—Está bien, como digas —contestó—. Déjame mirar al menos si está solo. Si tuviera una reunión, te serviría de poco entrar por sorpresa. No podrías deshacer el malentendido, ya me contarás, con testigos.
—Te acompaño. Así ya me guías y me indicas la puerta. Esperaré fuera, descuida, y antes de entrar te daré tiempo a alejarte. No se enterará de que has tenido que ver con mi visita.
—¿Y cuándo quedamos tú y yo para ese almuerzo? —me preguntó antes de ponernos en marcha. Tenía que asegurar su pago, el menor, el inmediato al menos. Ya trataría de sacarme algo mejor más adelante, bien de intereses. Pero yo pensaba pasármelos por el forro, y a lo mejor también el almuerzo. Se cabrearía momentáneamente, pero le aumentarían el respeto por mí y la intriga, al verme tan despreocupado de mis compromisos—. Me encantaría conocer ese sitio que dices.
—El sábado si te va bien. Luego tengo que irme a Madrid unos días. Te llamo mañana y quedamos. Yo reservo.
—Oro!
No soportaba que exclamara eso. La verdad es que de él no soportaba nada. Reservaría su madre, lo llamaría su padre, eso decidí entonces, ya encontraría luego pretextos.
Me condujo por unos pasillos alfombrados y llevaderamente laberínticos, por lo menos torcimos seis veces. Por fin se detuvo a prudente distancia de una puerta entornada o casi abierta, oímos voces declamatorias, o era una sola, sonaba como si recitara unos versos de ritmo machacón y raro, no resultaba muy audible, o quizá una letanía.
—¿Está solo? —le pregunté en un cuchicheo.
—No estoy seguro. Podría estarlo, aunque hable. Espera, no, ahora me acuerdo: hoy ha venido el Profesor Rico. Tiene una charla magistral esta tarde en el Cervantes. Lo mismo están ensayándola. —Y a continuación consideró necesario ilustrarme—: El Profesor Francisco Rico, nada menos. No sé si lo sabes, pero es una gran eminencia, un primer espada, y muy severo. Al parecer trata a patadas a la gente que le parece idiota o que lo importuna. Es muy temido, muy impertinente, muy cáustico. Ni loco debes interrumpirlos, Deza. Es académico de la Española.
—Será mejor que el Profesor no te vea, entonces. Esperaré aquí a que terminen. Tú sí lárgate, no te vaya a caer una bronca. Gracias por todo y no te preocupes, ya me apaño.
Garralde dudó un momento. No se fiaba de mí, con razón. Pero debió de pensar que, pasara lo que pasara o hiciera lo que yo hiciera, más le valía no estar presente. Se alejó por los pasillos, volviéndose cada pocos pasos y repitiéndome sin articular sonido hasta que desapareció de mi vista (se le leían bien los labios):
—No entres, no se te ocurra interrumpirlos. Es académico.
Había aprendido de Tupra y de Rendel a moverme sin hacer casi ruido, lo mismo que a abrir puertas cerradas, si no tenían complicaciones, y a atrancarlas, como la del lavabo de los minusválidos. Así que avancé hasta la altura del despacho de De la Garza, pero manteniéndome lo más alejado de él que podía, por la orilla opuesta del pasillo. Desde allí vi la habitación casi entera, en todo caso los vi a los dos, al mameluco y a Rico, la cara de éste la conocía bien de la televisión y los diarios y no era apenas confundible, un hombre calvo que curiosa y audazmente no se comportaba como calvo, con mirada displicente o incluso hastiada a menudo, debía de vivir muy harto de la ignorancia circundante, debía de maldecir sin pausa haber nacido en esta época iletrada por la que sentiría un desprecio enorme; en sus declaraciones a la prensa y en sus escritos (le había leído alguno suelto) daba la impresión de estarse dirigiendo no a unos futuros lectores más cultos, en los que sin duda no confiaba, sino a otros del pasado, bien muertos, como si creyera que en los libros —a ambos lados de los libros: hablan en mitad de la noche como habla el río, con sosiego o desgana, y su rumor también es tranquilo o paciente o lánguido— estar vivo o estar muerto sólo fuera una cuestión azarosa y secundaria. Quizá pensaba, como su compatriota y mío, que 'es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos y los muertos, la única que tienen en común y los une', y que por eso todo tiempo es indiferente y compartido por fuerza (en él hemos estado y estaremos todos), y que se coincida en él físicamente resulta tan sólo algo accesorio, como que se llegue tarde o pronto a una cita. Le vi su característica boca grande, bien trazada y como esponjosa, recordaba un poco a la de Tupra, pero en menos húmeda y salvaje. La mantenía cerrada, casi apretada,
no
era de ella de donde provenían los primitivos ritmos, sino de la de Rafita, quien al parecer no sólo se sentía rapero negro de noche y en los locales chic idióticos, sino también
hip-hopper
blanco a la luz del día y en su mismísimo despacho de la Embajada, aunque ahora vistiera convencionalmente y no llevara chaqueta rígida y grande, ni aro de adivina en la oreja, ni redecilla pseudotaurina ni sombrero ni bandana ni gorro frigio ni nada puesto sobre su cabeza hueca. Terminó su recitado con soniquete y le dijo con satisfacción a Francisco Rico, hombre de gran saber:
—Qué, ¿qué le ha parecido esto, Profesor?
El Profesor llevaba gafas grandes, posiblemente gruesas y con cristales sin antirreflejo, pero aun así pude distinguirle una mirada gélida, de estupefacción mohína, como si, más que enfadarse, en verdad no diera crédito a las pretensiones o sometimientos de De la Garza.
—No me emociona. Ps. Tah. Ni por asomo. —Así lo dijo, 'Ps'. Ni siquiera le salió el 'Pse' más clásico, que quiere decir 'Regular' o 'Ni fu ni fa' (nadie sabe qué significa esto último, pero sin cesar se emplea). 'Ps', sobre todo seguido de 'Tah', era mucho más descorazonador, muy disuasorio.
—Déjeme que le suelte otro, Profesor. Está mucho más elaborado y tiene más mala hostia, más puña.
Ya estaba con sus semijergas y sus semigroserías, y a Rafita no lo disuadía nadie. Me sentí más tranquilo al comprobar que no había cambiado apenas desde la última vez que lo había visto, tirado en el suelo y palízado, con un susto de muerte literal en el cuerpo, tembloroso y suplicante en silencio, los ojos desviados y turbios sin ni siquiera atreverse a mirarnos, al castigador y a su acompañante, que era yo, estaba asociado. Lo veía recuperado, la cosa no habría sido muy grave si seguía dispuesto a importunar a cualquiera doquiera. Debía de ser de los que nunca aprendían, un sujeto sin remedio. Claro que no era previsible que el Profesor Rico le sacara una espada ni una daga, ni que lo agarrara de la nuca y le golpeara la frente contra la mesa, varias veces. A lo sumo le soltaría un gran bufido, o lo pondría a caldo con crudeza, en efecto tenía fama de mordaz e hiriente, como había comentado el vil Garralde, y de no guardarse sus opiniones rudas ni sus ofensas, cuando las consideraba justificadas. Estaba indolentemente sentado en una butaca, la cabeza echada hacia atrás como la de un juez desinteresado y escéptico, las piernas cruzadas con garbo, el antebrazo derecho apoyado en el respaldo, en la mano un cigarrillo cuya ceniza dejaba caer al suelo dándole golpecitos tenues con la uña del pulgar al filtro. Era obvio que si alguien no le ponía un cenicero justo debajo, él no iba a molestarse en buscarlo. Despedía el humo por la nariz a veces, algo un poco anticuado hoy en día, por eso todavía elegante. La prohibición de fumar en dependencias oficiales le traía sin duda al fresco. Iba bien vestido y calzado, la camisa y el traje me parecieron de Zegna o de Corneliani o por ahí, pero los zapatos no eran de Hlustik, eso seguro, debían de ser también meridionales. Rafita estaba de pie frente a él, se lo notaba excitado, como si le importara el juicio de Rico, que por lo demás no escuchaba al no ser benévolo por el momento. Cada vez hay más personas así en todo el mundo, que sólo se enteran de lo que les gusta o halaga, y lo que no, como si no lo oyeran directamente. Empezó siendo un fenómeno propio de los políticos y de los artistas mediocres afanosos de éxito, pero se lo han contagiado a las poblaciones enteras. Yo los veía a los dos como desde la fila cinco de un teatro, y si me centraba bien frente a la puerta entreabierta, ambos aparecían en mi campo visual sin cortes.
—Mira, joven De la Garza —le dijo Rico con insultante paternalismo en el tono—, resulta meridiano que Dios no te ha llamado por
este
camino de los versos simplones y sin sentido. Estás a leguas del
Struwwelpeter,
y Edward Lear te da cien vueltas. —El Profesor era pedante a sabiendas, esto es, por gusto, ya que sin duda Rafita no había oído jamás esos nombres, yo conocía por casualidad el de Lear, de mis pedantes años de Oxford, el otro ni me sonaba entonces, después he averiguado algo—. Bien, no creo que debas contravenir sus designios, derr, más que nada por que no pierdas el tiempo. Claro que tampoco te habrá llamado por el de los refinados, a tu alcance no estaría ni
'Una alta ricca rocca..’
y eso que le llevarías seis siglos largos de progreso. —Esta cita o lo que fuera la pronunció con un cuidadoso acento italiano, luego supuse que no era en español sino en italiano, pese a la coincidencia de las palabras; tal vez era de Petrarca, en quien estaba especializado, como en tantos otros autores mundiales y hasta en el
Struwwelpeter
seguramente, su saber era inmensurable—. Hay cosas, ets, que no pueden ser. Así que no insistas, pf. —Me llamó la atención que, siendo miembro de la Real Academia Española, recurriera a tantas onomatopeyas desacostumbradas en nuestro idioma y en principio indescifrables, aunque a la vez me resultaban todas perfectamente comprensibles y nítidas, quizá poseía un talento especial, era un maestro de la onomatopeya, un inventor, un creador, eso además. 'Derr' designaba prohibición a buen seguro. 'Ets' me pareció una advertencia muy seria. 'Pf' me sonó a caso perdido.
Pero Rafita pertenecía a su época y no quería enterarse o en verdad no se enteraba, no sé si viene a ser lo mismo en demasiados casos actuales. Así que prosiguió con lo suyo:
—Ya verá como este le gusta, Profesor, lo va a dejar flaseado. Ahí va. —Entonces lo vi mover manos y brazos ridiculamente como un rapero (no que él fuera ridículo, que lo era, sino que lo son cuantos se dedican a canturrear con gesticulaciones esas monsergas sin gracia ni mérito, el triunfo del recitativo en aleluyas, santo cielo, a estas alturas), daba unos braceos más o menos ondulantes que intentaba hacer pasar por ademanes airados de negro barriobajero, aunque de vez en cuando le salía la cruel vena española y se le quedaban unos dedos como de folklórica en pleno desplante. Era todo patético, en consonancia con sus terribles versillos, una cantilena insoportable que largó flexionando sin parar las piernas al supuesto ritmo de una musiquera imaginaria y rala—: Te convierto en un pelele que me rasca el ukelele —así empezaba, con semejante rima—, soy el pasto de las cobras, se alimentan de mis sobras, te inoculo mi veneno, contra él no tienes freno, no me piques las espuelas si no quieres perder muelas, juu-yu, yu-jú. —Y en seguida, sin apenas tomar aliento, acometió otra estrofa o bloque o lo que fuera—: Que mis balas tienen hambre y están llenas de cochambre, y te buscan el cerebro pa dejártelo bien cerdo, chamusquina entre las cejas, la sesera en las orejas, vomitando por los poros y eres mierda de inodoro, juu-yu, yu-jú. —¡Basta!
—El muy notable Profesor Rico lo había mirado de hito en hito, otra cosa que casi nadie sabe ya lo que significa pero que todo el mundo entiende; y supongo que lo había escuchado de igual modo, si ello es posible, lo cual dudo pero al fin ignoro. Había palidecido, en todo caso, al oír estos octosílabos chafarrinosos, como yo mismo, imagino, por allí no había espejos para comprobarlo. Pero a continuación sentí calor en la cara y debí de sonrojarme, por una mezcla de enfurecimiento y de vergüenza ajena: ¿cómo era posible que aquel espectacular majadero entretuviera y molestara al admirable Francisco Rico con tal sandez y patochada? ¿Cómo podía creer que aquello (además, grosero) tuviera valor poético alguno, ni siquiera como falso
Limerick,
y esperar un veredicto aprobatorio de una de nuestras máximas autoridades literarias, de visita en Londres, gran lumbrera, quizá aún cansado de su viaje, quizá necesitado de tiempo para, dar los últimos retoques a su magistral lección de aquella tarde? Me entró una indignación parecida a la que me invadió al descubrirlo en la pista rápida de la discoteca, latigando con su redecilla insensata a la imprudente Flavia. Entonces me había venido un pensamiento único, breve y simple, y eso que aún desconocía las inminentes consecuencias traumáticas de aquel incidente: 'Es que le daría de tortas y no acabaría'. Me había acordado de ello más tarde, con pesar, con una especie de arrepentimiento vicario (sobre todo mío, pero también en nombre de Tupra vagamente, él no parecía arrepentirse de nada, como era natural al soler obrar con determinación y conciencia; al menos no se lamentaba de lo relacionado con el trabajo), durante y después de la tunda y desde luego antes, cada vez que la lansquenete de Reresby subía y bajaba. ¿Cómo no había escarmentado De la Garza, cómo no se había hecho más discreto? ¿Cómo podía componer ninguna pieza, por incoherente y grotesca que fuera, con elementos de violencia, tras haberla él sufrido a lo bestia, a manos nuestras? ¿Cómo podía mencionar siquiera la palabra 'inodoro', después de haber estado a punto de morir ahogado en el agua azul de uno de ellos? 'Quizá por eso', pensé, me dije en aquel pasillo, todavía inadvertido, invisible, un
voyeur
y un
eaves-dropper.
'Quizá anda obsesionado con lo que le ocurrió, y esta es su única forma (idiota) de resarcirse o de superarlo, creer que él podría ser Reresby (creerlo a su manera pueril y torpe) y meterle a alguien unos balazos, o por lo menos miedo, o envenenarlo, o saltarle las muelas a golpes, o bien hacerle todo eso al propio Tupra, a quien tendrá absoluto pánico y rogará todos los días no volver a encontrarse, en esta ciudad que comparten. Fantasear es gratis, lo sabemos desde muy niños; luego seguimos sabiéndolo, pero aprendemos a hacerlo ya poco, cada vez menos con los años, al darnos cuenta de que no nos sirve.' Me dio algo de pena, al instante volvió a darme algo de pena y ésta atemperó mi indignación, no así la del Profesor egregio, claro está, que ni tenía mis pensamientos ni con él deudas pendientes—: ¡Basta! —gritó sin alzar la voz, la sensación de grito la transmitió su tono impostado, semejante al que emplean los camareros de los bares madrileños para vocear pedidos a los de la cocina o la barra, por encima o por debajo del estruendo de los clientes—. ¿Es que no estás en tus cabales o qué ventolera te ha dado, De la Garza? ¿Tú crees que a mí puede interesarme oír esa sarta de necedades —dudó— tam-támicas que me estás largando? Vaya inmundicia. Reg. Menuda tabarra. —Eran palabras antiguas o es que el léxico general de los españoles se ha reducido hoy a tal mínimo que casi todas lo parecen, antiguas: 'ventolera', 'sarta', 'necedades', 'tabarra', también la expresión 'no estar en sus cabales', me gustó ver que yo no era el único en emplearlas, durante un segundo me sentí identificado con Rico, lo cual me resultó lisonjero, inopinadamente o no tanto (es un hombre eximio). Su nueva onomatopeya, 'Reg', me pareció tan transparente y lograda como las anteriores, equivalía a asco, moral y estético.