—No todo —le dije—. Un tatuaje no se puede quitar. Y no siempre. Hay obligaciones que tampoco se pueden quitar. Por eso hay algunas que es muy difícil ponérselas. Y otras que más vale hacerlo, para que ya no haya marcha atrás.
No había ya mucho más que hablar. Debía haber supuesto que ella no sabría nada. Posiblemente sólo la había llamado para combatir mi impaciencia y compartir mi estupor, para desahogarme, tal vez para convencerme, al menos para argumentar, o para un ensayo. Apagué el cigarrillo apenas fumado antes de que nadie me diera un toque de atención. Pagué y salimos. Me ofrecí a llevarla en taxi hasta su casa, pero estábamos demasiado cerca de la mía, declinó la invitación. Así que la acompañé hasta la boca de metro de Baker Street y allí nos despedimos. Le di las gracias y ella me contestó: 'Por favor'.
—¿Cómo está tu padre? —le pregunté. No habíamos vuelto a mencionarlo desde la noche en mi apartamento. Ella no me había contado nada ni yo le había preguntado. Supongo que si entonces lo hice fue porque tuve con ella cierta sensación de adiós. Aunque el lunes nos viéramos en el edificio sin nombre, y quizá algún día más.
—No está mal. Ya no juega —me contestó.
Nos dimos un beso y la vi desaparecer, hacia dentro, hacia abajo, el metro de Londres está tan hondo. Quizá le daba envidia que yo pudiera no seguir en el grupo, como le había anunciado. Que para mí fuera aún posible desgajarme de él, había permanecido mucho menos tiempo. A ella tampoco había nada que se lo impidiera, en principio. Pero era seguro que Tupra la querría conservar a toda costa, como a los demás, a mí también. Él iba dando sus necesarios pasos y debía de confiar en no ahuyentarnos con ellos, quién sabía si los dosificaba y medía teniendo también eso en cuenta, calculando cuándo estábamos curtidos para soportar ciertas convulsiones. Había muy pocas personas con nuestra maldición o don, cada vez menos, según Wheeler, y él había vivido en suficientes épocas como para notarlo sin equivocarse. 'Ya no queda apenas gente así, Jacobo', me había dicho. 'Nunca hubo mucha, más bien poquísima, de ahí lo reducido que siempre fue el grupo, y lo disperso. Pero en estos tiempos la escasez es absoluta. Nuestros tiempos se han hecho ñoños, melindrosos, en verdad mojigatos. Nadie quiere ver nada de lo que hay que ver, ni se atreve a mirar, todavía menos a lanzar o arriesgar una apuesta, a precaverse, a prever, a juzgar, no digámosla prejuzgar, que es ofensa capital. Nadie osa ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto. Nadie quiere saber; y a saber de antemano, bueno, a eso se le tiene horror, horror biográfico y horror moral.' Y en otra ocasión, en otro contexto, me había advertido: 'Has de tener presente que la mayoría de la gente es tonta. Tonta y frivola y crédula, no sabes hasta qué punto, una permanente hoja en blanco sin la menor huella ni resistencia.
No, Tupra no estaría dispuesto a perdernos así como así, a quienes le servíamos. Yo creía no haber contraído aún graves deudas ni fidelidades con él, ni establecido nexos demasiado fuertes; no me había envuelto, ni enredado, ni anudado, yo no habría de tirar de navaja para cortar ningún vínculo de los que acaban por apretar. Había intentado engañarlo respecto a Incompara, pero ahora, con lo de Dearlove, aunque no fuera lo mismo, estábamos más o menos en paz. A la joven Pérez Nuix, en cambio, era probable que la tuviera pillada por varios lados, que para ella no hubiera fácil separación, o posibilidad de desertar. Me acordé del comentario de Reresby cuando congeló en el vídeo la imagen del apaleado padre, el pobre hombre inmóvil sobre la mesa de billar, sangrando por la nariz y las cejas, quizá por los pómulos y por otras brechas, quebradas las manos con las que había tratado de protegerse en vano, un amasijo con cortes e hinchado, yo también había quebrado una mano y rajado un pómulo con aparente frialdad, o acaso con frialdad verdadera, cómo había sido capaz. Tupra había dicho: 'Aquí nada se tira, no se entrega ni se destruye nada, y esta paliza está aquí a buen recaudo, no es para que la vea nadie. Tal vez un día convenga enseñársela a Pat, eso sí, quién sabe, para convencerla de algo, de que se quede, de que no se nos vaya, nunca se sabe'. Tal vez se la enseñaría diciéndole: 'No querrás que a tu padre le vuelva a pasar'. 'Qué suerte', pensé, 'que mi familia esté lejos, que yo esté tan solo aquí en Londres'. Pero quizá no le haría falta llegar a tanto para convencer a Pat: al fin y al cabo, aunque medio española, ella rendía servicio a su país. Yo no.
Aquella noche dormí mal porque había resuelto levantarme muy temprano. No iba a pasarme todo un domingo cruzado de brazos en Londres, rumiando, sin apenas tarea (había cerrado cuanto tenía pendiente antes de mi marcha), con la televisión acechándome y esperando a que se hiciera lunes para ver a Tupra. Hacía mucho que no visitaba a Wheeler y además había cargado con aquel pesado regalo para él desde Madrid, todo el trayecto: el gran libro, en dos volúmenes y con caja, de carteles propagandísticos de nuestra Guerra Civil que le había comprado a un librero de viejo, había unos cuantos —y no sólo españoles, y viñetas— con el mismo o parecido motivo de la 'careless talk' o la 'conversación imprudente'. Y cuando a uno le ha costado acarrear algo, siente impaciencia por entregarlo, más aún si está convencido de que le hará ilusión a su destinatario. La noche del sábado, cuando regresé de la estación de metro de Baker Street, era ya un poco tarde para llamarlo, así que decidí presentarme en Oxford por la mañana y avisarlo desde allí, no supondría ningún problema, él no salía apenas y estaría encantado de que me acercara a su casa junto al río Cherwell y me quedara a almorzar, o pasara el día entero en su compañía.
Así que me fui a la estación de Paddington de la que tantas veces había partido durante mi ya lejano tiempo oxoniense, y cogí un tren antes de las ocho de la mañana sin darme cuenta de que era de los más lentos, con transbordo y espera incluidos en Didcot. En aquella estación semiderrelicta yo había aguardado muchos minutos sumados, durante lo que aún era mi juventud más o menos, y en una ocasión había tenido el convencimiento de perder algo importante por no haberme atrevido a hablarle —o casi— a una mujer que esperaba asimismo el tren retrasado que nos debía llevar a Oxford, y de la cual, mientras hacíamos tiempo fumando, el haz de luz temerosa que teníamos cerca iluminaba tan sólo las colillas de sus cigarrillos arrojadas al suelo junto a las mías (qué época tan tolerante), sus zapatos ingleses de adolescente o de bailarina ingenua, con hebilla y tacón muy bajo y la punta redondeada, y sus tobillos perfeccionados por la penumbra. Luego, cuando ya a bordo del tren demorado pude ver bien su rostro, supe y sé ahora que es la mujer que al primer golpe de vista más me conmovió a lo largo de mi juventud, aunque no se me escapa que este comentario sólo puede acompañar, según la tradición de la literatura y de la realidad, a aquellas mujeres que los hombres jóvenes no llegan a conocer. En aquel tiempo Luisa no se había cruzado aún conmigo y mi amante era Clare Bayes, y yo ni siquiera conocía mi rostro de entonces, y aun así interpretaba a aquella joven de la estación de Didcot.
El tren paró en las habituales Slough y Reading, y también en Maidenhead y en Twyford y en Tilehurst y en Pangbourne, y al cabo de más de una hora me bajé allí, en Didcot, donde tenía que aguardar varios minutos —aquellos andenes tan familiares— la aparición de otro tren cansino y remiso. Y fue en aquel lugar, mientras rememoraba difusamente a la joven nocturna cuyo rostro olvidé muy pronto pero no sus colores (amarillo, azul, rosado, blanco, rojo; y en el cuello llevaba un collar de perlas), donde descubrí que no eran sólo las ganas de volver a verlo y la impaciencia por observar sus ojos cuando los posara con sorpresa en aquellos carteles de la careless talk en España lo que me había hecho levantarme tan pronto para subirme a aquel tren y visitar sin dilación a Wheeler, sino la necesidad de contarle lo que me había pasado y de pedirle cuentas, secundariamente. No lo que me había pasado en Madrid, de eso él no tenía ni la más remota culpa (y hablando con propiedad ni siquiera me había pasado nada, sino que yo había hecho algo). Pero sí lo que me había ocurrido con Dearlove, al fin y al cabo era Peter quien me había metido en aquel grupo al que él había pertenecido en otros tiempos y quien me había recomendado; había propiciado mi encuentro con Tupra y me había sometido a una pequeña prueba que ahora me parecía inocente e idiota —perfecta para que yo no midiera el riesgo—, y había informado del resultado. Quizá él mismo había escrito el informe sobre mí del viejo fichero: 'Es como si no se conociera mucho. No se piensa, aunque él crea que sí (tampoco lo cree con gran ahínco)...'. Era él, en todo caso, quien me había revelado mis habilidades supuestas y me había captado para aquel trabajo, por utilizar el verbo clásico.
Una vez en Oxford caminé desde la estación hasta el Hotel Randolph y desde allí lo llamé por teléfono (ahora que sabía que Luisa usaba móvil, tal vez debía yo hacerme con uno, son instrumentos de acecho pero ofrecen comodidades). Me contestó la señora Berry y ni siquiera juzgó necesario pasarme con Peter. Le consultaría, pero estaba segura de que a él mi visita le alegraría el día. 'Dice que venga usted en seguida, Jack. Cuando quiera', me confirmó a los pocos segundos. '¿Se quedará a almorzar con nosotros? Bueno, el Profesor no lo dejará marchar antes'.
Al entrar en el salón tuve un instante de alarma —no llegó a pánico—, porque vi a Peter con el rostro algo afilado, como suele ponérseles a quienes la muerte ya va rondando sin todavía demasiada prisa, con el reloj aún no en la mano sino tan sólo a la vista. Esa impresión me disminuyó al poco rato y la di por falsa, pero también pudo deberse a un acostumbramiento rápido, como el que se produce cuando se ve a un amigo muy engordado o enflaquecido o envejecido desde la vez anterior, y hay que llevar a cabo una especie de corrección de la perspectiva, hasta que se nos asientan el nuevo volumen o la nueva edad en la retina y volvemos a reconocer plenamente al amigo. Estaba sentado en su sillón como mi padre en el suyo, con los pies sobre un pouf y la prensa dominical esparcida sobre una mesita baja, a su lado. El bastón lo tenía colgado del respaldo. Hizo una tentativa de levantarse para recibirme, pero yo se lo impedí. Por su apoltronamiento me pareció improbable que ahora pudiera sentarse tan fácilmente en la escalera, como había hecho la noche de su cena fría, ya tarde. Le puse una mano en el hombro y se lo apreté con suave o contenido afecto, fue a lo más que me atreví, en Inglaterra la gente apenas se toca. Estaba perfectamente vestido, con corbata y zapatos de cordones y una chaqueta de punto o jersey abierto, era una costumbre de su generación, yo creo, o al menos la había visto también en mi padre, que siempre estaba en casa como si fuera a salir en cualquier momento. No podía esperar. Tomé asiento en un taburete cercano y lo primero que hice, tras las cuatro frases de bienvenida y saludos, fue sacar de mi bolsa el paquete con La Guerra Civil en dos mil carteles, la próxima vez que fuera a Madrid tendría que buscar otro ejemplar para mí, era un libro fantástico, estaba convencido de que Wheeler lo apreciaría y disfrutaría mucho, como la señora Berry, a la que insté a quedarse con nosotros y mirarlo también. Sin embargo prefirió no hacerlo ('Ya lo estudiaré con calma en otro rato. Gracias, Jack'). Pretextó quehaceres y nos dejó, aunque a lo largo de la mañana cruzó por allí varias veces, entró y salió, siempre estaba cerca, siempre a mano.
—Mire, Peter —le dije abriendo el primer volumen—, el libro reproduce también algunos carteles extranjeros, y he puesto papelitos amarillos donde los hay relacionados con la conversación imprudente, parece que la recomendación fue una constante en bastantes lugares. La campaña británica fue imitada por los americanos cuando entraron por fin en la Guerra, con un poco de cursilería o efectismo a veces, por cierto. —Y le mostré una viñeta con un perrito que lloraba a su amo marino, muerto '¡... porque alguien habló!', o, como diríamos en español más propiamente, '¡... porque alguien se fue de la lengua!'; otra en la que aparecía una gran mano peluda con condecoración y anillo nazis y la leyenda: 'Premio a las conversaciones imprudentes. No habléis de movimientos de tropas, rutas de barcos ni equipamiento bélico'; y una tercera, más sobria, en la que unos ojos rasgados e intensos asomaban bajo un casco alemán: 'El te está vigilando'—, Y hay dos carteles ingleses que no me suena que me enseñara, pero usted los recordará seguramente. —Y le señalé uno muy escueto, que decía tan sólo 'Hablar mata' o 'La charla mata', y en la parte inferior se veía a un marino ahogándose por culpa indirecta de ella, o quizá era por directa; y otro, firmado por Bruce Bairnsfather, que reproducía a su célebre soldado de la Primera Guerra Mundial, 'Oíd Bill', junto a su hijo movilizado para la Segunda: 'Hasta las paredes...', se leía en la parte superior, junto a una cruz gamada y sobre una enorme oreja; y debajo las palabras del joven: '¡Hasta la vista, papá! Nos trasladan a... ¡Mecachis, casi se me escapa!'. Y le llamé la atención sobre uno francés, firmado por Paul Colin: 'Silencio. El enemigo acecha vuestras confidencias', y sobre uno finlandés, pero en sueco, que mostraba unos labios de mujer, carnosos y rojos, cerrados por un tremendo candado, y el texto por lo visto rezaba: 'Apoya a los combatientes desde la retaguardia. ¡No propagues los bulos!'; y sobre uno ruso en el que la mitad de la cara del individuo a la escucha se ensombrecía, y además le salían, en esa mitad izquierda, un monóculo y un bigote y una hombrera de militar (un siniestro aspecto, en suma)—. Y aquí están los españoles —añadí, buscándolos ya más bien en el segundo volumen, aunque estaban repartidos—. Vea usted, estos sí son por fuerza anteriores a los británicos, y a los otros.