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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (51 page)

BOOK: Trinidad
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Si un hombre llevaba un apellido católico, quedaba eliminado automáticamente de los trabajos importantes. Si se veía a las claras que el apellido no era católico, se procedía inmediatamente a comprobar su credo religioso, viendo qué templos frecuentaba, o a qué colegio había asistido, o si estaba afiliado a la Orden de Orange. La perduración del sistema de Derry quedaba asegurada mediante la venta de los empleos de aprendiz, pues pocas familias católicas podían pagar el precio, y si alguna podía, le decían que el puesto ya estaba cubierto.

Después de agotar todas las posibilidades en su oficio, Conor se puso a buscar trabajo de otra clase. Derry tenía un notable complejo de hilanderías, fábricas de tejidos y talleres de confección de camisas, pero en ellos casi sólo trabajaban mujeres y niños.

La línea del fondo del sistema de Derry aparecía inconfundiblemente clara. El único trabajo que quedaba para los católicos era el de peón. Para los oficios de la construcción había largas listas de peticionarios. Los hombres católicos que tenían empleo debían enviar, a pesar de todo, al resto de la familia (esposa e hijos) a las hilanderías y las fábricas para poder subsistir.

Quedaban los empleos de portero, basurero, limpiador de cloacas, criado, enfermero de asilos y de manicomio. El cuarenta por ciento de los hombres católicos estaba sin trabajo. El cincuenta por ciento se lanzaba a la caza de cualquier empleo que se ofreciese. Se hallaban trabajos temporeros en los corrales de ganado del muelle y como peón del ferrocarril; pero Conor se negaba a competir con hombres que tenían familias que alimentar.

He ahí el sistema de Derry, concebido por Roger Hubble. Mano de obra de mujeres y niños, muy barata, y una buena reserva de parados, a fin de que sus productos salieran más baratos que los ingleses y pudieran competir con ellos. Siempre que el Ulster continuase bajo el dominio de la Corona y se beneficiara de concesiones comerciales especiales, su industria iría floreciendo, beneficiándose de esta ganga. Y aunque la emigración sangrase notablemente la reserva de mano de obra, el obispo Nugent y los dictados de su Iglesia conseguían que la región siguiera teniendo el índice de natalidad más elevado de Europa. El hedor del sistema de Derry originó en breve el estancamiento humano del Bogside, cuyos habitantes o se sumían en una especie de letargo, o habían de sufrir los dolores de la emigración.

Terminando cada día exactamente igual que el anterior, Conor regresaba a su habitación de encima del establo con paso más y más cansino. Buscaba el alivio de la biblioteca, pero no lograba concentrarse en la lectura, y su frecuente presencia en tal lugar suscitaba radiaciones hostiles. La biblioteca no había de servir de refugio de ociosos y le hacían notar que no era persona grata.

Una tormenta en el mar dañó dos barcos, que entraron en el puerto renqueando, necesitados de reparaciones urgentes. Con ello, Conor pudo trabajar una quincena en Buques y Trenes, en relevos de dieciséis horas, y demostró ser tan experto, y más todavía, que la mayoría de herreros fijos de la empresa. Por todo el dominio protestante se murmuraba y refunfuñaba contra el papista, pero la fortaleza física de éste disuadía a los demás de hacerle objeto de hostilidades corporales y, por otra parte, todos sabían que se trataba únicamente de un empleo pasajero.

Desde el interior de la empresa, Conor vio más claramente aún la perfidia total, refinada, del sistema de Derry. Era evidente que había trabajo de sobra y que faltaban herreros, pero los empleos se reservaban para los leales, en pago de su lealtad, y cuando llegaron de los Talleres Weed de Belfast una docena de herreros, prestados por el suegro al yerno, a él le despidieron inmediatamente.

Sólo dos meses después de su llegada a Derry, el asco y la indignación habían llevado a Conor hasta el límite máximo de su resistencia. Y cuando Josiah Lambe se presentó de pronto en Derry y le vio, se sintió invadido de una extraña mezcla de alivio y miedo.

Josiah Lambe era un hombre simplista que había trabajado con y para católicos. Ya de joven abandonó la generalizada idea de que el Ulster había de ser campo de batalla de la Reforma. Aunque dotado de una devoción presbiteriana muy aceptable, su verdadera religión era el trabajo del hierro. Jamás llevó la faja de Orange.

Cuando estaba dispuesto ya a desentenderse progresivamente del trabajo, se rumoreaba que Conor Larkin le sucedería en la herrería. Los protestantes de Ballyutogue habrían tolerado este cambio, porque los Larkin, aunque adversarios, eran gente importante. Las muchachas solteras no se habrían opuesto a la presencia de Conor.

Josiah estudió profundamente el problema que le planteaba la repentina marcha de Conor. Había abrigado la esperanza de que, al retirarse, la herrería le proporcionaría los ingresos suficientes para pasar desahogadamente el resto de su vida; sin embargo, al marcharse Conor, no sabía decidirse a vender la fragua a un extraño. Por tal motivo, había ido a Derry, y cuando encontró a Conor abordó el asunto sin rodeos, ofreciéndole la herrería. Le concedería un pago a plazos, de modo que en un tiempo prudencial Conor le hubiese satisfecho el precio convenido, ganándose al mismo tiempo la vida con gran holgura. Era un trato sin complicaciones, porque el viejo herrero era un hombre sin complicaciones.

Después de la desgarradora experiencia de Derry, la imagen de una herrería pequeña, más abajo del cruce de caminos, entre amigos de toda la vida, se había clavado profundamente en sus pensamientos. Sin embargo, incluso mientras sacaba a la luz del día sus confusiones, Conor se sentía preso de una mano poderosa que le impedía retornar.

—¿Por qué no vas a pedir consejo a una persona de tu confianza? —le sugirió el viejo Lambe.

—Kevin sigue en Londres todavía. Y se levanta todas las mañanas y se acuesta todas las noches con los problemas de otras personas sobre los hombros. No necesita cargar con los míos, además.

—No me refiero a O'Garvey, con todo y tratarse de un hombre excelente. No sabría enfocar la cuestión de un modo objetivo, y menos tratándose de ti.

—No me estará recomendando que vaya a ver a un cura, ¿verdad que no?

—Ah, no, chaval. Un cura sería peor aún. Mira, Conor, tú tienes en Derry un viejo y sólido amigo un poco ofendido de que no hayas considerado conveniente ir a verle.

Conor apartó la vista con expresión culpable.

—¿Qué? ¿Te da miedo hablar con Andrew Ingram?

—Estuve tentado infinidad de veces. Allá en el pueblo los Larkin significan algo; aquí no soy más que otro derrotado del Bogside, sin rostro y sin trabajo.

—Nunca serías tal a los ojos de Andrew, como tampoco lo eres a los míos. ¿No se te ocurre pensar que él no sabe por qué no le has visitado? ¿No te da un poco de vergüenza?

—Sí, me la da.

—A mí me dijo: «Conor debía acordarse más de nuestra amistad.»

—Tiene razón, Josiah, tengo miedo. Miedo de que me digan la verdad.

Enid Ingram empujó a los niños para hacerles salir del estudio de Andrew y cerró la puerta tras de sí.

—Son unos niños magníficos —dijo Conor—. Seamus me habló de ellos en sus cartas muchísimas veces.

—Del mismo modo que a ellos les hablaba de ti. Ya sabes, en esta casa eres un semidiós.

—Mi amigo se desenvuelve estupendamente en el Queens —explicó Conor.

Ingram sonrió y dejó pasar la frase, sin comentario.

—Pienso que todos sabíamos que Seamus sabría situarse ventajosamente.

Los ojos de Conor se llenaron de súplicas.

—¿Y yo? —dijo.

Andrew Ingram llenó la pipa con aquel gesto pausado tan suyo. En sus ojos brillaba una mirada de pena; una pena que parecía destacar las delatoras canas de las sienes y las primeras arrugas profundas de la senectud que se acercaba. El maestro estudiaba al membrudo joven que tenía delante con una expresión extraña, sobre todo en un hombre que le conocía tan bien.

—Algunos de nosotros estamos destinados a determinadas cosas —empezó—. Doy gracias a Dios por haber descubierto en edad temprana cuál era mi destino y haber podido reconciliarme conmigo mismo dentro del estrecho marco que se me concedía. Hay un libro en el que llevan las cuentas de cada uno de nosotros desde el momento en que nacemos. El problema está en que la mayoría se pasan la mayor parte de la vida buscando, antes de comprender lo que hubieran debido saber desde el principio.

—¿Qué me reserva a mí el destino? —preguntó Conor.

—Pues que no volverás atrás, Conor —contestó resueltamente el maestro.

—Creo que ya lo comprendo ahora. Pero tampoco me echarán de este país.

—Me doy cuenta con gran pesar.

—¿Con gran pesar, señor Ingram? ¿Sólo porque no sé doblegarme a la injusticia?

—Con gran pesar, porque te pasarás la vida tratando de corregirla. No hay nada malo en luchar contra la injusticia. Sólo que… bueno, estoy tratando de decirte lo que ya quería decirte tu padre.

—¿Qué?

—Que mientras las voces te retumben en los oídos, nunca hallarás la paz.

Conor se puso en pie y movió las manos en un ademán que rechazaba aquellas palabras considerándolas una tontería.

—No sé qué libro ha leído sobre mí, pero está equivocado.

—¿De veras?

—Pero ¿cómo puede saberlo?

—Hay un determinado momento en cada hombre, Conor, en el que todas sus facultades se acrecientan, en que está vivo como nunca lo había estado e ilumina el mismo firmamento con su vivacidad. Por supuesto, hay personas que carecen de este don, y otras que sólo parecen poseerlo en el acto sexual. Ese segundo, ese instante que salta como una chispa es tu verdadero ser, tu alma, tu espíritu. Yo lo siento en mí, a veces, cuando escucho a un actor genial interpretando a Shakespeare. Me siento transformado, único, completo. Somos amigos, Conor, y sé que he visto ese momento en ti muchísimas veces.

El muchacho palideció.

—¿Me está leyendo la sentencia, señor Ingram?

—No, pero si comprendes la realidad y la aceptas, quizá la soportes mucho mejor.

—Dígame lo que lee en el libro, señor Ingram… ¡Dígamelo!

—Leo que Conor Larkin de Ballyutogue ha ingresado en un grupito de hermanos porque en realidad no podía hacer otra cosa. Leo que llaman su hogar a cualquier jergón de alguna escondida covacha. Al comienzo, Conor ardía en consignas y estaba saturado de un tremendo sentido de justicia. Luego, cuando hubo recibido una lluvia de golpes y más golpes, y de desengaños sobre desengaños, las consignas se convirtieron en sombras sin sustancia, y al final, poca cosa ha cambiado, a pesar de tantos y tantos esfuerzos suyos.

—¡Bah, usted está tonto, amigo; nadie escribió tales cosas acerca de mí!

Andrew Ingram pasó un buen rato sin preocuparse de replicar. Como el humo de la pipa ya no sabía bien, la dejó sobre la mesa, y se le humedecieron los ojos.

—El día que Seamus partió para el Queens, Enid y yo nos pasamos la noche preguntándonos qué sería de nuestros dos papistas rebeldes. Aquella noche marqué un libro que tengo aquí y me dije que quizá Conor me visitase algún día para preguntarme por qué son las cosas como son dentro de su pecho. ¿Te gustaría verlo, Conor?

—¿El libro de la verdad? —susurró el joven Larkin.

Ingram se acercó a los estantes y sacó un volumen. Tenía una señal entre sus páginas. Abrió por ella y leyó, con voz sonora y entonada por la mucha práctica:

Innumerable ejército de espíritus armados,

Los arrojados desdeñan su reino, y yo prefiero

Su poder supremo con otro poder contrario enfrentado

En dudosa batalla por las llanuras del Cielo,

Sacudo su trono. ¿Qué importa que el campo se pierda?

Si no se pierde la voluntad indomable

Estudio de venganza y de odio perdurable

Y coraje para nunca someterse o ceder

¿Qué otra cosa hay que no se pueda vencer?

Ingram entregó a Conor el volumen de
El paraíso perdido
, y Conor lo abrió por la primera página, donde habían escrito la dedicatoria: «A mi amado alumno, Conor Larkin, combatiente en insegura batalla.»

2

Desde el momento que Liam y Conor se marcharon, la mente de Finola entró en incandescencia. Había que pensar muy en serio en la transmisión de las tierras. Tomas no quería aceptar la idea de que Conor no volvería nunca más, pero Finola sabía que ocurriría así. A su modo de ver, los dos hijos mayores habían desaparecido, y había que considerarlos desaparecidos para siempre. Dary iba siguiendo el camino que con el tiempo le llevaría al sacerdocio y se pasaba muchas horas de su existencia ayudando la misa y en otros menesteres por los contornos del templo de San Columbano.

Con esto quedaba solamente Brigid, y había que considerarla única heredera. La sencilla, religiosa, trabajadora Brigid se aproximaba a los diecisiete años y era objeto de infinidad de silenciosas discusiones y sutiles maquinaciones de las madres vecinas, que más bien parecían halcones volando en círculo. Había cierto número de buenos partidos en Ballyutogue, muchachos que heredarían tierras, que podrían hacer muchas cosas peores que casarse con la chica que traería el apellido y la dote de una Larkin.

Considerando todos los factores, daba siempre como resultado que Colm, hermano mayor de Seamus, con sus treinta años y pocos más era el de edad más conveniente, entre todos los solterones jóvenes, con perspectivas de seguir cultivando unas fincas. A Finola le parecía completamente lógico que la unión de Colm y Brigid y las dos fincas culminara toda una vida de buena vecindad y estrecha compenetración. Entre los dos cónyuges reunirían unos sesenta acres, lo que les situaba entre los católicos más prósperos del distrito.

Con todo, era un tema delicado, incluso entre amigas tan íntimas como Finola y Mairead. Siguiendo la moda general, Mairead estaba con las uñas afiladas y pronta a sacar los ojos a toda chica joven que se arrimara a su Colm. Si seguía la tradición, Mairead cuidaría de que su hijo quedara solterón, aun en el caso de que Fergus fuese el primero de ambos en abandonar este mundo y la dejara viuda. La idea de compartir la cocina con otra mujer le parecía inadmisible. No obstante, Finola sabía que Mairead miraba a Brigid con ojos de madre, y en caso de que quedara viuda, contando como contarían con dos casitas, se podrían combinar las cosas de forma que las mujeres no se encontraran nunca una sobre otra. Finola exploró el terreno cautelosamente, descubriendo con gozo inmenso que su querida amiga había estado estudiando la misma posibilidad que ella.

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