Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
— Perdone, señor Miller —interrumpió—, pero, ¿no cree que deberíamos pasar a la firma de estos papeles?
— Pues, claro —dije alegremente — . ¿Los ha traído usted todos? ¿ Cuál cree que deberíamos firmar primero? Por cierto, no tendrá usted una estilográfica para venderme, ¿verdad?
— Simplemente firme aquí —dijo haciendo como que no había oído mis observaciones — . Y aquí, eso es. Y ahora, señor Miller, creo que me despediré... y dentro de unos días tendrá noticias de la compañía.
— Más vale que se den prisa —observé, mientras lo acompañaba hasta la puerta—, porque podría ser que cambiara de idea y me suicidase.
— Claro, claro, cómo no, señor Miller, así lo haremos sin falta. Y ahora, ¡adiós, buenos días!
Naturalmente, llega un momento en que la compra a plazos falla, aun cuando seas un comprador asiduo como lo era yo. Desde luego, hice todo lo que pude para mantener muy ocupados a los fabricantes y a los anunciantes de América, pero parece ser que les defraudé. Defraudé a todo el mundo. Pero hubo un hombre en particular al que defraudé más que a nadie y fue un hombre que había hecho un esfuerzo realmente para ayudarme y al que decepcioné. Pienso en él y en el modo como me tomó de ayudante —tan fácil y amablemente—, porque más adelante, cuando estaba yo contratando y despidiendo a gente como un revólver del calibre cuarenta y dos, me traicionaron a base de bien, pero para entonces había llegado a estar tan inmunizado, que me importaba un comino. Pero aquel hombre se había tomado toda clase de molestias para demostrarme que confiaba en mí. Era el encargado de preparar un catálogo para una gran empresa de venta por correo. Era un enorme compendio de estupideces que se publicaba una vez al año y que se tardaba todo el año en preparar. Yo no tenía la menor idea sobre qué era exactamente y no sé por qué entré en su despacho aquel día, a no ser que fuera porque quería calentarme, ya que había estado vagando por los muelles todo el día intentando conseguir un empleo de verificador o cualquier otra cosa de los cojones. Se estaba calentito en su despacho y le largué un discurso muy largo para calentarme. No sabía qué empleo pedir... simplemente un empleo, dije. Era un hombre sensible y muy bondadoso. Pareció adivinar que yo era, o quería ser, escritor, porque no tardó en preguntarme qué me gustaba leer y qué opinaba de este y aquel escritor. Dio la casualidad de que precisamente llevaba una lista de libros en el bolsillo —libros que iba a buscar a la biblioteca pública—, así que la saqué y se la enseñé. «¡Válgame Dios!», exclamó, «¿de verdad lee usted estos libros?» Dije que sí con la cabeza modestamente, y después, como me ocurría con frecuencia cuando una observación tonta como ésa me provocaba, empecé a hablar de
Místenos
de Hamsun, que acababa de leer. A partir de ese momento lo tuve en el bote. Cuando me preguntó si me gustaría ser su ayudante, se excusó por ofrecerme una posición tan modesta; dijo que podía tomarme tiempo para aprender los pormenores del empleo, estaba seguro de que sería cosa de coser y cantar para mí. Y después me preguntó si podía dejarme un poco de dinero, de su propio bolsillo, hasta que cobrara. Antes de que pudiese decir sí o no, ya había sacado un billete de veinte dólares y me lo había puesto en la mano. Naturalmente, me sentí emocionado. Estaba dispuesto a trabajar como un cabrón para él. Ayudante del director... sonaba bien, sobre todo para los acreedores del barrio. Y por un tiempo me sentí tan feliz de comer rosbif y pollo y lomo de cerdo, que fingí que me gustaba el trabajo. En realidad, tenía que esforzarme para no quedarme dormido. Lo que había de aprender lo aprendí en el plazo de una semana. ¿Y después? Después me vi condenado a trabajos forzados para toda la vida. Para sacar el mayor provecho, pasaba el tiempo escribiendo cuentos y ensayos y largas cartas a mis amigos. Quizá pensaran que escribía ideas nuevas para la empresa, porque durante mucho tiempo nadie me prestó atención. Me pareció un trabajo maravilloso. Podía disponer de casi todo el día, para escribir, después de haber aprendido a despachar el trabajo de la empresa en una hora aproximadamente. Me sentía tan entusiasmado con mi propio trabajo particular que di órdenes a mis subordinados de no molestarme, excepto en momentos estipulados. Todo iba sobre ruedas, pues la empresa me pagaba regularmente y los negreros hacían el trabajo que yo les había indicado, cuando un día, justo cuando estoy enfrascado en la lectura de un importante ensayo sobre
El anticristo,
se acerca a mi escritorio un hombre a quien nunca había visto, se inclina sobre mi hombro, y en tono de voz sarcástico se pone a leer en voz alta lo que acababa de escribir. No necesité preguntar quién era o qué pretendía... lo único que se me ocurrió y que repetí para mis adentros desesperadamente fue:
"¿Me darán una semana de sueldo extra?»
Cuando llegó el momento de despedirme de mi benefactor, me sentí un poco avergonzado de mí mismo, sobre todo cuando dijo, casi al instante: «He intentado conseguirle una semana de sueldo extra, pero no han querido ni oír hablar de ello. Me gustaría poder hacer algo por usted... lo único que hace usted es ponerse obstáculos a sí mismo. La verdad es que tengo la mayor confianza en usted... pero me temo que lo va a pasar mal, por un tiempo. No encaja usted en ninguna parte. Algún día será usted un gran escritor, estoy seguro de ello. Bueno, discúlpeme», añadió, estrechándome la mano calurosamente, «tengo que ir a ver al jefe. ¡Buena suerte!».
Me sentí algo apenado por aquel incidente. Deseé que hubiera sido posible demostrarle en aquel mismo momento que su confianza estaba justificada. Deseé justificarme ante el mundo entero en aquel momento: me habría tirado del puente de Brooklin, si con eso hubiese convencido a la gente de que no era un hijoputa sin corazón. Tenía un corazón tan grande como una ballena, como no iba a tardar en demostrar, pero nadie me miraba el corazón. Todo el mundo quedaba profundamente decepcionado: no sólo las empresas de venta a plazos, sino también el casero, el carnicero, el panadero, los diablos del gas, el agua y la electricidad,
todo el mundo.
¡Si por lo menos hubiese podido creer en ese cuento del trabajo! No podía creerlo, ni aunque de ello dependiera la salvación de mi vida. Lo único que veía era que la gente se partía los cojones trabajando porque no sabía hacer nada mejor. Pensé en el discurso que me había valido el empleo. En cierto modo me parecía mucho a Herr Nagel. No se podía saber lo que haría de un minuto para otro. No se podía saber si era un monstruo o un santo. Como tantos otros hombres maravillosos de nuestra época, Herr Nagel era un hombre desesperado... y era esa propia desesperación lo que lo convertía en un tipo tan simpático. El propio Hamsun no sabía qué hacer con ese personaje: sabía que existía, y sabía que era algo más que un simple bufón y un mistificador. Creo que amaba a Herr Nagel más que a ningún otro de los personajes que creó. ¿Y por qué? Porque Herr Nagel era el santo no reconocido que todo artista es: el hombre a quien se ridiculiza porque sus soluciones, que son verdaderamente profundas, parecen demasiado simples para el mundo. Ningún hombre
quiere
ser artista: se ve impelido a serlo porque el mundo se niega a reconocer que indica el camino adecuado. El trabajo no significaba nada para mí, porque el auténtico trabajo que había que hacer se eludía. La gente me consideraba vago e inepto, pero, al contrario, era un individuo sumamente activo. Aunque sólo fuera andar tras un polvete, eso ya era algo, y que valía la pena, sobre todo si lo comparamos con otras formas de actividad... como las de fabricar botones o apretar tornillos o incluso extirpar apéndices. ¿Y por qué me escuchaba la gente de tan buena gana, cuando solicitaba trabajo? ¿Por qué les parecía divertido? Por la razón, indudablemente, de que siempre había utilizado el tiempo provechosamente.
Les llevaba regalos: de las horas pasadas en la biblioteca pública, de mis vagabundeos por las calles, de mis experiencias íntimas con las mujeres, de las tardes pasadas en el teatro de revistas, de mis visitas al museo y a las galerías de arte. Si hubiera sido un inútil, un simple y pobre tipo honrado que deseara partirse los cojones trabajando por un tanto a la semana, no me habrían ofrecido los empleos que me ofrecían, ni me habrían dado puros ni me habrían invitado a comer ni me habrían prestado dinero con la frecuencia con que lo hacían. Debía de tener algo que quizá sin saberlo apreciaban más que los caballos de vapor o la capacidad técnica. Yo mismo no sabía lo que era, porque no tenía ni orgullo ni vanidad ni envidia. Con respecto a las cuestiones importantes, no tenía dudas, pero al enfrentarme con los detalles humildes de la vida, me sentía perplejo. Tuve que contemplar esa misma perplejidad en gran escala para poder comprender de qué se trataba. En muchos casos los hombres corrientes tardan poco en calibrar las situaciones prácticas: su yo está en proporción con lo que se le pide: el mundo no difiere mucho de como lo imaginan. Pero un hombre que esté en completo desacuerdo con el resto del mundo, o bien padece una colosal hipertrofia del yo o bien su yo está tan hundido, que es prácticamente inexistente. Herr Nagel tuvo que zambullirse hasta el extremo más profundo en busca de su yo auténtico; su existencia era un misterio, para sí mismo y para todos los demás. Yo no podía permitirme el lujo de dejar las cosas pendientes de ese modo: el misterio era demasiado intrigante. Aun cuando tuviera que frotarme como un gato contra todos los seres humanos que encontrase, iba a llegar hasta el fondo. Frota durante el tiempo suficiente y con la fuerza suficiente, ¡y saltará la chispa!
La hibernación de los animales, la suspensión de la vida practicada por ciertas formas inferiores de vida, la maravillosa vitalidad de la chinche que permanece al acecho incesantemente tras el empapelado de la pared, el trance del yogui, la catalepsia del individuo patológico, la unión del místico con el cosmos, la inmortalidad de la vida celular, todas esas cosas las aprende el artista para despertar al mundo en el momento propicio. El artista pertenece a la raíz X de la raza humana; es el microbio espiritual, por decirlo así, que se transmite de una raíz de la raza a otra. El infortunio no lo aplasta, porque no forma parte del orden de cosas físico, racial. Su aparición coincide siempre con la catástrofe y la disolución; es el ser cíclico que vive en el epiciclo. La experiencia que adquiere nunca la usa para fines personales; está al servicio del objetivo más amplio al que va engranado. No se le escapa nada, por insignificante que sea. Si se ve obligado a interrumpir durante veinticinco años la lectura de un libro, puede proseguir a partir de la página en que se quedó, como si nada hubiera ocurrido en el intervalo. Todo lo que ocurre en el intervalo, que es la «vida» para la mayoría de la gente, es una mera interrupción en su avance. La eternidad de su obra, cuando se expresa, es un mero reflejo del automatismo de la vida en que se ve obligado a permanecer aletargado, un durmiente en la espalda del sueño, en espera de la señal que anuncie el momento del nacimiento. Esa es la cuestión importante, y eso siempre estuvo claro para mí, aun cuando lo negaba. La insatisfacción que le impele a uno de una palabra a otra, de una creación a otra, es simplemente una protesta contra la futilidad del aplazamiento. Cuanto más despierto llega uno a estar, cuanto más se vuelve un microbio artístico, menos deseo tiene de nada. Completamente despierto, todo es justo y no hay necesidad de salir del trance. La acción, tal como se expresa en la creación de una obra de arte, es una concesión al principio automático de la muerte. Al ahogarme en el Golfo de México, pude participar en una vida activa que permitía al yo real hibernar hasta que estuviera maduro para nacer. Lo entendí perfectamente, a pesar de que actué ciega y confusamente. Volví nadando a la corriente de la actividad humana hasta que llegué a la fuente de la acción y en ella me metí, llamándome director de personal de una compañía de telégrafos, y dejé que la marea de humanidad me pasara por encima como oleadas de blancas crestas. Toda aquella vida activa, que precedió al acto final de desesperación, me condujo de duda en duda, cegándome cada vez más para el yo real que, como un continente asfixiado con los testimonios de una gran civilización floreciente, ya se había hundido bajo la superficie del mar. El yo colosal quedó sumergido, y lo que la gente observaba moviéndose frenéticamente sobre la superficie era el periscopio del alma buscando su blanco. Había que destruir todo lo que se pusiera a tiro, para que yo pudiese volver a emerger y cabalgar sobre las olas. Llegado el momento, ese monstruo que emergía de vez en cuando para fijar su blanco con puntería mortífera, que volvía a sumergirse y erraba y saqueaba sin cesar, volvería a emerger por última vez para revelarse como un arca, reuniría una pareja de cada especie y, al final, arraigaría en la cima de un alto pico montañés para abrir sus puertas de par en par y devolver al mundo lo que había preservado de la catástrofe.
Si me estremezco de vez en cuando, al pensar en mi vida activa, si tengo pesadillas, probablemente sea porque pienso en todos los hombres a los que robé y asesiné en mi sueño diurno. Hice todo lo que mi naturaleza me ordenó hacer. La naturaleza está susurrándonos al oído eternamente: «Si quieres sobrevivir, ¡has de matar!» Por ser humanos, no matamos como el animal, sino automáticamente, y el asesinato se disfraza y sus ramificaciones son infinitas, de modo que matamos sin pensarlo siquiera, matamos sin necesidad. Los hombres más exaltados son los mayores asesinos. Creen que están sirviendo a sus semejantes, y son sinceros al creerlo, pero son criminales despiadados y en ciertos momentos cuando despiertan, comprenden sus crímenes y realizan actos frenéticos y quijotescos de bondad para expiar su culpa. La bondad del hombre apesta más que la maldad que hay en él, pues la bondad no se reconoce todavía, no es una afirmación del yo consciente. Al verse empujado al precipicio, es fácil en el último instante ceder todas las posesiones, volverse y dar un último abrazo a los que quedan atrás. ¿Cómo vamos a detener la embestida ciega? ¿Cómo vamos a detener el proceso automático, empujando cada cual al otro lado del precipicio?
Sentado en mi escritorio, en el que había puesto un rótulo que decía: «¡Vosotros los que entráis, no abandonéis ninguna esperanza!» ...sentado ahí, diciendo Sí, No, Sí, No, comprendí con una desesperación que estaba convirtiéndose en atroz desvarío, que era una marioneta en cuyas manos la sociedad había colocado una ametralladora. En última instancia, realizar una buena acción o una fechoría daba igual. Yo era como un signo igual a través del cual pasaba el enjambre algebraico de la humanidad. Era un signo igual bastante importante y activo, pero, por competente que fuera a llegar a ser, nunca me convertiría en un signo más ni en un signo menos. Ni ninguna otra persona, por lo que yo podía colegir. Toda nuestra vida se basaba en ese principio de la ecuación. Los números enteros se habían convertido en símbolos que se barajaban en provecho de la muerte. Compasión, desesperación, pasión, esperanza, valor: ésas eran las refracciones temporales causadas por la consideración de las ecuaciones desde ángulos diversos. De nada serviría tampoco detener el malabarismo incesante volviéndole la espalda ni afrontándolo cara a cara ni escribiendo sobre él. En un vestíbulo de espejos no hay modo de volverte la espalda a ti mismo.
No haré esto... ¡haré otra cosa!
Muy bien. Pero, ¿acaso puedes hacer la más mínima cosa? ¿Puedes dejar de pensar en no hacer nada? ¿Puedes detenerte en seco y, sin pensar, irradiar la verdad que conoces? Esa era la idea que se albergaba en el fondo de mi cabeza y que abrasaba y abrasaba; y quizá cuando me mostraba más expansivo, más radiante de energía, más comprensivo, más dispuesto, servicial, sincero, bueno, esa idea fija era la que se translucía, y automáticamente decía yo: «Pero, bueno, no hay de qué... en absoluto, se lo aseguro... no, por favor, no me dé las gracias, no tiene importancia», etc. De tantas veces como disparaba la pistola al día, ya ni siquiera notaba las detonaciones; quizá pensara que estaba abriendo puertas de palomares y llenando el cielo de aves blancas como la leche. ¿Habéis visto alguna vez a un monstruo sintético en la pantalla, a un Frankenstein realizado en carne y hueso? ¿Os imagináis cómo se lo podría adiestrar para que apretara un gatillo y viese al mismo tiempo palomas volando? Frankenstein no es un mito: Frankenstein es una creación muy real nacida de la experiencia de un ser humano sensible. El monstruo siempre es más real cuando no adquiere las proporciones de carne y hueso. El monstruo de la pantalla no es nada en comparación con el monstruo de la imaginación; incluso los monstruos patológicos existentes que acaban en la comisaría no son sino débiles demostraciones de la monstruosa realidad con que vive el patólogo. Pero ser el monstruo y el patólogo al mismo tiempo... eso está reservado para determinada especie de hombres que, disfrazados de artistas, son sumamente conscientes de que el sueño es un peligro todavía mayor que el insomnio. Para no quedarse dormidos, para no convertirse en víctimas de ese insomnio que se llama «vida», recurren a la droga de juntar palabras interminablemente. Eso es un proceso automático, según dicen, porque siempre está presente la ilusión de que pueden detenerse, cuando quieran. Pero no pueden detenerse; lo único que han logrado es crear una ilusión, que quizá sea un débil algo, pero dista de estar completamente despierto y tampoco activo ni inactivo.
Yo quería estar completamente despierto sin hablar ni escribir sobre ello, para aceptar la vida absolutamente.
He mencionado a los hombres arcaicos de lugares remotos del mundo con los que comunicaba a menudo. ¿Por qué consideraba a aquellos «salvajes» más capaces de entenderme que los hombres y mujeres que me rodeaban? ¿Estaba loco como para pensar una cosa así? No lo creo lo más mínimo. Esos «salvajes» son los restos degenerados de razas humanas anteriores que, según creo, debieron de tener un mayor dominio de la realidad. La inmortalidad de la raza está constantemente ante nuestros ojos en esos especímenes del pasado que subsisten en un esplendor marchito. Que la raza humana sea inmortal o no es algo que no me importa, pero la vitalidad de la raza sí que significa algo para mí, y que esté activa o aletargada significa todavía más. A medida que declina la vitalidad de la nueva raza, la vitalidad de las razas antiguas se manifiesta a la mente despierta cada vez con mayor significado. La vitalidad de las razas antiguas subsiste incluso en la muerte, pero la vitalidad de la nueva raza que está a punto de morir parece ya inexistente.
Si un hombre llevara un enjambre hormigueante de abejas al río para ahogarlas...
Esa era la imagen que llevaba siempre conmigo. ¡Si por lo menos fuera yo el hombre, y no la abeja! En cierto modo inexplicable, sabía que yo
era
el hombre, que no me ahogaría en el enjambre, como los demás. Siempre, cuando nos presentábamos en grupo, me señalaban para que me quedara aparte; desde que nací me vi favorecido así, y, fueran cuales fuesen las tribulaciones por las que pasaba, sabía que no eran fatales ni duraderas. También, otra cosa extraña me ocurría, siempre que me decían que diera un paso al frente. ¡Sabía que era superior al hombre que me requería! La tremenda humillación que yo ejercía no era hipócrita, sino un estado provocado por la comprensión del carácter fatal de la situación. La inteligencia que poseía, incluso de muchacho, me asustaba; era la inteligencia de un «salvaje», que siempre es superior a la de los hombres civilizados en el sentido de que es más adecuada para las exigencias de las circunstancias. Es una inteligencia
vital,
aun cuando aparentemente la vida haya pasado de largo ante ellos. Me sentía casi como si me hubieran arrojado a un ciclo de la existencia que para el resto de la humanidad todavía no había alcanzado su ritmo completo. Me veía obligado a marcar el paso, si quería seguir a su altura y no verme desviado a otra esfera de la existencia. Por otro lado, en muchos sentidos era inferior a los seres humanos que me rodeaban. Era como si hubiese salido de los fuegos del infierno sin purificar del todo. Todavía tenía cola y un par de cuernos, y, cuando se despertaban mis pasiones, exhalaba un veneno sulfuroso que era aniquilador. Siempre me llamaban «demonio con suerte». Las cosas buenas que me ocurrían las llamaban «suerte», y las malas las consideraban siempre consecuencia de mis defectos. O, mejor, fruto de mi ceguera. ¡Raras veces descubrió nadie la maldad que había en mí! En ese sentido, era yo tan diestro como el propio diablo. Pero con frecuencia estaba ciego, eso todo el mundo podía verlo. Y en esas ocasiones me dejaban solo, me rehuían, como al propio diablo. Entonces abandoné el mundo, volví a los fuegos del infierno... voluntariamente. Esas idas y venidas son tan reales para mí, más reales, de hecho, que cualquier cosa que ocurriera en el intervalo. Los amigos que creen conocerme no saben nada de mí por la razón de que mi yo real cambió de dueño incontables veces. Ni los hombres que me daban las gracias ni los que me maldecían sabían con quién hablaban. Nadie llegó nunca a pisar terreno firme conmigo, porque estaba liquidando constantemente mi «personalidad» para el momento, en que, dejándola coagularse, adoptaría un ritmo humano apropiado. Ocultaba la cara hasta el momento en que me encontrara de acuerdo con el mundo. Naturalmente, todo eso era un error. Hasta el papel de artista vale la pena adoptar, mientras se marca el paso. La acción es importante, aun cuando entrañe una actividad fútil. No debería uno decir Sí, No, Sí, No, aun estando sentado en el lugar más alto. No debería uno ahogarse en la oleada humana, ni siquiera para llegar a ser un Maestro. Debería uno latir con su propio ritmo... a cualquier precio. En unos pocos años acumulé miles de años de experiencia, pero fue experiencia malgastada porque no la necesitaba. Ya me habían crucificado y marcado con la cruz; había nacido exento de la necesidad de sufrir... y, sin embargo, no conocía otra forma de avanzar con esfuerzo que repitiendo el drama. Toda mi inteligencia estaba en contra de eso. El sufrimiento es fútil, me decía mi inteligencia una y mil veces, pero seguía sufriendo
voluntariamente.
El sufrimiento no me ha enseñado nunca la más mínima cosa; para otros puede que sea necesario, pero para mí no es sino una demostración algebraica de inadaptabilidad espiritual. Todo el drama que está representando el hombre de hoy mediante el sufrimiento no existe para mí: en realidad, nunca ha existido. Todos mis calvarios fueron crucifixiones rosadas, seudotragedias para mantener los fuegos del infierno ardiendo vivamente para los pecadores auténticos que corren peligro de verse olvidados.