Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
Se detuvo en la casba, donde comió hasta hartarse, bebió un té hirviente, fuerte y dulce, que hizo circular con fuerza la sangre por sus venas, y se compró una camisa nueva, de un color azul eléctrico, que le hizo sentirse feliz por un momento.
Ya reconfortado reanudó la marcha para detenerse brevemente en la escalinata en que había sido herido, y observar la marca que dejaran las balas en las viejas paredes.
Desembocó de nuevo en la ancha avenida, le sorprendió el gentío que se arremolinaba en una y otra acera, y cuando quiso atravesar la calzada en dirección a la estación, un policía de uniforme se lo impidió:
—No puedes cruzar —dijo—. Espera.
—¿Por qué?
—Va a pasar el Presidente.
No necesitaba verlo para adivinar que el "gri-gri" de la muerte le acompañaba una vez más. De dónde había salido, o dónde se había ocultado aquel tiempo, no podía saberlo, pero allí estaba, aferrado a su camisa nueva y riéndose por lo bajo de que, en algún momento hubiera podido abrigar la estúpida esperanza de ser libre.
Había olvidado al Presidente. Había olvidado su juramento de matarle si no le devolvía a su familia, pero ahora, cuando el edificio de la estación aparecía ya ante sus ojos y cien metros le separaban de él y del regreso a su desierto y su mundo, el destino parecía querer burlarse de sus buenas intenciones, el "gri-gri" de la muerte le gastaba una trágica broma, y el hombre que era el origen y el fin de todos sus males y desgracias, se cruzaba en su camino.
"¡Inshallah!" Si era ésa su voluntad y debía cumplir su promesa y matarle, lo mataría, porque él, Gacel Sayah, por más que fuera noble e "imohag" del bendito pueblo del Kel-Talgimus, nada podía hacer contra la voluntad del cielo.
Si éste había dispuesto que aquel día, a aquella hora, su enemigo se interpusiera una vez más entre él y la vida que había elegido, debía ser porque el Altísimo había decidido que ese enemigo debía ser destruido y era él, Gacel Sayah, el instrumento elegido para aniquilarle.
"¡Inshallah!" Dos motoristas pasaron haciendo sonar su sirena, y casi al instante, en la parte alta de la avenida, las gentes comenzaron a gritar y aplaudir.
Ausente de cuanto no fuera su misión, el targuí introdujo la mano en el bolso de cuero y buscó la culata de su arma.
Nuevos motoristas, ahora en pelotón, hicieron su aparición en la curva y diez metros más atrás avanzó, muy despacio, un gran coche negro, cerrado, que ocultaba casi por completo a otro descubierto en cuya parte trasera un hombre saludaba alzando los brazos.
Los policías contenían a la multitud que vociferaba y aplaudía, y desde las ventanas de los edificios mujeres y niños arrojaban flores y papelillos de colores.
Apretó con fuerza el arma y esperó.
El reloj de la estación dejó escapar dos campanadas como si le invitara una vez más a olvidarlo todo, pero su eco se perdió entre el aullar de las sirenas, los gritos y los aplausos.
El targuí sintió deseos de llorar, los ojos se le nublaron, maldijo en voz alta al "gri-gri" de la muerte, y el policía que abría los brazos ante él se volvió a mirarle, sorprendido por una frase cuyo significado no había comprendido.
El pelotón de motocicletas cruzó acallándolo todo con el estruendo de sus máquinas, llegó luego el gran auto negro, y en ese instante, Gacel arrojó a un lado el gran bolso de cuero, apartó de un brusco empujón al policía y dio un salto colocándose, en dos zancadas, a tres metros del coche descubierto con el revólver amartillado y listo para disparar.
El hombre que respondía a los vítores y aclamaciones con los brazos en alto le descubrió casi al instante, el terror se dibujó en su rostro y adelantó las manos abriendo las palmas para protegerse mientras dejaba escapar un grito de espanto.
Gacel disparó por tres veces, comprendió que la segunda bala le había atravesado el corazón, le miró a la cara para comprobar por su expresión que lo había matado, y fue como si un rayo divino le fulminara, paralizándole de asombro.
Sonó una ráfaga de metralleta, y Gacel Sayah, "inmouchar" más conocido por el sobrenombre de "el Cazador", cayó de espaldas, muerto, con el cuerpo destrozado y el desconcierto pintado en el rostro.
El auto aceleró su marcha bruscamente, y las sirenas aullaron abriendo paso a la búsqueda de un hospital, en un vano intento por salvar la vida al Presidente Abdul-el-Kebir en el glorioso día de su triunfal regreso al poder.
FIN