Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
Gacel temía al "fesh-fesh", imprevisible, que no avisaba jamás de su presencia, pero al menos le agradecía la rapidez con que acababa con su víctima, mientras que la arena movediza del borde de los lagos salados se entretenía con su presa como con una mosca atrapada en la miel, hundiéndola centímetro a centímetro, sin posibilidad alguna de escapar, en la más larga agonía que cupiera imaginarse.
Por todo ello avanzaba ahora muy despacio hacia el Norte, buscando rodear aquella blanca extensión que parecía no tener límites, consciente de que era otra de las barreras que la Naturaleza interponía entre él y sus perseguidores. La salina se tragaría cualquier vehículo que pretendiera adentrarse en ella.
—Mubarrak ha muerto. Ese hijo de puta lo pinchó con su espada. Almarik asegura que fue un duelo limpio, y que los Sal no están dispuestos a iniciar una guerra de tribus por su causa.
Para ellos el problema está zanjado.
—Por desgracia, nosotros no podemos hacer lo mismo. Manteneos con los ojos abiertos hasta nueva orden.
—Entendido, sargento. Corto y cierro.
Malik se volvió al negro.
—Necesito hablar con el puesto de Tidikén. Que se ponga el teniente Razmán. Avísame cuando lo tengas.
Se alejó a pasear a solas en la noche, contemplando las estrellas y la Luna que extraía reflejos dorados de las altas dunas que se alzaban a sus espaldas. Comprendió que, pese a la innegable dureza de los días que le esperaban, se sentía feliz de encontrarse allí, al borde del "erg", comprometido en la difícil aventura de dar caza a un hombre que, sin duda, conocía el desierto mucho mejor de lo que él pudiera conocerlo nunca, y jugaría como una liebre jugaría con un camello que quisiera atraparla. Pero, de una forma u otra, era eso: una caza, y eso le hacía sentirse de nuevo en marcha, de nuevo activo, de nuevo joven tal vez, como en los tiempos en que acechaba oficiales franceses en las esquinas de la "Casba" para hundirles un cuchillo en las tripas y perderse luego entre las sombras de las mil callejuelas. O cuando arrojaba una bomba al interior de un café del barrio europeo el día que se lanzaron al fin a la lucha abierta, convencidos de que la libertad estaba cerca.
Era una hermosa vida aquélla, excitante y plena, tan distinta de la monotonía del cuartel que llegó con la independencia, y tan distinta del horror del destierro en Adoras, y su inútil y eterna lucha contra la invasión de las arenas.
"Quiero atrapar a ese sucio targuí —se dijo—. Y atraparlo vivo, para quitarle el velo, verle la cara, y que él vea a su vez la mía, y comprenda que no va a ser el primero que se ría de mí.
Había pasado toda una larga noche despierto en su camastro, soñando con la idea de acompañarle a la "Tierra Vacía" en busca de "La Gran Caravana", imaginando las aventuras que correrían juntos, y cuánto sería capaz de enseñarle un hombre como aquél, que había sido capaz de ir y volver allá, no una, sino dos veces. Durante toda una larga noche, aquel targuí se había convertido en su amigo, le había devuelto la esperanza en un posible futuro, y de pronto, en sólo, unas horas, ese mismo targuí había roto sus sueños por dos veces, negándose a que le acompañara y degollando al capitán cuando ya había logrado convencerle.
No. No había nacido aún el "Hijo del Viento" que pudiera hacerle eso, y seguir vivo. No había nacido.
—¡Sargento! El teniente al aparato.
Corrió hacia allá.
—¿Teniente Razmán? —Sí, sargento. ¿Atraparon al targuí? —Todavía no, mi teniente. Pero tengo la impresión de que está atravesando el gran "erg" del sur de Tidikem. Si manda a sus hombres, podría cortarle el paso antes de que se adentre en las montañas de Sidi-el-Madia.
Se hizo un silencio. Por último, la voz del teniente llegó dubitativa.
—Pero eso está casi a doscientos kilómetros de aquí, sargento.
—Lo sé —admitió—. Pero si se mete en Sidi-el-Madia, ni todos los ejércitos del mundo podrían encontrarle.
Aquello es un laberinto.
El teniente Razmán meditó su respuesta. Despreciaba al sargento Malik, al igual que despreciaba al capitán Kaleb-el-Fasi, cuya muerte había celebrado, y al igual que despreciaba a todos cuantos terminaban en Adoras, la escoria de un ejército que hubiera deseado limpio y recto, y en el que canallas de su clase no debían tener cabida ni aun para mantener abierto aquel puesto maldito.
Si un targuí había tenido el valor de meterse en aquel infierno, matar al capitán y largarse con viento fresco, en su fuero interno estaba de su parte, cualquiera que fuera la razón por la que lo hubiera hecho. Pero comprendía también que era el prestigio de ese mismo ejército el que estaba en juego y, que si se negaba a la petición de ayuda y el targuí escapaba, el sargento aprovecharía para cargarle con la responsabilidad ante sus superiores.
Dentro de dos años ascendería a capitán y se convertiría en la máxima autoridad de la región. Si además cazaba al asesino de un oficial —por puerco que este oficial hubiera sido en vida—, esos dos años podían acortarse. Lanzó un suspiro y asintió con la cabeza como si el otro pudiera verle.
—Está bien, sargento —replicó al fin—. Saldremos al amanecer. Corto y fuera.
Dejó el micrófono sobre la mesa, cerró el interruptor y permaneció muy quieto contemplando el emisor, como si esperase encontrar en él una respuesta.
La voz de Souad, le sacó de su abstracción devolviéndole a la realidad.
—No te agrada esa misión, ¿verdad? —inquirió desde la cocina, asomando apenas la cabeza.
—No, desde luego —admitió. No he nacido para policía, ni para perseguir a un hombre por el desierto simplemente porque hizo lo que consideraba justo según su ley.
—Esa ya no es la ley, y tú lo sabes —le hizo notar ella viniendo a sentarse al otro extremo de la larga mesa—. Somos un país moderno e independiente en el que todos debemos ser igual porque si cada uno se rigiera, por sus propias costumbres, resultaríamos ingobernables. ¿Cómo compaginar los hábitos de los hombres de la costa, con los de los montañeses, o los beduinos y tuareg del desierto? Hay que cortar y empezar de nuevo imponiendo una legislación común o nos precipitaremos al abismo. ¿Es que no lo comprendes? —Sí. Se puede comprender cuando se ha estudiado en una academia militar, como yo, o en una universidad francesa, como tú. —Hizo una pausa, buscó una curva cachimba de la media docena que colgaban de un soporte de madera, en la pared, y comenzó a cargarla con parsimonia—. Pero dudo que pueda comprenderlo quien ha pasado toda su vida en el confín del desierto sin que nos hayamos preocupado de notificarle que la situación ha variado. ¿Tenemos derecho a obligarle a aceptar de la noche a la mañana, que su vida, la de sus padres y la de sus antepasados de hace dos mil años, ya no tiene validez? ¿Por qué? ¿Qué les hemos dado a cambio?
—Libertad.
—¿Es libertad entrar en su casa, matar a un huésped y llevarse a otro? —Se asombró—. Estás hablando de una libertad política, tal como la ve una estudiante en los "campus" y los bares, pero no como puede verla un hombre que se ha considerado siempre auténticamente libre, gobiernen los franceses, los fascistas o los comunistas. El coronel Duperey, con todo y ser un "colonialista", hubiera sabido respetar mejor las tradiciones de ese targuí, que el cerdo del capitán Kaleb, con todo lo que luchó a favor de la independencia.
—No puedes poner a Kaleb como un ejemplo. Era una carroña.
—Pero es ese tipo de carroña la que envían a tratar con nuestra gente más pura, que deberíamos cuidar porque es la parte viva de lo mejor de nuestra historia y nuestro pueblo. Son los Kalek, los Malik y el gobernador Ben-Koufra, los que destinen a este desierto, al que los franceses dedicaban, sin embargo, lo más selecto de sus oficiales.
"No todos eran el coronel Duperey, y lo sabes. ¿O te has olvidado de la Legión Extranjera y sus asesinos? También ellos causaron estragos entre nuestras tribus, las diezmaron, les quitaron sus pozos, y sus pastos, y las empujaron a los pedregales.
El teniente Razmán encendió su pipa, echó una ojeada a la cocina y señaló:
—Se te quema la carne. No, —añadió luego. No me he olvidado de la Legión y su brutalidad. Pero me consta que actuaban así porque estaban en permanente guerra con las tribus rebeldes, y no pararon hasta dominarlas. Era su misión, y la cumplieron, de la misma forma que yo mañana voy a cumplir la misión de atrapar a ese targuí porque se ha rebelado contra la autoridad establecida, cualquiera que ésta sea. —Hizo una pausa y observó cómo ella sacaba la carne del fuego y servía los platos que llevó luego a la mesa. ¿Cuál es entonces la diferencia? En guerra nos comportamos igual que los colonialistas, pero en la paz, no somos capaces de imitarles.
—Tú les imitas —señaló Souad suavemente y con indudable amor en el tono de su voz—. Te esfuerzas por ayudar y comprender a los beduinos, te preocupas por sus problemas, e incluso pones en ello tu propio dinero.
—Agitó la cabeza con incredulidad—. ¿Cuánto te deben, y cuándo te lo pagarán? Hace meses que no veo un céntimo de tu paga, pese a que se suponía que aquí íbamos a ahorrar. —Le interrumpió con un gesto—. No, no me quejo. Me basta con lo que tenemos. Únicamente quiero hacerte comprender que no está en tus manos solucionar todos los problemas. No eres más que el teniente de un destacamento que ni siquiera figura en los mapas. Tómalo con calma. Cuando seas, como Duperey, coronel gobernador del Territorio y amigo íntimo del Presidente de la República, tal vez puedas hacer algo.
—No creo que para entonces quede nada que proteger —replicó mientras comenzaba a masticar lentamente la carne, dura y correosa de un viejo camello al que había mandado sacrificar antes de que muriera sin necesidad de ayuda—. Y habremos aniquilado, en el transcurso de una sola generación de nación independiente, todo cuanto logró sobrevivir durante siglos. ¿Qué dirá de nosotros la Historia? ¿Qué dirán nuestros nietos cuando vean el uso que hicimos de nuestra libertad? —Fue a añadir algo, pero le interrumpió un discreto golpear en la puerta, y volvió el rostro hacia allí—. ¡Adelante! —pidió.
En el umbral se recortó la altísima figura del sargento Ajamuk, que se cuadró llevándose la mano al turbante.
—¡A sus órdenes, mi teniente! —saludó—. ¡Buenas noches! —añadió respetuoso—. Sin novedad en el puesto. ¿Manda usted algo? —Sí. Pase, por favor —indicó—. Al amanecer saldremos hacia el Sur.
Nueve hombres en tres vehículos. Yo iré al frente y usted se quedará al mando aquí. Prepárelo todo, por favor.
—¿Cuántos días? —Cinco. Una semana como máximo.
El sargento Malik sospecha que ese targuí puede estar cruzando el "erg" en dirección a Sidi-el-Madia. —Advirtió la expresión del otro que había torcido el gesto—. A mí tampoco me agrada, pero se supone que es nuestro deber.
El sargento Ajamuk conocía perfectamente sus limitaciones, pero conocía también al teniente Razmán y sabía que podía permitirse el comentario:
—Con todo respeto, señor —dijo—. No debería permitir que esa gentuza de Adoras le mezclase en sus problemas.
—Son parte del Ejército, Ajamuk —le hizo notar—. Lo queramos o no. ¡Siéntese, por favor! ¿Un dulce?
—Gracias, pero no quisiera molestar.
Souad ya se había encaminado a la cocina con los platos casi sin terminar —la carne resultaba prácticamente incomestible y regresaba con una bandeja de dulces caseros que hicieron refulgir los ojos del recién llegado.
—¡Vamos, sargento! —rió ella—. Que le conocemos. Los saqué del horno hace dos horas.
Una mano fue hacia ellos como si estuviera dotada de vida propia, independiente de la voluntad de su dueño.
—Usted me pierde, señora —admitió Ajamuk—. A mi esposa, por más que lo intenta, no le salen igual. —Clavó sus enormes y blanquísimos dientes en la crujiente pasta de almendras, y la paladeó recreándose en ella. Aún con la boca llena, añadió—: Con su permiso, teniente, creo que debería permitirme ir con usted. Nadie conoce como yo esa región.
—Alguien tiene que quedarse al frente de esto.
—Puede confiar en el cabo Mohamed. Y su esposa sabe manejar la radio. —Hizo una pausa mientras tragaba—. Aquí nunca ocurre nada.
El teniente meditó mientras Souad servía el té, hirviente y dulzón, aromático y apetitoso. Le agradaba el sargento, disfrutaba de su compañía y era el único, de entre sus hombres, que podía atrapar al fugitivo. Quizá por eso, casi inconscientemente, trataba de dejarlo al margen, ya que, en el fondo de su corazón, seguía estando de parte del targuí. Se miraron por encima de los vasos de té, y se diría que cada uno adivinaba lo que el otro estaba pensando.
—Si alguien tiene que atraparlo —insistió el sargento—, más vale que seamos nosotros que Malik. En cuanto le eche la vista encima le pegará un tiro para zanjar el asunto y que no intervenga nadie.
—¿También usted lo cree?
—Estoy seguro.
—¿Y cree que le aguarda mucho mejor destino si se lo entregamos al gobernador? —No obtuvo respuesta, y añadió seguro de lo que decía—: El capitán Kaleb no se hubiera atrevido a matar a aquel hombre sin el respaldo de Ben-Koufra. Y lo que me extraña es que no mandara asesinar también a Abdul-el-Kebir. —Reparó en la severa y preocupada mirada que su esposa le dirigía desde la puerta de la cocina y suspiró con aire de fatiga—. ¡Bien! —masculló. No es asunto nuestro. De acuerdo, —admitió por último—. Vendrá conmigo. ¡Despiérteme a las cuatro!
El sargento Ajamuk se puso en pie como impulsado por un resorte, se cuadró sin poder disimular su satisfacción y se encaminó a la puerta. —¡Gracias, teniente! Buenas noches, señora. Y gracias por los dulces.
Salió cerrando tras sí, pero el teniente Razmán le siguió a los pocos instantes y fue a sentarse al porche, a contemplar la noche y el desierto que se extendía ante él hasta perderse de vista en las sombras.
Souad se reunió con él y permanecieron así, en silencio largo rato, disfrutando del aire limpio y fresco después de todo un día de calor agobiante.
Al fin ella señaló:
—No creo que debas preocuparte.
El desierto es muy grande. Lo más probable es que nunca lo encuentres.
—Si lo encuentro, tal vez me asciendan —replicó Razmán sin mirarla—. ¿Lo has pensado?
—Sí —admitió ella con naturalidad—. Lo he pensado.
—¿Y?
—Pronto o tarde ascenderás, y más vale que sea por algo de lo que te sientas orgulloso, que por hacer de perro policía. Yo no tengo prisa. ¿La tienes tú?