

—¿Tienes todos los documentos en regla?

—Echemos un vistazo —Conor abrió aquel sobre tan grande, lleno de documentos cubiertos de sellos, timbres y cintas—. ¡No te digo! —exclamó—. Rabat, Túnez, Alejandría, canal de Suez, Aden, Bombay, Ceilán, Yakarta, Perth, Melbourne y Wellington.

—La mayoría de esos nombres no los había oído nunca —dijo Liam—. Tú, sí. ¿Verdad que sí, Conor?

—Sí, bueno, es un decir. Seamus y yo hablábamos de ellos, y leímos unos cuantos libros sobre esta cuestión. Oh, son lugares exóticos… ¡Y pensar que tú pisarás su suelo y sentirás su contacto y olerás sus aromas! ¡Hermano, estás emprendiendo una aventura fantástica!

—¿Qué sabes de Nueva Zelanda? —preguntó Liam con voz temblorosa.

—Nunca pasamos más allá de Australia. No obstante, ahora he visitado la biblioteca de aquí. La verdad es que no había gran cosa sobre Nueva Zelanda. Por lo que he podido deducir es una tierra preciosa. ¡Y el viaje! ¡Eres un hombre afortunado, Liam!

Doblaron la esquina para internarse por el muelle Princess. Y se detuvieron en seco a la vista de un viejo y herrumbroso vapor volandero, el SS Nova Scotia. A Liam le dio una náusea, se llevó la mano al estómago, se cubrió de sudor, cerró los ojos, volvió la espalda y se apoyó contra la pared.

Su hermano le daba unas palmadas de aliento, aunque sin aliento. Conor esperaba desesperadamente, contra toda esperanza, que Tomas aparecería de pronto, corriendo por el muelle y llamándoles.

¡Oh, Dios mío, papá! ¡Por favor…!

—¡Tengo tanto miedo! —gimió Liam con voz ronca.

—Porque es una cosa nueva y desconocida para ti. A los diez minutos de travesía volverás a ser tú mismo, y cuando lleves dos meses en el barco estarás tan dispuesto a conquistar Nueva Zelanda que no habría manera de hacerte regresar. —Liam dio media vuelta y se arrojó en brazos de Conor por primera vez en su vida, temblando de pies a cabeza y entre sollozos incontenibles—. Domínate —le requirió el hermano—. No eres el primer muchacho irlandés que pisa esa pasarela.

Y le zarandeaba con fuerza, luego dulcemente… con fuerza, dulcemente. Liam se soltó y fijó la mirada en el barco, tambaleándose. Se humedeció los labios, inspiró con dificultad e inició su marcha hacia el exilio… Andaba por el muelle como flotando… Enseñó los documentos y le hicieron pasar. Kevin y Teresa estaban allí, como habían estado durante muchos años, junto a unos fatigados barcos amarrados al muelle. Teresa había llenado un cesto de víveres salados y desecados, para completar la ración del barco… Había llenado un cesto una vez más… Las frases de despedida fueron tan penosas como de costumbre.

—No estoy enfadado con papá, ni lo estoy contigo —dijo Liam.

—Que Dios te guarde, Liam —respondió Conor.

—Y que el mismo Dios cuide de ti. Creo haber llegado a comprender que es posible que lo necesites más que yo —replicó Liam.

Cuando Kevin se marchó a Westminster, Conor empezó a buscar trabajo.

—¿Tu nombre?

—Conor Larkin.

—Te pondré en la lista de aspirantes.

Fue al astillero, al despalmadero, a los carreteros; luego recorrió los muelles desde Bucrana Road a Letterkenny Road, el taller ferroviario en Waterside, sobre el puente, y se paró en todos los establos y talleres que tuvieran fragua.

—¿Tu nombre?

—Larkin.

—Lo siento. El puesto ha quedado cubierto.

—Oiga, veo con mis propios ojos que en este taller falta un hombre.

—Lo siento, el puesto ha quedado cubierto.

Convencido de que su pericia de maestro en el oficio se pondría en evidencia en cualquier sitio donde encontrara trabajo, Conor se ofrecía a empezar como aprendiz. Pero le advirtieron que los puestos de aprendiz se compraban, y a muy alto precio; aunque, además, no había ninguno disponible.

En menos de quince días, el sistema de Derry se había puesto de manifiesto con toda su horrible fealdad. La empresa que daba trabajo a mayor número de herreros y metalúrgicos era el Muelle de Despalmado de Buques y Trenes. Era una empresa que se llevaba automáticamente todos los encargos del Ayuntamiento y la mayoría de los privados sin que nadie osara competir con ella. Las forjas de menos importancia tenían que contentarse con los huesos que les echaba la grande, siempre que hiciesen lo que se les ordenaba. Además, empezando por el Muelle de Despalmado y bajando hasta su satélite más insignificante, todos los talleres eran propiedad de protestantes y estaban gobernados por protestantes. Las únicas herrerías católicas que había, se encontraban en barrios católicos; eran talleres raquíticos que apenas lograban subsistir y nunca recibían encargos de Buques y Trenes. La única firma católica de cierta consideración, una fábrica de cerveza que tenía fragua para sus caballos y carruajes, salvaba a los herreros católicos de hundirse definitivamente.

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