Tal vez fue eso, una tregua por cansancio, lo que le permitió mirar a su alrededor un instante y verme, acordarse de quién era yo y darse cuenta de que al día siguiente me habría ido, y de que entonces me habría dejado pasar de largo sin —por así decir— aprovecharme; de que sin embargo aquella noche yo estaba todavía a tiempo de servirle para engañar un rato al tiempo, y sacarla durante unos minutos, con mis relatos londinenses, con los comentarios o anécdotas de mi mundo ajeno al suyo, de sus obsesiones que no amainaban. Seguramente me habría escuchado tan sólo con medio oído, ni siquiera con uno entero, como quien se fija distraídamente en el murmullo de una lluvia aposentada, cómoda, tan sostenida y fuerte que parece iluminar ella sola la noche con sus hileras continuas como varas flexibles metálicas o como lanzas interminables, al levantar uno la vista; o como quien al dormirse con un ojo abierto cree entender y se acopla al lánguido rumor del río, que habla con sosiego o desgana, o la desgana la pone uno con su propia fatiga y su propio sonambulismo y sus sueños que ya comienzan, aunque se crea muy despierto; o como quien sin querer se contagia y se deja arrastrar por un tarareo insignificante que le llega desde la distancia, a través de un patio o de una plaza, o bien al entrar en un lavabo y oír a un hombre contento que canturrea al peinarse, al hacerse la raya con agua y con extremado esmero ('Nanná naranniaro nannara nanniaro', y entonces no puede uno sino continuar y ponerle significado y palabras a la pegadiza canción, si se la sabe: 'Fo I'm a poor cowboy and I know I've done wrong. Porque soy un pobre vaquero y sé que he hecho daño', dice el verso; o, si se quiere, 'que he hecho mal').
Así me habría escuchado Luisa, desatentamente, si hubiéramos llegado a tener aquel rato de charla que estuvo a punto de proponerme. Yo me había despedido ya de los niños, de cada uno en su cama, los había dejado durmiéndose, más que dormidos. Había entornado ambas puertas y le había dicho a Luisa, que me esperaba en el pasillo:
—Bueno, ya me voy. Me voy mañana. —A continuación le había tocado la barbilla suavemente, para mirarle el perfil, y había añadido—: Ese ojo está casi curado. A ver si llevas más cuidado en general. —El golpe no se le notaba ya apenas, sólo había una pequeña zona que aún le amarilleaba un poco, no se daría cuenta nadie que no hubiera visto lo anterior.
—Sí, ya te vas —contestó ella. Y en su pensativo tono me pareció que a lo mejor iba a echarme vagamente de menos, ahora que se iba a quedar más con los niños y no tendría tanta distracción—. No nos hemos visto mucho, no me has contado casi nada, me has pillado en malos días, con muchos compromisos previos y mucho quehacer, cosas que ya no podía anular ni cambiar, si me hubieras avisado de tu venida con antelación...
Era una especie de disculpa, era ella quien se sentía algo en deuda, no demasiado, uno suele amoldarse al que tiene los días contados en la ciudad y no lo había hecho. Se la veía triste y ajena y como con malos presentimientos o aún peor, con una mala presciencia. Serena en su abatimiento, como quien ya ha arrojado la toalla antes de recibir los golpes, como quien ya sabe. Debía de estar convencida de que algo raro sucedía con Custardoy, o a lo mejor ella lo llamaba Esteban; de que, aunque él viajara a veces y se pasara días o semanas observando y estudiando cuadros en cualquier lugar, no era normal una partida tan intempestiva, sin haberse podido despedir ni ver, ni tanto silencio posterior. Imaginé con satisfacción que él debía de estar siguiendo mis instrucciones al pie de la letra, o quizá extremándolas: sí, era bien posible que aún no la hubiera vuelto a llamar desde su primer aviso, desde su supuesta llegada a donde le hubiera dicho que se había ido. Hasta podía haberle contado que estaba en Baltimore y no haberse movido de Madrid. A mí me daba lo mismo, con tal de que cumpliera y no apareciera nunca más.
—¿Cómo estás tú? —le pregunté—. Te noto algo alicaída, ¿te ha pasado algo en los últimos días?
—No, nada —me respondió, sacudiéndose un poco el pelo al negar—. Un pequeño chasco, no tiene importancia. Se me pasará en seguida.
—¿Puedo hacer algo al respecto? ¿Con alguien que yo conozca?
—No. No, en absoluto. Es alguien que tú no conoces, alguien reciente. Y tampoco es culpa suya, no lo ha podido evitar—. Se quedó callada un segundo y añadió—: Es curioso, cada vez habrá más gente mía que tú no conozcas, ni siquiera de oídas, y no tendrá ningún sentido que yo te hable de ella ni te la mencione. Y lo mismo me pasará a mí con la tuya. Eso no había ocurrido a lo largo de muchos años, ¿verdad?, o rara vez. Es extraño cómo en la convivencia uno se tiene al día sin especial esfuerzo ni dificultad, y cómo de pronto, o más bien es poco a poco, se lo ignora todo sobre quienes vienen después. Sobre quienes llegan a la vida de cada uno, quiero decir. Yo no sé nada de tus amistades de Londres, por ejemplo, ni de tus compañeros de trabajo con los que te tratarás a diario. Me dijiste que erais un grupo reducido, ¿verdad? Y con una chica medio española, ¿no? ¿Qué tal te va con ellos? Ni siquiera tengo del todo claro a qué os dedicáis. —Y a la vez que decía esto me señaló con el brazo hacia el salón, no como si me indicara la puerta de la calle para que me fuera ya, sino como si me sugiriera que pasáramos allí un momento antes de irme para que le contara, o acaso era tan sólo para oírme hablar. Quizá se había dado cuenta de que podía ayudarla a sobrellevar unos minutos su espera, o a levantarle del alma su plomo que no cesaba. Pensé que le preguntaría por la joven madre gitana y sus niños, eran en cierto sentido gente suya de la que yo aún había llegado a saber, en nuestra convivencia, en nuestra cotidianidad, y de la que había llegado a acordarme en el otro país.
Echamos a andar en aquella dirección, ella delante de mí. Nos disponíamos a charlar en casa, y mientras aquello durara nos parecería de lo más natural, sin la artificialidad de haber establecido una cita previa en un restaurante ni en ningún otro lugar. Pero entonces sonó su móvil, el que utilizaban otras personas y yo no, y ella se apresuró hasta el salón, casi corrió, lo tenía allí, dentro del bolso, también yo había dejado mi gabardina y mis guantes en el respaldo de un sillón, al entrar. La dejé ir, claro está, no apreté el paso, pero, puesto que íbamos juntos, tampoco me detuve ni me frené, mi discreción consistió en no pasar, en quedarme en el umbral mirando los libros de una estantería, mis libros que tal vez algún día cercano tendría que llevarme de allí, todavía no sabía adonde.
—¿Sí? —le oí decir con el ánimo súbitamente ligero, como si la voz al otro lado le hubiera despejado la melancolía (o era pesar) con tan sólo una palabra o dos. Estaba seguro de que era Custardoy, llamándola por penúltima o antepenúltima vez—. Sí. ¿Tú estás bien? —Hizo una pausa—. Sí, ya entiendo. Aunque bueno, no te creas, la estampida me tiene descolocada... ¿Y no sabes cuánto vas a tardar? Eso es un poco raro, ¿no?, que no te hayan dado plazos. —Instintivamente se alejó de mí y bajó la voz, para que yo oyera lo menos posible. Pero como tampoco quería ser grosera cerrándome la puerta o yéndose a otra habitación, su murmullo me siguió alcanzando. Perdí algunas palabras, su tono no. No hablaba mucho, era Custardoy quien llevaba la voz cantante, y la conversación fue más bien breve, como si él tuviera prisa (obedecía mis órdenes de distanciamiento y sequedad y concisión)—. Pero con esto me dejas a ciegas. Y atada, si yo no te puedo llamar —dijo Luisa un poco implorante, elevando por consiguiente la voz, para bajarla en seguida otra vez y añadir a modo de explicación—: Está Jaime aquí, ha venido a despedirse, se vuelve mañana, estaba a punto de irse ya, ¿por qué no me llamas dentro de cinco minutos? —Ahora hubo otra pausa más larga—. Pues no, no te entiendo, ¿tienes que salir ya, ahora mismísimo?... —En algunos momentos se me escapaba lo que decía, oía vocablos intermitentes y frases sueltas—. No, la verdad es que no entiendo esta situación, primero todo tan precipitado y ahora tanta dificultad. No, ya, si no, no es que nos conozcamos desde hace tanto, ni que te me sepa de arriba abajo, no pretendo tal cosa, pero esto en todo caso me es nuevo, nunca se había dado... Sí. Y suenas raro, suenas distinto. —Volvió a callar, después casi a cuchichear, luego elevó el tono para decir—: Bueno, mira, no entiendo lo que te pasa, es como si me hablara otra persona. Es como si de pronto me tuvieras miedo, y yo no te voy a agobiar. —'No es a ti a quien tiene miedo, mi amor', pensé. 'Es a mí'—. Bueno, como quieras. Tú verás, tú sabrás, yo no estoy para descifrar... —Y las últimas siete palabras, las que vinieron a continuación, las soltó con frialdad—: Bien, vale. Como tú digas. Pues adiós.
En otras circunstancias no me habría gustado nada oír aquella conversación, cómo Luisa le protestaba a otro hombre, cómo estaba en un tris de rogarle, cómo reaccionaba con dignidad ofendida a su evasividad o desinterés. Pero aquella escena en realidad la había preparado yo, casi la había configurado y dictado, como si fuera Wheeler, que sin duda dedicaba tiempo a la confección o composición de escogidos momentos, o, como si dijéramos, conducía sus numerosos tiempos vacíos o muertos hacia unas cuantas escenas prefiguradas y deliberados diálogos, su parte ya memorizada antes. Sólo que yo no intervenía en aquella conversación, o bien era Custardoy quien había hablado por mí, al fin y al cabo no eran sus verdaderas palabras, sino las que yo lo había inducido a decir como un Yago, o lo había obligado a pronunciar. Saber que yo estaba allí al lado, presente, debía de haberle hecho aumentar su temor, también su odio hacia mí. Eso había sido una coincidencia, pero él no la habría sentido como tal, habría creído que yo vigilaba el proceso y que estaba ojo avizor. Tanto mejor para mí.
Luisa se acercó a donde yo estaba, con el móvil aún en la mano y una expresión que era mezcla de desconcierto, renuncia y contrariedad. 'Aún te queda mucho', pensé, 'aún te vas a desesperar. Y entonces me buscarás, porque soy lo más conocido y el que quizá siempre va a estar.'
—Bueno, ya me voy —dije, y cogí mi gabardina y mis guantes. Ella le había pedido a su interlocutor que la llamara al cabo de cinco minutos, en seguida había estado dispuesta a sacrificar nuestra charla, la que íbamos a haber tenido, imprevistamente. Para ella era secundario que la perdiéramos, que se diera o no. A aquellas alturas, para mí también. En aquel viaje no estaba mi oportunidad, habría que esperar bastante más.
—Lo siento —murmuró ella—. Cosas del trabajo. La gente tiene comportamientos muy extraños. Anuncia una cosa y luego ni me acuerdo. Se larga. —No hacía falta que me diera explicaciones falsas. La índole de la conversación había sido a todas luces personal, en modo alguno laboral. Yo sabía lo que estaba pasando, ella todavía no. No me importaba llevarle tanta delantera, no me importaba engañarla. 'No es este el Jaime que yo conozco', me diría Cristina más tarde. Pero yo ya lo había pensado antes: 'No, no lo soy. I am more my self'.
Luisa me acompañó hasta la puerta. Nos dimos dos besos, pero esta vez ella también me abrazó. Noté que lo hacía más por desprotección, o por la repentina anticipación del abandono y la pérdida, que por afectuosidad. Aun así yo se lo devolví con fuerza y con ganas, ese abrazo. No me costaba en absoluto abrazarla, eso nunca me costó.
'Ven, vuelve a mí, tendré paciencia, esperaré; pero no tardes ya mucho más', pensé en el avión, mientras recordaba aquel adiós. Y a continuación cité para mis adentros, de un poema reciente en inglés que había leído en uno de mis viajes con Tupra, lo había leído en un tren: 'Why do I tell you these, things? You are not even here'. O lo que es lo mismo: '¿Por qué te digo estas cosas? Ni siquiera estás aquí'.
Eso fue lo último antes de que todo cambiara. Pedí a la azafata algún periódico inglés, debía acostumbrarme de nuevo al otro país. Tampoco aquel día había mirado todavía ninguno español, estaba demasiado pensativo para que me contara el mundo exterior, de hecho llevaba El País doblado sobre las rodillas, aún sin abrir. La azafata me ofreció The Guardian, The Independent y The Times, cogí los dos primeros, del tercero ya no aguanto la decadencia espantosa bajo su actual imperio austral. Miré la portada de The Guardian y mi vista se fue al instante —los nombres que conocemos nos llaman, captan a gran velocidad nuestra atención— hacia una noticia que debió de sacarme los ojos de las órbitas y me los llevó corriendo a la de The Independent, para ayudarme a darle crédito y confirmar que no era una broma pesada y absurda ni tampoco una figuración. Ambos diarios la traían, no podía no ser verdad, y aunque no ocupaba demasiado espacio o no el principal, era de primera plana en los dos: 'Dick Dearlove, acusado de homicidio', rezaba un titular, y el otro era muy parecido: 'Dick Dearlove detenido por la muerte violenta de un menor'. Claro que ninguno decía 'Dick Dearlove', sino su verdadero nombre, Dearlove es sólo como he dado en llamarlo yo.
Busqué las páginas correspondientes y las leí con aprensión y avidez, luego con horror y con una creciente repugnancia hacia Tupra y hacia mí mismo, o en realidad esto último me vino como una exhalación. La información era muy incompleta y los hechos confusos, y no contribuían a aclararlos las sucintas y más bien herméticas declaraciones del portavoz y de los abogados de Dearlove, que eran quienes habían avisado a New Scotland Yard a la mañana siguiente a la noche del homicidio, lo cual hacía suponer que habrían dispuesto de unas horas para calibrar la situación y preparar y acordar la mejor línea de defensa, sobre la cual, por otra parte, no se aportaban apenas datos. En Inglaterra, según tengo entendido, y a diferencia de lo que ocurre en España, donde todo es griterío irresponsable desde el primer instante cuando no linchamiento verbal, se lleva muy a rajatabla la prohibición de violar el secreto de un sumario y de adelantar públicamente indicios y testimonios que vayan a formar parte de uno, y nadie con posibilidades de testificar acerca de un crimen está autorizado a relatar su versión a la prensa con anterioridad al juicio. Tanto los abogados como los periodistas se limitaban así a especular, con prudencia, insinuaciones vagas y considerable discreción. Se aludía a un posible intento de secuestro, a un posible intento de robo ('burglary'), también a un posible ajuste de cuentas pasional. La víctima tenía diecisiete años, al parecer era de origen búlgaro o ruso (no se sabía con seguridad, ni si poseía la nacionalidad británica o no; se imaginaba que no) y sólo aparecían sus iniciales, que curiosamente coincidían con las de su matador, esto es, pongamos que eran R D. Fuera como fuese, y yo supe en seguida cómo había sido en lo fundamental, de lo que no parecía caber duda era de que el cantante le había clavado una lanza en el pecho y en el cuello, de las varias que tenía en su casa colgadas en un salón contiguo al comedor, a aquel joven muy joven, dos noches atrás. Lo cual significaba probablemente que las televisiones de buena parte del mundo, sobre todo las británicas pero también las de mi país, llevarían ya una jornada entera desmenuzando el asunto, y no digamos los millones de voces anónimas o pseudónimas de Internet. Pero yo no había visto la televisión ni internet.