Tardó de más en devolver la llamada, me dio tiempo a impacientarme, a recuperar mis sospechas, a desear que me comunicara la cancelación de su cita y así disiparlas. También a pensar que estaba ganando tiempo, quiero decir haciéndolo, dándoselo a la canguro para desplazarse y retrasando así de paso mi puesta en marcha en la misma dirección, hacia nuestra casa que ya no era mía. Aguardé sin moverme, sentado en la cama, así se hace cuando algo es cuestión de un momento a otro, maldita esa expresión que eterniza cada segundo y nos suspende. Había pasado más de un cuarto de hora cuando por fin sonó el teléfono.
'Hola, soy yo’ dijo Luisa como había dicho la joven Pérez Nuix al llamar a mi puerta en la noche de la lluvia sostenida y fuerte, en Luisa estaba más justificado, al fin y al cabo para mí había sido un 'yo' inequívoco durante muchos años —eso suele darse por descontado, que no hay más 'yo' en los matrimonios— y llevaba un buen rato ahora esperándola. También estaba en su derecho de no dudar que iba a reconocerla sin necesidad de más —quién si no, quién sino yo, sino ella—, desde la primera palabra y el primer instante, y podía estar casi segura de ocupar mucho o bastante mis pensamientos, aunque eso no debió de planteárselo en aquel momento, su cabeza se encontraba en otro sitio, o intentaba combinar ese sitio con mi indeseada presencia, no lograba sacudirme la impresión de que para ella era eso, un contratiempo. 'Perdona, la canguro ha estado comunicando hasta ahora mismo. Ya está avisada de que vendrás y de que no debe chafarte la sorpresa, no les dirá nada a los niños. ¿Cuánto tardarás?'
'No sé, desde aquí unos veinte minutos, calculo, cogeré un taxi.'
'Entonces haz el favor de no salir hasta dentro de otros quince o veinte, para darle tiempo a ella a instalarse y a poner a los niños en orden. Procura no alterarles demasiado el horario, por favor, o si no mañana estarán muertos de sueño y tienen colegio. A ver si puede ser que estén acostados no más tarde de las once, y eso ya es mucho para sus costumbres. Ya tendrás más ocasiones de verlos, ¿cuántos días te quedas?'
'Dos semanas', contesté, y volvió a parecerme que eso suponía para ella otro problema imprevisto, si es que no una contrariedad, algo con lo que habría de lidiar, un fastidio.
'¿Tanto?' No fue capaz de reprimirse, sonó más alarmada que alegre. '¿Y eso?'
'Ya te dije que tenía que acompañar a mi jefe en un viaje. Al final resultaron ser cuatro, uno tras otro. Así que me ha premiado, supongo, con uno largo para mí solo.' Y añadí: '¿No voy a verte hoy entonces?'.
'No, no lo creo, volveré cuando los niños ya estén dormidos. La canguro se quedará lo que haga falta, por eso no te preocupes; en cuanto los meta en la cama te puedes ir tranquilamente, no se te ocurra esperarme. Si me hubieras advertido que venías, lo habría arreglado de otra forma. Ya hablaremos, ya quedaremos con calma.'
La ciudad que un día antes estaba difuminada y turbia se hace nítida al instante en cuanto uno vuelve a pisarla; el tiempo se comprime, desaparece el ayer —o es intermedio—, y es como si no hubiera salido uno nunca. De pronto sabe otra vez qué calles hay que tomar, y en qué orden, para ir de un lugar a otro, los que sean, y también cuánto se tarda. Veinte minutos, había calculado en taxi, desde el Palace hasta mi casa con el tráfico abominable, y esos fueron casi exactos. Y en vez de pensar con ilusión en mis niños, a los que por fin iba a ver tras larga ausencia, no pude evitar cavilar sobre Luisa durante el desencantado trayecto. No es que esperara un gran recibimiento suyo, pero al menos curiosidad, simpatía, las que me había manifestado por teléfono cada vez que había hablado con ella desde Londres, qué había cambiado, qué le había entrado conmigo, por respirar el mismo aire. Tal vez me tuviera esa simpatía sintiera esa vaga curiosidad por mí sólo a distancia, si me sabía lejano, si yo era una voz al oído sin rostro ni cuerpo ni visión ni alcance; entonces podía permitírselas, pero no aquí, no donde habíamos vivido contentos y juntos y luego nos habíamos hecho algo de daño. Aquí había prescindido, se había desacostumbrado a mí y no sabía bien dónde meterme: yo ya no rondaba hacía tiempo. No había soltado prenda sobre su cita, aquella salida que le había surgido al enterarse de que yo andaba cerca en carne y hueso, estaba medio convencido de ello. No tenía obligación de soltarla, desde luego, ni yo le había preguntado, ni le había insistido en que anulara su compromiso, eso es fácil y gratis y cualquiera lo hace con menores motivos o por simple antojo ('Por favor, por favor, hoy es un día especial, me gustaría tanto veros a todos juntos, seguro que puedes cambiarlo, anda, qué te cuesta intentarlo'); pero lo normal es que todo el mundo dé explicaciones aunque no se le pidan, y se excuse sin necesidad, y cuente su vida inane y se explaye y raje, por el mero placer de usar la lengua, por suministrar información superflua o por evitar vacíos, por provocar celos o envidia o por no levantar sospechas al resultar enigmático. 'El hablar funesto', había dicho Wheeler. 'La maldición de hablar. Hablar y hablar sin parar, para eso a nadie se le acaban las municiones nunca. Esa es la rueda que mueve el mundo, Jacobo, por encima de cualquier otra cosa; ese es el motor de la vida, el que nunca se agota ni se para jamás, ese es su verdadero aliento.' Luisa lo había retenido, ese aliento, se había limitado a decirme: 'Ellos no saldrán ya hoy, pero yo sí, dentro de un rato', y ni siquiera había añadido lo mínimo en estos casos, 'Es una cita que no puedo deshacer, de hace semanas', o 'Ya no me da tiempo a avisar', o 'No me es posible aplazarla, porque es con gente de fuera que no estará en Madrid ya mañana'. Tampoco había expresado el educado pesar que le causaba la coincidencia, aunque el pesar fuera falso (pero al dejado de lado eso algo le consuela, o le conforma): 'Qué rabia, qué mala pata, qué lástima, me habría encantado ver a los niños al verte. Si lo hubiera sabido antes. No querrás esperar hasta mañana, ¿verdad? Tanto tiempo'. Había puesto punto en boca, en realidad como si no supiera qué cita tenía ni dónde iba, como si acabara de inventársela más que como si quisiera ocultarla. Esa fue mi sospecha, por deformación profesional acaso, mi deformación inglesa. Tendría donde ir de todas formas, dónde refugiarse unas horas, las que yo pasaría en su casa. No le faltaría ya un novio, un amante, aunque fuese pasajero. Sería cuestión de localizarlo, o a lo mejor ni de eso, si él le había dado ya unas llaves. 'Parece que no quiere verme', pensé en el taxi. 'Pero me va a ver, seguramente. No he venido hasta aquí para aguantar un día más sin mirarla, sin volver a contemplar su rostro.'
La sorpresa de los niños fue enorme. Marina me miró al principio con fijeza y con desconfianza; luego se acostumbró, más como suelen hacerlo los crios pequeños con los desconocidos —es asunto de minutos, si el adulto tiene algún arte— que como si me recordara con precisión, es decir, con datos. También ayudó que su hermano la instruyera al instante ('Es papá, tonta, ¿no te das cuenta?'). Los regalos contribuyeron a facilitar el encuentro, y la sonrisa aprobatoria, casi beatífica de la canguro, una chica joven con buena mano que acudió a abrirme la puerta: no me atreví a probar mi llave por si estaba caduca, llamé al timbre como cualquier visitante. La niña hizo preguntas absurdas ('¿Y dónde vives?', '¿Tienes perro?', '¿Y llueve siempre?', '¿Hay osos?'), Guillermo se encargó de las que contenían reproche ('¿Por qué no te vemos nunca?', '¿Allí te lo pasas mejor que aquí?', '¿Conoces a niños ingleses?') y también de las aventurero-librescas, veía películas sin parar y ya leía bastante ('¿Has visitado la escuela de Harry Potter?', '¿Y la casa de Sherlock Holmes?', '¿No te da miedo salir de noche, con la niebla y los destripadores, o ya no hay destripadores en Londres?', '¿Es verdad que las figuras del Museo de Cera no se distinguen de las reales si se ponen juntas?'). (No había estado en aquella escuela, pero sí en el 221B de Baker Street, de hecho vivía muy cerca y me pasaba por allí a menudo; y en York había descubierto la oscura y descuidada tumba de Dick Turpin, el bandolero de la casaca roja y el antifaz y el sombrero de tres picos y las botas altas hasta los muslos, con él estaba enterrado su fiel caballo
Black Bess,
que en realidad era una yegua, y había visto el lugar donde lo habían ahorcado, en Tyburn, en las afueras, vestido elegantemente. Una noche me había seguido un perro blanco, tis tis tis, a lo largo de calles y plazas y parques hasta mi casa, él solo bajo la lluvia intensa, para los niños era mucho más misterioso si omitía a su dueña; lo dejé secarse y dormir en casa, y sí, me lo habría quedado, pero se fue a la mañana siguiente, cuando lo saqué de paseo, y ya no he vuelto a verlo nunca, quizá no le gustó mi comida para personas, para perros no tenía. Otra noche había visto a un hombre sacar una espada en una discoteca, de dos filos, la sacó del abrigo y amenazó a la gente, que se apartó aterrada; cortó unas cuantas cosas con gran habilidad y dominio, una mesa, un par de sillas, unas cortinas, hizo añicos unas cuantas botellas y a dos mujeres les rajó la falda sin causarles el más mínimo daño, medía muy bien, era un artista; luego envainó la espada en su abrigo largo, se lo puso —eso lo obligaba a caminar muy rígido, como un espectro— y se marchó tan tranquilo, sin que nadie se atreviera a pararlo; tampoco yo, cómo se os ocurre, estáis locos, me habría hecho trizas en un instante, era muy rápido con su arma (era como un rayo sin trueno que despedaza callando). Estuve a punto de decirles que una tercera noche la había pasado en la casa de Wendy, la novia de Peter Pan, pero me abstuve: la niña era lo bastante pequeña para creérselo, el niño no, pero sobre todo no quería rememorar los vídeos que allí se me habían mostrado, de hecho no quería recordarlos nunca y los recordaba constantemente ('El viento mueve la mar y los barcos se retiran, con los remos presurosos y las velas extendidas. Entre el ruido de las olas sonó la fusilería... ¡Malhaya el corazón noble que de los malos se fía!... Sobre los barcos lloraba toda la marinería, y las más bellas mujeres, enlutadas y afligidas, lo van llorando también por el limonar arriba.' El romance de Torrijos se me quedó para siempre asociado a aquella tanda de escenas siniestras). Y me di cuenca —lo había olvidado, hacía tanto que no charlaba con Guillermo y Marina— de que casi todo lo que le pasa a uno, sin apenas cambios, puede convertirse fácilmente en una historia para niños. Historias intrigantes o tenebrosas, de las que los protegen y los preparan, y les dan recursos.)
Una vez que se acostaron, tuve por primera vez la certeza, en muchos meses, de que estaban sanos y salvos; el tiempo volvió a comprimirse o se aplastó más todavía, y durante unos segundos tuve la sensación de no haberme movido jamás de su lado y de no haber conocido nunca a Tupra ni a Pérez Nuix, a Mulryan ni a Rendel; cuando al poco entré de puntillas en sus respectivos cuartos, para apagar las luces y comprobarlo, al niño se le había deslizado sin sobresalto hasta el suelo el Tintín que habría estado repasando ya casi dormido, y la niña se abrazaba a un osito destinado una noche más a asfixiarse bajo el diminuto abrazo de sus sueños simples. Poco o nada había cambiado en mi ausencia. Sólo Luisa, que no estaba allí, y aunque yo sí estaba seguía sin verla. En su lugar una canguro discreta, se había hecho a un lado, no había interferido en el encuentro, se había limitado a ayudar con los crios cuando ya les había tocado cenar e irse a la cama. Dijo llamarse Mercedes, pese a ser polaca: quizá un nombre adoptado, para españolizarse antes. Hablaba bien nuestra lengua, la había aprendido en sus tres años de estancia, antes ni idea, dijo, tenía novio madrileño, pensaba casarse y quedarse (le vi colgada una crucecita al cuello), todo eso me contó mientras yo remoloneaba. 'No se te ocurra esperarme', me había advertido Luisa, me había sonado un poco a advertencia. Estaba en su derecho de no quererme allí mientras ella no estaba, podría haberme dedicado a chafardear, a detectar variaciones ya curiosear su correo, a abrir sus armarios y oler sü ropa, a entrar en su cuarto de baño y oler su champú y su colonia, a mirar si me conservaba en foto en su alcoba (sería improbable), en el salón permanecían unas pocas familiares en las que yo estaba presente, de los cuatro juntos, procuraría que los niños no me olvidaran del todo, el rostro al menos.
—¿Vienes con frecuencia? —le pregunté a Mercedes—. Parece que los niños te conocen bien, y te hacen caso. —No fue una pregunta falta de intención enteramente.
—Sí, algunas veces. No demasiadas. Luisa no sale mucho de noche. Más, últimamente. Más por las tardes. —Y entonces la delató, sin querer a buen seguro, pero sin dilación ni espera. Basta con que la gente hable para que cuente de más en seguida, aunque no cuente nada; la gente proporciona datos nada más abrir la boca, sin caer en la cuenta de que lo son y sin que se le pidan, y así delata a cualquiera sin proponérselo, o se traiciona a sí misma, y nada más flotar las palabras ya es demasiado tarde: 'Ay, no me he dado cuenta, qué tonto, no lo pretendía'—. Hoy ha tenido suerte de encontrarme en casa. Normalmente no me llama tan tarde, siempre el día antes por lo menos. Podía haber estado ya pillada en otra casa, voy a cuatro familias distintas, a cuidar de sus niños. Cuatro además de Luisa.
—Ah, pues sí que ha sido suerte. ¿Con cuánta antelación te ha avisado?
—Nada. El tiempo para desplazarme. Tengo que coger un autobús y un metro hasta aquí, pero me ha dicho que hoy me pagaba un taxi. Lo que pasa es que en mi zona no pasan muchos, por eso he tardado. Vente corriendo', me ha dicho, 'que me ha salido una emergencia.' Me ha advertido que usted venía, para que le abriera la puerta. Pero habría mirado por la mirilla y le habría abierto de todas formas, ya lo conocía de las fotografías. —Y señaló tímidamente hacia ellas, como si la avergonzara haberse fijado.
Así que había atinado en mis sospechas, tanta práctica en la oficina sin nombre quizá no era en balde. Luisa no preveía salir, lo había hecho para no verme. No había osado obligarme a aplazar mi encuentro con los niños, para eso le habría costado aún más inventarse un pretexto creíble ('Tanto tiempo', había dicho, consciente de que en efecto era tanto). Dónde habría ido, no es tan fácil pasar unas horas fuera de casa si no se tiene nada en perspectiva, cuando la tarde empieza a vencerse, entre dos luces. Podría haberse metido en un cine, en cualquiera, o haber ido de tiendas al centro, aunque eso la aburría mucho; haberse refugiado con el amante, o haber ido a ver a una amiga, o a su hermana. Tendría que hacer tiempo de sobra hasta que yo me hubiera marchado, hasta que ella calculara que había abandonado la casa, que había despejado el campo, y sabría que me costaría arrancarme, allí me sentía muy cómodo, todo era tan parecido.