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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tuareg (32 page)

BOOK: Tuareg
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—No tengo ni la menor idea, Excelencia.

—Ponte al habla con El-Akab —ordenó—. Averigua qué ha pasado con la familia de ese loco. ¡Mierda! —masculló al tiempo que arrojaba la colilla al aire y observaba cómo iba a caer sobre su propio auto, aparcado en un extremo del jardín—. ¡Como si no tuviera bastante con Abdul! —le miró de frente—. ¿Qué diablos hace tu gente en París?

—No pueden hacer nada, Excelencia —se disculpó el coronel—. Los franceses lo tienen perfectamente protegido.

Ni siquiera hemos podido averiguar dónde lo esconden.

El ministro acudió de nuevo a su mesa y alzó un puñado de documentos mostrándoselos acusadoramente.

—¡Mira esto! —dijo—. ¡Informes de generales que desertan, de gente que cruza la frontera para unirse a Abdul, de reuniones secretas en las guarniciones del interior! Lo que me falta es un targuí loco intentando cazar al Presidente. ¡Búscalo!

—ordenó—. Ya conoces la descripción: un tipo alto, vestido de fantasma, con un velo que le tapa la cara y que no deja ver más que los ojos. No creo que haya muchos así en la ciudad.

41

Encontró lo que buscaba bajo el aspecto de un viejo templo "rumi": una de aquellas curiosas iglesias que los franceses habían desparramado por todo el territorio nacional aun a sabiendas de que jamás conseguirían convertir a un solo mahometano al cristianismo.

Alzada en lo que estuvo a punto de ser un arrabal elegante de la capital, urbanización de superlujo al borde mismo de la playa y unos altos acantilados, había sido de las primeras en sufrir los efectos de la revolución, y alcanzada por las llamas una medianoche oscura, ardió hasta el amanecer sin que vecinos ni bomberos se atrevieran a acudir a sofocar el fuego, sabedores de que en las tinieblas de los bosques vecinos se apostaban los francotiradores nacionalistas decididos a abatir, a la luz de las llamas, a quien cometiera la imprudencia de aproximarse.

Se había convertido por tanto con el tiempo en un esqueleto renegrido y polvoriento, refugio de ratas y lagartos que incluso los vagabundos evitaban supersticiosamente desde que uno de ellos apareció muerto, de forma harto misteriosa, la noche en que se cumplía casualmente el décimo aniversario de su destrucción.

La gran nave central había perdido la techumbre, y el húmedo viento que llegaba del mar la convertían en un lugar desapacible, pero al fondo, tras lo que debió constituir en su época el altar mayor, se abría una puerta que daba a pequeñas estancias abrigadas, dos de las cuales aún conservaban, casi intactos, la mayoría de los cristales de sus ventanas.

Era un lugar solitario y tranquilo, lo que Gacel necesitaba tras los días más agitados de su existencia, confuso y mareado como se sentía después de recorrer la ciudad aturdido por la multitud, el tráfico y el escándalo insufrible de un mundo cuya principal preocupación parecía ser la de tratar de romper los tímpanos de quienes, como el targuí, estaban acostumbrados desde siempre a la paz y el silencio.

Agotado, extendió la manta en un rincón y se durmió abrazado a sus armas, asaltado por monstruosas pesadillas en las que trenes, autobuses y multitudes vociferantes parecían querer abalanzarse constantemente sobre él, aplastándole y convirtiéndole en una masa informe y sanguinolenta.

Le despertó el amanecer, temblando de frío pero sudando a chorros a causa de sus sueños, y en un principio sintió como si el aire le faltara y una mano gigante pugnara por asfixiarle, porque, por primera vez en su ya larga vida, había dormido bajo un techo de cemento y entre cuatro paredes.

Se asomó al exterior. A cien metros de distancia el mar estaba azul y en calma, muy distinto al monstruo espumoso y embravecido del día anterior y al que un sol brillante y fuerte confería reflejos plateados.

Con parsimonia, casi ceremoniosamente, abrió el paquete que contenía cuanto había adquirido en las tiendas de la casba, y lo extendió sobre la manta. Colocó un pequeño espejo en el quicio de la ventana y se afeitó en seco, como venía haciéndolo desde que tenía uso de razón con la ayuda de su afiladísima gumía, y luego tomó unas tijeras y se recortó el encrespado cabello negro y áspero hasta tal punto de que casi no se reconoció a sí mismo cuando se contempló de nuevo largamente. Por último fue al mar y se bañó a conciencia con ayuda de una olorosa pastilla de jabón, sorprendiéndose por el sabor amargo del agua, por la sal que dejaba sobre su piel, y por la escasa espuma que conseguía al lavarse.

De regreso a su refugio se enfundó en unos ceñidos pantalones azules y una blanca camisa y se sintió ridículo.

Contempló con pena sus "gandurahs", su turbante y su velo, y a punto estuvo de volver a ponérselos, pero comprendió que no debía hacerlo, porque tenía plena conciencia de que incluso en la casba había llamado la atención con sus ropas de siempre.

Había amenazado al hombre más poderoso del país, y a aquellas alturas la Policía y el Ejército andarían a la búsqueda de un targuí cubierto con un "lithan" que tan sólo dejaba ver sus ojos. Debía aprovechar por lo tanto la ventaja que le daba el hecho de que nadie conociese, ni aun remotamente, su verdadero aspecto, y le constaba que, con la nueva apariencia, que acababa de adoptar, ni siquiera la mismísima Laila sería capaz de reconocerle.

Le repugnaba la idea de que extraños pudieran ver su rostro y se sentía tan avergonzado como si tuviera que salir desnudo a la calle y pasearse de ese modo por entre la multitud porque un día, muchos años atrás, cuando dejó de ser un niño, su madre le proporcionó su primera "gandurah" y más tarde, cuando se convirtió en hombre y en guerrero, fue el "lithan" el que proclamó que se había hecho por completo acreedor al respeto ajeno. Despojarle de ambas prendas, era como devolverle a la infancia, a los tiempos en que podía mostrar sus vergüenzas al mundo sin que nadie se escandalizara por ello.

Caminó por la estancia, y salió después a la amplia nave descubierta tratando de habituarse a sus nuevas ropas a base de largos paseos, pero el pantalón le apretaba y le impedía también acuclillarse para permanecer así durante horas en una posición en la que se sentía cómodo, y la camisa le rozaba causándole una desazón y un picor que no sabía si atribuir a la tela o a la sal del mar.

Por último, se desnudó de nuevo y se envolvió en la manta, dejando pasar así, acurrucado e inmerso en sus pensamientos, sin comer ni beber, el resto del día.

Cerró los ojos en cuanto la oscuridad se apoderó de la estancia, y volvió a abrirlos con la primera claridad. Se vistió venciendo su repugnancia ante las nuevas ropas, y cuando la ciudad comenzaba a despertar, se encontraba ya frente al gris edificio del Ministerio.

Nadie reparó en su aspecto, ni le miró como si anduviera desnudo, pero pronto advirtió la presencia de policías armados de metralletas que parecían ocupar puntos estratégicos, mientras el gordo del uniforme sudado continuaba en su puesto agitando los brazos, aunque se le notaba más nervioso que de costumbre, lanzando furtivas miradas a su alrededor.

"Me busca —se dijo—. Pero jamás me reconocerá con estas ropas".

Más tarde, a las ocho en punto, con precisión cronométrica, la comitiva del ministro hizo su aparición en el extremo del paseo, y Gacel observó cómo Alí Madani ascendía rápidamente por la escalinata, para adentrarse de inmediato en el edificio, sin detenerse en esta ocasión a saludar a nadie.

Tomó asiento en uno de los bancos del bulevar, como un desocupado más de los muchos que pululaban por la ciudad, confiando en que, de un momento a otro, Laila y sus hijos aparecieran saliendo por aquella misma puerta, pero, en lo más profundo de su fuero interno, y aunque trataba por todos los medios de acallarla, una odiosa voz le gritaba que estaba perdiendo el tiempo.

Al mediodía Madani salió nuevamente acompañado de su estruendo de motoristas para no regresar más, y al caer la tarde, cuando no le cupo duda ya de que no tenían intención de devolverle a su familia, Gacel abandonó el banco y se alejó sin rumbo, consciente de que, por más que lo intentara, ninguna posibilidad tenía de encontrar allí, en la confusión de la gran ciudad, a los seres que amaba.

Su amenaza al Presidente no había servido de nada, y se preguntó —sin encontrar respuesta para qué necesitaban retener a los suyos, si ya Abdul-el-Kebir estaba libre. No podía tratarse más que de una venganza estúpida y cobarde, porque ni siquiera encontrarían placer en causar daño a seres indefensos, que ningún mal habían hecho.

—Tal vez no me han creído —razonó—. Tal vez imaginan que un pobre targuí ignorante no podrá nunca aproximarse al Presidente.

Y tal vez tenían razón, porque en el transcurso de aquellos días, Gacel había tomado conciencia de su pequeñez frente al complejo mundo de una capital en la que de nada le valían sus conocimientos, su experiencia o su decisión.

Un bosque de edificios bañados por un inmenso mar salado, en muchas de cuyas esquinas se alzaban fuentes de las que manaba más agua dulce en un día de la que un beduino consumía en toda su vida, y elevada sobre un pétreo suelo que únicamente servía de madriguera a miles de ratas, se convertía, por lógica, en un lugar en el que el más astuto, valiente, noble e inteligente "imohag" del bendito pueblo del Kel-Talgimus, se sentía tan impotente para la lucha como el más humilde de los esclavos "aklis".

—¿Podría indicarme cómo puedo llegar al Palacio del Presidente?

Tuvo que preguntarlo cinco veces y escuchar luego con suma atención otras tantas respuestas, porque el dédalo de calles, todas idénticas entre sí, se le antojaba indescifrable, pero, insistiendo, desembocó, casi al filo de la noche, frente al amplio parque, rodeado de altas verjas que circundaban, por los cuatro costados, el más lujoso edificio que hubiera visto nunca.

Una Guardia de Honor de rojas casacas y vistosos cascos emplumados desfilaba obedeciendo automáticamente las voces de mando, y cuando al fin se retiró, fue para dejar en las esquinas altivos centinelas que más parecían estatuas, que seres de carne y hueso.

Estudió con detenimiento el grandioso parque, y su vista recayó en un apretado grupo de erguidas palmeras, que se elevaban, dominándolo todo a menos de doscientos metros de la entrada principal.

A menudo, allá, en su ya lejano desierto, Gacel había permanecido encaramado durante días en la copa de una de aquellas palmeras, durmiendo atado a los gruesos tallos de las hojas, al acecho de una manada de ónix, cuyo finísimo olfato les prevenía siempre, en cualquier otra circunstancia, de la presencia de un ser humano.

Recorrió con la vista la distancia de la verja al palmeral, y calculó que si durante la noche lograba trepar sin ser visto a una de sus copas, tenía muchas posibilidades de alcanzar de un disparo al Presidente en el momento en que tratara de entrar o salir de Palacio.

Sería tan sólo ya cuestión de paciencia, y paciencia era algo que siempre le sobraba a un targuí.

42

En cuanto sonó el teléfono supo de quién se trataba, pues era aquélla una línea directa que únicamente el Presidente utilizaba.

—¿Sí, señor?

—El general Al Humaid, Alí.

—La voz luchaba por mantener la calma, pero se la advertía claramente alterada—. Acaba de llamarme rogándome, "respetuosamente", que convoque elecciones a la mayor brevedad para evitar derramamiento de sangre.

—¡Al Humaid! —Alí Madani comprobó que su voz se alteraba igualmente, y que igualmente trataba, sin éxito, de fingir una calma que no sentía—. Pero si Al Humaid se lo debe todo a usted. Era un oscuro comandante que jamás.

—¡Lo sé, Alí, lo sé! —le interrumpió la voz impaciente—. Pero ahora está ahí,, de gobernador militar de una plaza clave y con nuestra mayor fuerza de tanques a sus órdenes.

—¡Destitúyalo!

—Eso precipitaría las cosas. Si él se alza, la provincia le sigue. Y una provincia en rebeldía es todo lo que necesitan los franceses para apresurarse a reconocer a un "Gobierno Provisional". Esos cabileños de las montañas nunca nos han querido, Alí.

Tú lo sabes mejor que yo.

—¡Pero no puede aceptar sus imposiciones! —le hizo notar—. El país no está preparado para unas elecciones.

—Lo sé —fue la respuesta—. Por eso te he llamado. ¿Qué hay de Abdul?

—Creo que lo hemos localizado.

Lo tienen en un pequeño "ch1teau" en el bosque de Saint-Germain, en la zona de Maison-Laffitte.

—Conozco el lugar. Una vez estuvimos tres días escondidos en ese bosque, preparando un atentado.?Cuál es tu plan¿

—El coronel Turki salió anoche para París, vía Ginebra. A estas horas debe estar poniéndose en contacto con su gente. Espero su llamada de un momento a otro.

—Que actúe cuanto antes.

—No quiero que lo haga hasta que esté completamente seguro del resultado —fue la respuesta—. Si fallamos, los franceses no nos darán una segunda oportunidad.

—De acuerdo. Tenme al corriente.

Colgó. El ministro del Interior Alí Madani lo hizo a su vez, y permaneció un largo rato quieto en su sillón, ensimismado, meditando en lo que podía ocurrir si el coronel Turki no alcanzaba el éxito en su intentona y Abdul-el-Kebir continuaba soliviantando a la nación. El general Al Humaid era el primero, pero, conociéndolo como lo conocía, dudaba que hubiera tenido el valor de tomar la iniciativa y dirigirse al Presidente si no abrigaba el convencimiento de que otras guarniciones se le unirían de inmediato. Repasando nombres, calculaba que al menos siete provincias, lo que significaba una tercera parte de las Fuerzas Armadas, se inclinarían desde el primer momento del lado de Abdul-el-Kebir. De ahí, a la guerra civil declarada, no había más que un paso, en especial, si los franceses se empeñaban en que esa guerra civil estallase. Aún no les habían perdonado la humillación de veinte años antes, y aún soñaban con volver a poner las manos sobre unas riquezas que durante un siglo consideraron propias.

Encendió uno de sus hermosos cigarrillos turcos bellamente emboquillados, se puso en pie, y se aproximó a la ventana desde donde contempló el mar tranquilo, la playa vacía en aquella época del año y el ancho paseo marítimo, preguntándose si habría llegado el momento de abandonar definitivamente aquel despacho que tanto amaba.

Había recorrido un largo camino para llegar hasta él; un camino que pasaba por el encarcelamiento de un hombre al que, en el fondo, admiraba, y el total sometimiento a otro al que, también en el fondo, despreciaba. Difícil camino, en verdad, pero que había dado como fruto que la mayor fuerza y poder del país se concentrara a la larga en sus manos, y nadie —nadie exceptuando quizás a aquel maldito targuí fuera capaz de dar un solo paso sin que él lo consintiera.

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