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Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (42 page)

BOOK: Trópico de Capricornio
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Otra cosa... el misterio que cubría mi conducta se volvía más profundo, cuanto más me acercaba al círculo de los parientes uterinos. La madre de cuyas entrañas salí fue una completa extraña para mí. Para empezar, después de darme a luz, alumbró a mi hermana, a la que suelo llamar mi hermano. Mi hermana era una especie de monstruo inofensivo, un ángel que había recibido el cuerpo de una idiota. De niño, me daba una impresión extraña estar creciendo y desarrollándome junto a aquel ser que estaba condenado a ser toda su vida una enana mental. Era imposible ser un hermano para ella, porque era imposible considerar aquella masa de carne atávica como una «hermana». Me imagino que habría funcionado perfectamente entre los australianos primitivos. Incluso podría haberse elevado hasta el poder y la eminencia entre ellos, pues, como digo, era la esencia de la bondad, no conocía el mal. Pero por lo que se refiere a llevar una vida civilizada, era impotente; no sólo no deseaba matar, sino que, además, no deseaba prosperar a expensas de los demás. Estaba incapacitada para el trabajo, porque, aunque hubiera podido adiestrarla para fabricar fulminantes para explosivos instantáneos, por ejemplo, habría podido tirar distraídamente el sueldo al río de vuelta a casa o dárselo a un mendigo en la calle. Muchas veces la azotaban delante de mí por haber realizado un bello acto bondadoso distraídamente, como decían. Tal como aprendí de niño, nada era peor que realizar una buena acción sin razón. Yo había recibido el mismo castigo que mi hermana, al principio, porque también yo tenía la costumbre de regalar cosas, sobre todo cosas nuevas que acabaran de darme. Incluso había recibido una paliza una vez, a la edad de cinco años, por haber aconsejado a mi madre que se cortara una verruga del dedo. Me había preguntado un día qué debía hacer con ella y, con mi limitado conocimiento de la medicina, le dije que se la cortara con las tijeras, cosa que hizo, como una idiota. Unos días después tuvo una infección en la sangre y entonces me cogió y me dijo: «Tú me dijiste que me la cortara, ¿verdad?» y me dio una soberana paliza. Desde aquel día supe que había nacido en la familia que no debía. Desde aquel día aprendí como un rayo. ¡Que me vengan a hablar a mí de adaptación! A los diez años ya me teníais desarrollándome a través de todas las fases de la vida animal y, aun así, encadenado a aquella criatura, llamada mi hermana, que evidentemente era un ser primitivo y que nunca, ni siquiera a los noventa años, iba a llegar a la comprensión del alfabeto. En lugar de crecer derecho como un árbol fornido, empecé a inclinarme a un lado, en completo desafío a la ley de la gravedad. En lugar de echar ramas y hojas, me salieron ventanas y torrecillas. Todo el ser, a medida que crecía, se iba convirtiendo en piedra, y cuanta más altura alcanzaba, más desafiaba la ley de la gravedad. Era un fenómeno en medio del paisaje, pero un fenómeno que atraía a la gente y despertaba elogios. Si la madre que nos dio a luz hubiera hecho un pequeño esfuerzo, podría haber nacido un maravilloso búfalo blanco y los tres podríamos haber sido instalados permanentemente en un museo y haber estado protegidos para toda la vida. Las conversaciones que sostenían la torre inclinada de Pisa, el poste de flagelación, la máquina de roncar y el pterodáctilo en carne humana eran un poco curiosas, por no decir algo peor. Cualquier cosa podía ser tema de conversación: una miga de pan que mi «hermana» se había dejado al limpiar el mantel o la chaqueta de José que, para la mente de sastre del viejo, podría haber sido cruzada o chaqué o levita. Si llegaba yo del estanque helado, donde había estado toda la tarde patinando, lo importante no era el aire puro que había respirado gratis, ni las circunvoluciones geométricas que estaban fortaleciendo mis músculos, sino la motita de herrumbre bajo las lañas que, si no se quitaba inmediatamente, podía deteriorar todo el patín y provocar la destrucción de un valor pragmático que era incomprensible para mi pródigo talante. Esa motita, por poner un ejemplo trivial, podía acarrear los resultados más alucinantes. Podía ser que mi «hermana», al buscar la lata de petróleo, tirara la jarra de las ciruelas que estaban guisándose y pusiese así en peligro la vida de todos nosotros, al privarnos de las calorías necesarias para la comida del día siguiente. Habría que darle una severa paliza, no con rabia, pues eso perturbaría el aparato digestivo, sino silenciosa y eficazmente, como un químico que batiera la clara de un huevo para preparar un análisis de poca importancia. Pero mi «hermana», al no entender el carácter profiláctico del castigo, daba rienda suelta a los gritos más espeluznantes y eso afectaba tanto al viejo, que salía a dar un paseo y regresaba dos o tres horas después borracho como una cuba y, lo que era peor, descascarillaba un poco la pintura de la puerta con sus ciegos traspiés. La pizca de pintura que había arrancado provocaba una trifulca que era muy mala para mis sueños, pues en éstos con frecuencia me veía en el pellejo de mi hermana, aceptando las torturas que le infligían y fomentándolas con mi hipersensible cerebro. En esos sueños, acompañados siempre por el ruido de vidrios al romperse, de chillidos, maldiciones, gemidos y sollozos, era en los que adquiría un saber confuso sobre los antiguos misterios, sobre los ritos de iniciación, sobre la transmigración de las almas y cosas así. Podía empezar con una escena de la vida real: mi hermana de pie junto a la pizarra en la cocina, mi madre amenazándola con una regla y preguntándole cuánto es dos y dos, y mi hermana gritando
cinco,
¡zas!,
no, siete,
¡zas!,
no, trece, dieciocho, ¡veinte!
Yo estaba sentado a la mesa, haciendo los deberes, en la vida real pura y simple durante aquellas escenas, cuando con un ligero giro o culebreo, quizás al ver caer la regla sobre la cara de mi hermana, de repente me encontraba en otro dominio en que no se conocía el vidrio, como tampoco lo conocían los kickapoos ni los lennilenapi. Los rostros de quienes me rodeaban me eran familiares: eran mis parientes uterinos que, por alguna razón misteriosa, no me reconocían en aquel nuevo ambiente. Iban vestidos de negro y el color de su piel era gris ceniza, como la de los diablos tibetanos. Todos ellos iban pertrechados con cuchillos y otros instrumentos de tortura; pertenecían a la casta de los carniceros ejecutores de sacrificios. Me parecía tener libertad absoluta y la autoridad de un dios, y, sin embargo, por algún caprichoso cambio de los acontecimientos, el final iba a consistir en que yo yaciera en la piedra de los sacrificios y uno de mis encantadores parientes uterinos se inclinase sobre mí con un cuchillo centelleante para cortarme el corazón. Cubierto de sudor y aterrorizado, empezaba a recitar «mis lecciones» en voz aguda y chillona, cada vez más deprisa, al sentir el cuchillo buscándome el corazón. Dos y dos son cuatro, cinco y cinco diez, tierra, aire, fuego, agua, lunes, martes, miércoles, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, mioceno, plioceno, eoceno, el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, Asia, África, Europa, Australia, rojo, azul, amarillo, el alazán, el caqui, la papaya, la catalpa...
cada vez más deprisa...
Odín, Wotan, Parsifal, el rey Alfredo, Federico el Grande, la Liga Hanseática, la batalla de Hastings, las Termopilas, 1492,1786,1812, el almirante Farragut, la carga de Pickett, la Brigada Ligera, estamos hoy reunidos aquí, el señor es mi pastor, no lo haré, uno e indivisible, no, dieciséis, no, veintisiete, ¡socorro! ¡un asesinato! ¡policía!... y gritando cada vez más fuerte y más deprisa pierdo el juicio completamente y ya no hay dolor, ni terror, a pesar de que me están atravesando por todas partes con cuchillos. De repente, me siento absolutamente tranquilo y el cuerpo que yace en la piedra, que siguen agujereando con júbilo y éxtasis, no siente nada porque yo, su dueño, he escapado. Me he convertido en una torre de piedra que se inclina sobre la escena y mira con interés científico. Basta con que sucumba a la fuerza de la gravedad y caeré sobre ellos y los borraré del mapa. Pero no sucumbo a la ley de la gravedad porque estoy demasiado fascinado por el horror de la situación. Estoy tan fascinado que me salen cada vez más ventanas. Y a medida que penetra la luz en el interior de mi ser, siento que mis raíces, que están en la tierra, están vivas y que algún día podré alejarme cuanto quiera de este trance que me paraliza.

Esto en relación con el sueño, en que estoy enraizado sin remedio. Pero en la

realidad, cuando llegan los queridos parientes uterinos, estoy tan libre como un pájaro y lanzándome de un lado para otro como una aguja magnética. Si me hacen una pregunta, les doy cinco respuestas, cada una de las cuales mejor que la anterior; si me piden que toque un vals, toco una sonata cruzada para la mano izquierda; si me piden que me sirva otro muslo de pollo, dejo el plato limpio sin salsa ni nada; si me piden que salga a tocar en la calle, salgo y con mi entusiasmo le abro la cabeza a mi primo con una lata de conservas; si me amenazan con darme una zurra, les digo: ¡adelante! ¡me da igual! Si me dan palmaditas en la cabeza por mis progresos en la escuela, escupo en el suelo para mostrarles que todavía me queda algo por aprender. Hago todo lo que deseen que haga, en
exceso.
Si desean que calle y no diga nada, me quedo callado como una roca: no oigo cuando me hablan, no me muevo cuando me tocan, no lloro cuando me pellizcan, no me meneo cuando me empujan. Si se quejan de que soy terco, me vuelvo tan dúctil y flexible como la goma. Si desean que me fatigue para que no despliegue demasiada energía, les dejo que me den toda clase de trabajos y los hago tan concienzudamente, que al final me desplomo en el suelo como un saco de trigo. Si desean que obedezca, obedezco al pie de la letra, lo que causa una confusión continua.

Y todo eso porque la vida molecular de hermano-y-hermana es incompatible con los pesos atómicos que nos han asignado. Por no crecer ella lo más mínimo, crezco yo como un champiñón; por no tener ella personalidad, me vuelvo yo un coloso; por estar ella exenta de maldad, me convierto yo en treinta y dos candelabros del mal; por no pedir ella nada a nadie, pido yo todo; por inspirar ella ridículo en todas partes, inspiro yo miedo y respeto; por verse ella humillada y torturada, inflijo yo venganza a todos, amigos y enemigos; por estar ella indefensa, me vuelvo yo todopoderoso. El gigantismo que padecí era el resultado de un esfuerzo por limpiar la motita de herrumbre que se había pegado al patín familiar, por decirlo así. Aquella motita de herrumbre bajo las lañas me convirtió en un campeón de patinaje. Me hizo patinar tan deprisa y furiosamente, que cuando se había derretido el hielo seguía patinando, por el cieno, por el asfalto, por arroyos y ríos y melonares y teorías económicas y cosas así. Era tan veloz y ágil, que podía patinar por el infierno.

Pero todo aquel patinaje artístico era inútil: el padre Coxco, el Noé panamericano, siempre me estaba llamando para que regresara al Arca. Siempre que dejaba de patinar había un cataclismo: la tierra se abría y me tragaba. Era hermano de todos los hombres y, al mismo tiempo, un traidor para mí. Hacía los sacrificios más asombrosos, simplemente para descubrir que carecían de valor. ¿De qué servía demostrar que podía ser lo que se esperaba de mí, si no quería ser ninguna de esas cosas? Siempre que llegas al límite de lo que te exigen, te enfrentas con el mismo problema: ¡ser tú mismo! Y, al dar el primer paso en esa dirección, te das cuenta de que no hay ni más ni menos; tiras los patines y te pones a nadar. Ya no hay sufrimiento porque no hay nada que pueda amenazar tu seguridad. Y ni siquiera hay deseo de ayudar a los demás, ya que, ¿por qué privar a los demás de un privilegio que hay que ganar? La vida se extiende de momento en momento en una infinitud prodigiosa. Nada puede ser más real que lo que supones serlo. El cosmos es lo que quiera que pienses que es y en modo alguno podría ser otra cosa, mientras tú seas tú y yo sea yo. Vives en los frutos de tu acción y tu acción es la cosecha de tu pensamiento. El pensamiento y la acción son una misma cosa, porque al nadar estás en ella y eres de ella, y
eso
es lo único que deseas que sea, ni más ni menos. Cada brazada cuenta para la eternidad. El sistema de calefacción y refrigeración es un mismo sistema, y Cáncer está separado de Capricornio sólo por una línea imaginaria. No te vuelves estático ni te hundes en un pesar violento; no rezas para que llueva, ni bailas una jiga. Vives como una roca feliz en medio del océano: estás fijo, mientras que todo lo que te rodea está en movimiento turbulento. Estás fijo en una realidad que permite la idea de que nada está fijo, de que hasta la roca más feliz y fuerte se disolverá un día totalmente y será tan fluida como el océano del que nació.

Esa es la vida musical a la que me acercaba patinando primero como un maníaco por todos los vestíbulos y pasillos que conducen de lo exterior a lo interior. Mis esfuerzos nunca me aproximaron a ella, ni mi actividad furiosa, ni el codearme con la humanidad. Todo eso era simplemente un paso de vector a vector en un círculo que, por mucho que se dilatara el perímetro, seguía siendo paralelo, a pesar de todo, al dominio de que hablo. En cualquier momento puede trascenderse la rueda del destino porque en cualquier punto de su superficie toca el mundo real y sólo una chispa de iluminación es necesaria para producir lo milagroso, para transformar al patinador en un nadador y al nadador en una roca. La roca en simplemente una imagen del acto que detiene la fútil rotación de la rueda y sumerge al ser en la conciencia plena. Y la conciencia plena es verdaderamente como un océano inagotable que se da al sol y a la luna y que incluye
también
el sol y la luna. Todo lo que existe nace del ilimitado océano de la luz... incluso la noche.

A veces, en las incesantes revoluciones de la rueda, vislumbraba la naturaleza del salto que es necesario dar. Saltar del mecanismo de relojería: ésa era la idea liberadora. ¡Ser algo más que el más brillante maníaco de la tierra y
diferente
de él! La historia del hombre en la tierra me aburría. Irradiar bondad es maravilloso, porque es tónico, vigorizador, vivificador. Pero
ser
simplemente es más maravilloso todavía, porque es inacabable y no requiere demostración. Ser es música, que es una profanación del silencio en provecho del silencio, y, por tanto, está por encima del bien y del mal. La música es la manifestación de la acción sin actividad. La música no incita ni defiende, no busca ni explica. La música es el sonido silencioso que produce el nadador en el océano de la conciencia. Es una recompensa que sólo puede conceder uno mismo. Es la dádiva del dios que uno es porque ha dejado de pensar en Dios. Es un augurio del dios que todo el mundo llegará a ser a su debido tiempo, cuando todo lo que
es
supere la imaginación.

BOOK: Trópico de Capricornio
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